(De Héctor González)
Año 1948 o 1949 tal vez, no lo recuerdo con exactitud. Segundo grado, turno mañana, la maestra quizás fuera la señor de De Gouvea, pero sus rasgos también se han ido diluyendo de la memoria. De lo que me acuerdo bien es del episodio de la campana.
Esta ha sido, hasta hoy, la historia oficial de la campana que sonó fuera de hora. Pero como dice la canción: "Si la historia la escriben los que ganan / eso quiere decir que hay historia / la verdadera historia...", a medio siglo de aquel suceso, el que firma estas líneas contará cómo fueron realmente los hechos.
Cuando pedí permiso para ir al baño alegando que estaba descompuesto, antes de finalizar el partido de balón, lo hice porque seguidamente a éste tomarían prueba de matemáticas y no había estudiado absolutamente nada. Después de un rato de estar en el baño, y al ver que mis compañeros se retiraban hacia el salón, me di cuenta que no podría estar allí toda la hora siguiente, a lo sumo otros diez minutos, luego alguien vendría por mí, e inevitablemente tendría que retornar a mi banco a enfrentarme con la hoja en blanco de la prueba que también quedaría en blanco. Y esto era un insuficiente sin apelación, que iría al boletín, y la segura paliza en mi casa. Entonces se me ocurrió lo de la campana como una idea salvadora.
No había nadie en ambos patios, nada se movía en el hall que da a la dirección y a la secretaría; sin dudar, me lancé furtiva y rápidamente hacia la campana, agité su badajo llamando al falso recreo, y retorné al baño con más rapidez de la que había salido. Ya allí, volví a fingir mi descompostura a la espera de que alguien viniera por mí, como sucedió. A partir de aquí ambas versiones se corresponden.
Lo que nunca pude saber es si la descompostura que fingía cuando ya había sucedido todo y estaba en mi aula, sentado en mi banco, liberado de la prueba de matemáticas, no pudo haber sido real, pues mucho me preocupé al pensar que lo que había hecho era infinitamente más grave que un examen reprobado; esto equivalía a una suspensión, o lisa y llanamente a la expulsión del colegio. Esta idea me hizo temblar, porque si ante una mala nota mi padre me hubiera castigado, ante una expulsión me habría molido a palos, porque ¿cómo iba a mirar de igual a igual a los vecinos que cada mañana se acercaban a su quiosco de Boedo e Independencia a comprar algo, o solamente a charlar, teniendo un hijo expulsado de la escuela? Me asusté; temía que se iniciara una investigación para dar con el irresponsable atrevido, y yo podría ser el principal sospechoso, ya que no me encontraba en el aula cuando sonó la campana. Creo que todos estos pensamientos hicieron que mi supuesta descompostura se volviera cierta, como un merecido castigo. Pero no hubo investigación; los días pasaron, y el hecho se olvidó pese al revuelo que había ocasionado.
Hoy, a cincuenta años de aquella picardía, me gustaría repetirla, pero esta vez sin esconderme: haría lo posible por ser visto, identificado con nombre y apellido, para que me llevaran amonestado a la dirección y llamaran a mi padre. Entonces él me daría una buena zurra, y yo podría sentir una vez más, aun castigándome, el calor amigo de la mano de mi viejo.
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Tomado de: Escuela Martina Silva de Gurruchaga (1898-1998). Libro del centenario.
Campana de la Escuela M.S.de G. (avenida Boedo 657).