1 oct 2010

El avioncito de Safac


(De Ángel O. Prignano)

La publicidad aérea con humo fue iniciada en la Argentina por Siro Alberto Comi, aviador y mecánico propietario del Aeródromo Monte Grande, que en realidad estaba ubicado en la localidad de Luis Guillón, entre la actual avenida Luciano Valette (ex Fair) y las calles Luis de Sarro (ex Prayones), Bruzzone, Dora C. de Fleitas (trazada sobre el curso del arroyo Santa Catalina) y Subteniente Fox. Comi llegó a tener la representación local de la fábrica de aviones Cessna y en su aeródromo se reparaba la mayor parte de las máquinas que despegaban y aterrizaban en sus dos pistas. Con el tiempo, los antiguos hangares se convirtieron en depósitos que sirvieron al Parque Industrial Luis Guillón, cuya administración quedó en manos de su hijo homónimo.
Siro Comi nació el 25 de septiembre de 1910 en Sampacho, localidad cordobesa cercana a Río IV. Hizo el curso de aviador civil en el Aeródromo Presidente Rivadavia de Morón, donde fue alumno de José Nugoli y rindió examen el 23 de febrero de 1932 obteniendo el brevet de tercera. El examen fue fiscalizado por José Ignacio Cigorraga y Alberto Arata. Luego se asoció al Aero Club Argentino. Falleció el 1° de octubre de 1978.
Esta forma insólita de publicidad comenzó hacia fines de los años treinta y se prolongó por tres decenios. Siro la realizó hasta los últimos años de la década de 1940; luego se incorporó su hermano Aldo, quien la continuó hasta finales de los sesenta. Aldo también había nacido en Sampacho, el 23 de octubre de 1914, y dejó de existir el 12 de septiembre de 1982. Por una noticia aparecida en el diario "La Nación" del 19 de mayo de 1948, nos enteramos de que la Dirección General de Aeronáutica había otorgado a Siro Comi la autorización para realizar vuelos de propaganda en el territorio nacional, aunque con la aprobación previa de las tarifas a cobrar. Esto no fue más que la oficialización de la tarea que ya venía haciendo desde tiempo atrás.
Si bien se desplegaban campañas por todo el país, en el ámbito de la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores tenían gran repercusión. Se aprovechaban los multitudinarios actos deportivos, como los encuentros de fútbol en los grandes estadios y las carreras de automóviles, entre otros. Pero la cosa era más íntima en los barrios periféricos. "¡Allá va el avioncito de Safac!", alertaba algún pibe señalándolo con el dedo mientras se interrumpía el picado en el potrero. Aunque existían restricciones para volar sobre la metrópolis, los Comi se las ingeniaban para hacerlo en los alrededores o sobre el Río de la Plata, con lo que se aseguraban que la publicidad fuera vista desde distintos puntos de la ciudad.
Un dato al pasar. Siro Comi le prestó un Cessna de su propiedad al piloto Miguel Fitzgerald. Con esta máquina, Fitzgerald protagonizó aquel resonante aterrizaje en las Malvinas, el 8 de septiembre de 1964. Fue el primer argentino en volar a las islas y plantar la bandera nacional.

