(De Rubén Derlis)
A veces nada resulta más gratificante para el espíritu que una búsqueda inútil. Inútil no porque luego de encontrado no sirve para nada, o no cubre ni medianamente las expectativas puestas en el hallazgo. Inútil sin medias tintas, inútil de toda inutilidad, redondamente inútil, puesto que la tal búsqueda no tiene el menor sentido, ya que hemos salido a buscar lo no existente. Así y todo, ante esta irrefutable certeza, persistimos en nuestro empeño por hallarlo. Y como si esto fuera poco y no alcanzara, también nos asoma una duda –obnubilación de una pertinaz tozudez–: ¿no existió realmente? Difícil de explicar; sólo pueden entenderlo los buscadores de existencias irreales. Y la paradoja no es de las pequeñas precisamente.
Una cosa es ir a la búsqueda de lugares donde se desarrollaron hechos comprobados cuyos protagonistas tuvieron existencia física, y muy otra es salir a buscar sitios imaginarios, creados por novelistas al sólo efecto de brindar un escenario para sus personajes de ficción. La primera búsqueda –que hemos emprendido no pocas veces– tiene siempre un final feliz acorde a lo planteado: buscar para constatar; y aunque el sitio con el que se ha dado ya no es el mismo, sabemos que ahí tuvieron su desarrollo los acontecimientos que motivaron nuestros pasos. En cuanto a la otra, es simplemente absurda: corporizar lo no visible, lo que no es. Pero no deja de tener, para el buscador de lugares inexistentes, una particular emoción. ¿Cada loco con su tema? Sin duda. ¿Pero quién le quita a ese loco la satisfacción de haberse metido en la trama ficcional e, invisible para los personajes, correr la aventura a su lado?
Motivado por un tango (Mano cruel), allá a fines de mi infancia salí a buscar la calle Pepirí, luego de averiguar que era la continuación de 24 Noviembre. Cruzado el Parque de los Patricios di con la primera chapa azul que decía su nombre. La alegría fue enorme, tan grande como la que experimenté muchos años después cuando motivado por otro tango (Milonguita), encaminé los pasos hacia Chiclana 3148 donde había vivido la protagonista de la canción. Hoy no sé si ambas muchachas tuvieron existencia real, ya que de la primera nunca se dijo nada y de la segunda siempre hubo dudas de que efectivamente fuera la del tango, porque la edad de Esthercita, María Esther Dalto o Dalton –sus nombres y apellido reales– para el momento del tango apenas tenía 15 años, según datos surgidos de la nota “Esthercita” del libro Tango y milonga de Gobello y Barcia. Y aunque ninguna de las dos mujeres tuvieran existencias reales, siendo pura invención de sus letristas (Armando Tagini y Samuel Linnig, respectivamente), en ambos casos fueron mis primeras búsquedas absurdas. Por lo que ahora caigo en la cuenta de que la cosa me viene de lejos.
En una de las tantas visitas al Père-Lachaise, en 1976, fui a la búsqueda de la tumba de Abelardo y Eloísa. Según tradición, en ese bello templete de estilo gótico reposan los amantes. Abelardo murió en 1142 en Chalon-sur-Saône; Eloísa en 1164 en la abadía de Paracleto. El cementerio de Père-Lachaise fue inaugurado en 1805. Si sus restos fueron llevados allí unos setecientos años después, muy pocos huesos habrán exhumado. Ambos tuvieron existencia real, no hay lugar a dudas ¿pero realmente están enterrados allí? La enciclopedia Espasa, en un epígrafe de foto, no duda al respeto. De no ser así, en lo que a mí respecta, también fue una búsqueda absurda, porque me queda la duda.
En una de las incursiones al mundo marechaliano tan lleno de filosofía y humor por partes iguales, volví a las páginas de Adán Buenosayres con más atención que hasta la que entonces había puesto. Me detuve en el libro séptimo –Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia–, y tan pronto concluido me largué al vecino barrio de Saavedra.
Había que dar con el ombú por cuyo tronco ahuecado Adán, acompañado por Schultze había descendido a Cacodelphia, “la ciudad atormentada”.