PUBLICIDAD CON HUMO: TODA UNA NOVEDAD
En los años previos a la Segunda Guerra Mundial llegaron al país, procedentes de Francia, Inglaterra y los Estados Unidos, algunos vendedores de aviones que organizaban festivales aéreos demostrativos de los aparatos que ofrecían. Una de las atracciones era el humo de colores que despedían las máquinas norteamericanas. A ellas se acercó Siro Comi, quien pudo ver y enterarse a través de los pilotos que se lograba mediante la inyección de productos químicos en el múltiple de escape de los motores. Entonces vislumbró que la novedad podía ser rentable en nuestro país.
Decidido a probar suerte, trató de adaptar aquel sistema en un biplano de su propiedad, un Curtiss Travel Air de tres plazas pintado de plateado. Ya tenía experiencia en publicidad aérea, pues venía haciendo vuelos a baja altura con la marca del artículo a promover estampada en el intradós del ala inferior. Luego de experimentar distintos productos con el fin de obtener humo blanco (los químicos que generaban colores eran muy caros), comprobó que el aceite usado era lo más económico y generaba el mejor humo. También debió encontrar el segmento del múltiple de escape donde hacer la perforación para inyectarlo. Las sucesivas pruebas demostraron que si lo hacía muy cerca del motor, el aceite se incendiaba; y si lo hacía muy próximo a la salida del caño, salía crudo y todo se ensuciaba. Así, probando y probando, encontró el lugar exacto.
Pero faltaba lo más importante: aprender a escribir en el firmamento. Para practicar le vino muy bien una bicicleta vieja que tenía en desuso. La puso en condiciones y le ató un tarro lleno de cal con un orificio que dejaba caer un pequeño chorro. Una llave manual fabricada por él mismo le permitía cortar el líquido a voluntad. El rastro blanco que dejaba la cal en el piso le permitiría comprobar si lo “escrito” se leía correctamente. Además tuvo que sortear una dificultad adicional: debía escribir a la inversa, de derecha a izquierda y al revés, como si lo hiciera sobre un vidrio. De este modo ensayó todos los virajes y movimientos hasta que logró un óptimo resultado.
Pero una cosa era escribir en tierra y otra en el aire, por lo que Siro se impuso la tarea de perfeccionar esta operación antes de largarse a ofrecer sus servicios. Volaba a una altitud de entre 2.000 y 2.500 metros, donde las corrientes de aire eran más estables. Pero no era raro que se elevase a los 3.000 metros para lograr tal armonía. Esto era fundamental para que el humo no se diluyera rápidamente, aunque a veces no se podía evitar que vientos inoportunos desdibujaran la primera sílaba de la palabra cuando aún no la había completado. Buscaba los días de cielo despejado para una mejor lectura y, en cualquier caso, la altitud del vuelo era directamente proporcional al tiempo que le llevaba concluir la escritura. Otro tema eran los puntos de referencia que necesitaba para el diseño de las letras. Las vías ferroviarias, las rutas, el trazado de avenidas importantes y la sombra de la propia escritura proyectada en la tierra se constituyeron en buenas guías.
Cada campaña de un nuevo producto era un desafío, pues implicaba ensayar todo otra vez. Al no tener comunicación radial, durante las primeras pruebas resultaba sumamente importante la opinión de los observadores en tierra, que le señalaban los defectos cuando aterrizaba. En el siguiente vuelo los corregía y así afianzaba la caligrafía, muchas veces soportando la invasión del humo en el propio habitáculo.
Siro Comi patentó su sistema luego de perfeccionarlo. Para proteger su idea y mantener en secreto el aceite usado que utilizaba, apeló al ardid de camuflarlo bajo el rótulo de “producto peligroso” que manipulaba un empleado ataviado con uniforme y guantes “especiales”.

LA YERBA MATE
La marca que hizo famoso al avioncito de los Comi fue Safac, nombre de una yerba mate elaborada. Corresponde, entonces, hacer un breve comentario de esta planta, cuyo nombre científico es ilex paraguayensis. Sus orígenes están vinculados con numerosas y bellas leyendas indígenas. En cuanto a su nombre, los guaraníes la llamaban caá-mate, por “caá”, que en su lengua significa planta o hierba, y mate, término que se supone deriva de la palabra quechua “matí” con el que este pueblo designaba a la calabacilla que usaban para beber.
El primer historiador americano, Ruiz Díaz de Guzmán, fechó el descubrimiento de su uso en 1592. Así se lo refirió a Hernando Arias de Saavedra en su historia escrita en 1612. Lo había comprobado al encontrar el polvo de yerba en las guayacas de los indios hostiles tomados prisioneros por los conquistadores. Los nativos lo guardaban envuelto en suaves y delgadas pieles de animales.
Las propiedades medicinales y estimulantes de la yerba mate eran bien conocidas y muy apreciadas por los indígenas, que la masticaban durante sus largas marchas o bebían su infusión mediante bombillas hechas con diminutas cañas. Su consumo se difundió rápidamente entre los españoles después de la conquista de estas comarcas americanas y así se inició un intenso tráfico en el virreinato de Río de la Plata. A comienzos del siglo XVII, los jesuitas radicados en la región guaraní introdujeron su cultivo en sus reducciones erigidas en territorios que hoy forman parte de las provincias argentinas de Misiones y Corrientes, y en el Paraguay. Después de la expulsión de la orden, tales yerbatales fueron abandonados y hasta se perdió la tradición de este cultivo.
Le correspondió al médico y naturalista francés Aimé Goujaud (Bonpland) iniciar los estudios científicos sobre esta planta. Hacia 1820 visitó el Paraguay y recorrió sus yerbatales, pero fue tomado prisionero y confinado al interior del país ante el temor de las autoridades de perder el monopolio que ejercían sobre su cultivo y comercialización. Recién fue liberado en 1829 por las gestiones de Alejandro Humboldt y el gobierno de su patria.
En 1896 y luego de muchos intentos, Federico Neumann logró obtener la germinación de semillas. La experiencia fue desarrollada en la colonia Nueva Germania situada a orillas del río Aguaray Guazú y en 1901 obtuvo un producto elaborado con plantas de cultivo. Esta práctica propició, dos años más tarde, una plantación de importancia en San Ignacio, Misiones, junto a los edificios jesuíticos –ya en ruinas– que habían sido testigos del florecimiento de esta actividad en tiempos pasados. Pero el impulso y verdadera expansión del cultivo de yerba mate en nuestro país se inició en 1911 y fue creciendo rápidamente a través del otorgamiento de tierras fiscales. Así se fueron formando pequeñas y grandes fincas, algunas de ellas enormes, como también importantes establecimientos industriales para su selección, elaboración y fraccionamiento.
En las pulperías se la vendía suelta. Luego aparecieron las bolsas de 15 y 30 kilogramos que compraban los almacenes para despacharla también al menudeo. Estas bolsas valían también para cuarteles, hospitales y otras dependencias oficiales que las utilizaban para preparar el mate cocido. Al mismo tiempo llegaron los cilindros de tela con base y tapa de madera. Estos discos de madera eran utilizados por los pibes como ruedas de rudimentarios carros que fabricaban con cajones de fruta. Los envases de tela coexistieron un tiempo con los de lata que mostraban multicolores ilustraciones, pero los de lata terminaron por imponerse. Más tarde llegaron los envases de papel que hoy conocemos, aunque algunas marcas hasta se atrevieron nuevamente a las latas.
En los años cincuenta existieron numerosas marcas que despachaban los almacenes de barrio, algunas de ellas ya desaparecidas: Rigoletto, Salus, Cruz del Sur, Gato, Apipé, Pájaro Azul, Piporé, Escarapela, Perbo. Otras han subsistido en el tiempo y hoy se exhiben en las modernas góndolas de los súper e hipermercados: Flor de Lis, Cruz de Malta, Nobleza Gaucha, La Hoja.
Una de las más recordada entre las que ya no existen es Safac, sigla de la empresa que la elaboraba, la Sociedad Auxiliar, Fabril, Agrícola y Comercial, perteneciente al grupo Bemberg. A mediados de la década de 1940 tenía domicilio en Cevallos 1473 y en la siguiente en Tronador 71. La publicidad gráfica de este producto mostraba una simpática negrita portando un paquete de yerba; en otras se la veía junto a varios paquetes de yerba de distintos tipos y calidad. En una se la ve saludando con un pañuelo al avioncito.
En tiempos del gobierno del general Perón, algunas de las empresas del grupo fueron acusadas de “fraude y actividades lesivas del bien público”, por lo que en 1948 se les quitó la personería jurídica y cuatro años más tarde las adquirió el Estado. Por último, en 1959 fueron restituidas a sus dueños.