Otra vez me ganaba la pasión por la búsqueda absurda.
El barrio de Saavedra fue, históricamente, una planicie que albergó grandes cantidades de ombúes. Todavía es dable ver algunos de ellos, pero hacia los años en que Marechal sitúa su novela: mil novecientos veinte y tantos (no da precisión), la cantidad que había en terrenos vírgenes aún no era nada despreciable. Para el momento de la fundación de Saavedra –1873–, nacida como pueblo junto a Núñez, y que se transformaría en barrio recién con la federalización de Buenos Aires, era un pedazo de pampa que la ciudad retiraba hacia el norte. Según crónicas de la época, hacia 1926 toda la zona tenía el aspecto de un barrio en formación, con casitas bajas y modestas e innumerables terrenos baldíos; hacia lo que hoy es la avenida General Paz y en dirección al río –ya Núñez– abundaban los pajonales. Este era el panorama en el momento en que los dos protagonistas de la novela correteaban por estas lindes de la ciudad.
De más está decir que entrando al siglo XXI de todo aquello sólo quedan algunas fotografías que el paso del tiempo deslíe y el rescate de los historiadores de la porteñidad.
Pude ver algunos ombúes, y de esto hace ya algunos años, en la calle Ruiz Huidobro, cerca de Plaza, próximo al puente ferroviario; ahora la zona está cementada de altos edificios de departamento. El ombú más próximo y al que primero acudí está en una plazoleta mínima en Ricardo Balbín y Núñez. Comprendí de la inutilidad de seguir buscando pero no me di por vencido, porque no hay nada que se compare a encontrar lo que ya no existe. Entonces recurrí a un memorioso –Juan “Tata” Cedrón– músico y compositor, y al barriólogo Alberto Gabriel Piñeiro, versado en cuestiones del acervo saavedrense. Fue muy poco con lo que Cedrón pudo nutrirme, pero algo siempre es menos que nada. Nacido en Saavedra a fines de la década del 30, recordaba haber jugado de pibe con uno de sus hermanos en amplios terrenos dadivosos de ombúes con grandes huecos en sus troncos, por lo que podría haber sido cualquiera de ellos; ¿prefería alguno en particular? Se inclinaba por el que estaba en Vedia y Grecia, y que había sido volteado muchos años atrás. En caso de ser el dato fidedigno, la fitocolácea a la que hacía referencia Marechal en su opera prima no habría estado entonces en Saavedra, sino en Núñez. El “Tata” no pudo explayarse más sobre el tema, pero me había acercado una versión.
Entonces acudí a Piñeiro, que afirma que si bien Adán y Schultze inician su larga caminata en Republiquetas (hoy Crisólogo Larralde) y Colodrero, “durante un cierto tramo se puede reconstruir casi perfectamente el recorrido; luego el mismo se torna totalmente difuso”. Pese a esta pérdida de la pista que había apuntado tan bien, la cosa no está del todo mal encaminada. Veamos: “Por lo que pude reconstruir en el texto de la novela, ese ombú habría estado a la altura de avenida Del Tejar (hoy Ricardo Balbín) y Ruiz Huidobro, o poco más, y no casi junto al río”, Piñeiro dixit. (Claro, porque si no habría estado en Núñez, agregamos nosotros). En cuanto a Vedia y Grecia dice conocer esa versión por otra fuente, no la que yo cito. “No conozco otras hipótesis sobre el lugar del ombú, más que esa y la mía”, termina. Fuera de contexto añade el barriólogo: “[…] concluyo que por Saavedra hay que tener mucho cuidado, ya que bajo cualquier ombú se puede caer al infierno”.
Si bien creo no merecer el copyright en esta oportunidad, no por eso dejo de alegrarme al concluir esta nueva búsqueda absurda, ya que no la emprendí en solitario como es mi costumbre, sino que en este caso acompañé al amigo Piñeiro por los andurriales de una primitiva Saavedra que ya no existe para tratar de dar con un lugar que nunca existió. Más parecido a Adán y Schultze, imposible.
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Tapa de la primera edición de Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal (Editorial Sudamericana, Bs. As., 1948)