GRAN CAMPAÑA DE SAFAC Y OTROS PRODUCTOS
Los fabricantes de la yerba mate Safac decidieron iniciar una campaña nacional para promocionar el producto. Pensaron que un gran golpe de efecto sería la publicidad con humo que hacía Siro Comi. Entonces dieron comienzo las giras pueblo por pueblo, principalmente en la provincia de Buenos Aires. El avión era precedido por el corredor que ofrecía el producto a los almaceneros y el camión o el tren lo entregaba. Las radios y “propaladoras” callejeras difundían ampliamente la posibilidad de un vuelo de bautismo en el “avioncito de Safac” para aquellos felices poseedores de los cupones incluidos en los paquetes de yerba, obviamente en número reducido. La campaña resultó un éxito; los consumidores compraban paquetes “al por mayor” entusiasmados por tal posibilidad. Y cada pueblo esperaba la llegada del avioncito, que a falta de buenas pistas bajaba donde podía, generalmente campos y caminos de tierra.
Siro hizo campañas sólo para Safac. Como ha quedado dicho, a la tarea se agregó su hermano Aldo, que rápidamente aprendió todos los secretos de la actividad. Utilizó un monomotor Cessna matrícula LV-NGO de fuselaje de aluminio con el capó pintado de verde y dos rayas del mismo color en el fuselaje. Tenía alas enteladas pintadas de plateado y llevaba un depósito de 200 litros para el aceite quemado.
Volaba por todas las provincias continuando las campañas publicitarias de Safac. Luego se agregaron las de Geniol, General Electric, Saccol, Pepsi, Odol, crema Nivea y la agencia de automotores Sergi, entre otras. La marca Safac era escrita tanto en letra de imprenta como en cursiva. El logotipo de General Electric en cursiva. Las demás marcas sólo en letra de imprenta. Para dar una idea de las dimensiones de estos frágiles anuncios desplegados en el aire, digamos que a 3.000 metros de altitud, el palote de la pe inicial de Pepsi medía 600 metros.
Cuando Aldo Comi dejó de hacer este trabajo se registraron algunos intentos de otros para continuarlo, aunque fueron tenues y sin éxito. A partir de entonces nunca más se vio la pequeña máquina voladora haciendo piruetas en el firmamento de Buenos Aires. La fascinación que estos vuelos ejercían en nuestras mentes infantiles era notable. Todos nos quedábamos mirando la estela blanca flotando en el aire hasta que desaparecía arrastrada por los vientos. Y nos preguntábamos: ¿cómo lo hacen?
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Imagen: Afiche de época.