13 oct 2010

El ilustre bodegón


(De Conrado Nalé Roxlo)

El más ilustre de los bodegones frecuentados por mí –y la lista sería larga– fue sin duda “El Puchero Misterioso”. Como todo lugar histórico, pues ya pertenece a nuestra pequeña historia literaria, tiene su leyenda que no me propongo destruir. Dios me preserve de soplar sobre ningún fantasma, por más desgarbado y contrahecho que sea, de los que la imaginación creadora levantó sobre sus mesas pringosas. La leyenda es la obra del poeta, ante la que el cronista –función que asumo ahora– debe inclinar la cabeza y, despacito y con buena letra, ir trazando la imagen fiel y el relato verídico de los lugares y sucesos que aspira a salvar del olvido.
“El Puchero Misterioso” está hoy donde estaba entonces y dedicado a lo mismo (1). Pero hace cerca de treinta años que no traspongo sus puertas. Para mí ya no existe. Quizás encontrara alguno de sus antiguos parroquianos; quizá algún diariero de los que formaban su clientela habitual siga sentándose a sus mesas después de la venta nocturna, pero ¿de qué hablaríamos?, ¿qué podríamos decirnos, ya envejecidos y nostálgicos), ¿qué podría comer allí que no fuera desabrido después de haber devorado con el apetito de los veinte años el puchero misterioso que le dio nombre manjar hoy tan inasequible como las lenguas de ruiseñor de los cuentos orientales?
Nada más peligroso que esos retornos al pasado –muchas veces lo intentó mi experiencia con resultados desastrosos–: se parecen a cortejos fúnebres y, quieras que no, se termina hablando en el estilo de epitafio. Por todo lo dicho usaré el tiempo pasado para hablar de aquel refugio nocturno de muchos escritores de mi generación y de otras gentes que irán apareciendo.
Su nombre oficial era “Almacén de la Cueva” y estaba en la calle Talcahuano al llegar a Cangallo. En la esquina, la puerta, naturalmente cerrada de noche, del almacén de comestibles y, por Talcahuano, la del despacho de bebidas y fondín, seguida por dos ventanas con antiguas rejas que llegaban casi hasta el suelo;  altos postigos abiertos en verano y mostrando a través de los polvorientos cristales sus luces acogedoras en las noches de invierno.
Nunca faltaba un coche de plaza detenido a la puerta. El viejo cochero, con frecuencia tuerto, (ya explicaré otra vez por qué hay tantos cocheros tuertos en la ciudad), látigo en mano, la galera caricaturesca sobre la revuelta pelambre color pimienta, roja la nariz, tomada, de pie ante el mostrador, su caña o su aguardiente.
A la izquierda del estaño, se abría el comedor, ni muy amplio ni muy reducido; sólidas mesas patinadas por el tiempo, las grasas y el frote de las mangas de los parroquianos, largos bancos haciendo juego y algunas sillas tembleques complementaban el mobiliario. Al fondo, defendida de la curiosidad pública por una cortina de arpillera, la puerta del misterioso y lóbrego laboratorio de la cocina.
Al pintor realista que hubiera querido reproducir en su tela el auténtico color mugre, le habría bastado con pasar sus pinceles por aquellas paredes. En una de aquellas paredes los en otro tiempo vistosos colores de un San Martín de propaganda; el héroe se cubría el pecho con una bandera, sin duda para defenderse de las injurias de las moscas. También colgaba un almanaque con hojas de arrancar, pero estaba siempre muy atrasado, como diciendo que el tiempo no tenía importancia, lo que para nosotros era verdad, ya que entrar y amanecerse era la misma cosa.
En contra de lo que pudiera suponerse, la comida era muy buena y absurdamente barata, y el plato de fuerza, el crédito de la casa, el misterioso puchero epónimo; lo servían en plato sopero, desbordante y prolongado en pirámide, y siempre caliente, ennoblecido por su penacho de vapor oloroso y aperitivo. Un buen trozo de carne de vaca, otro de cerdo, morcilla, chorizo, abundante repollo, zapallo, papas, batatas,  zanahoria y hasta una perdigonada de garbanzos; de todo traía aquel puchero compendio en plato de la abundancia y la liberalidad del país de entonces.
Con todo, era un misterio cómo se podía dar tanto y tan bueno por veinte centavos, que tal era su precio, y de ahí tomó el nombre primero el plato y luego el bodegón.
Con aquella base, un vaso de vino de diez, otros diez de un café, cinco de pan –¡y qué pan, dorado caliente y oliendo a sano, que uno no sabía si era mayor delicia el comerlo o el partirlo– y cinco de propina, suma por la que los mozos gallegos daban cortés y sinceramente las gracias y hasta las mil gracias, un hombre honrado quedaba tan satisfecho como si se hubiera sentado a la mesa de don Baltazar de Alcázar. Sólo habría echado de menos a la bella Inés, pues bueno es aclarar que allí no entraban mujeres, ni de las llamadas decentes –y que a veces lo son, no se me interprete mal– ni de las otras.
Antes de descubrirlo nosotros… ¿Quiénes éramos nosotros? Tiempo al tiempo que ya irán saliendo cuando corresponda, pues a ninguno he olvidado- Pero no me gustan las listas de nombres, los inventarios de personas, que me suenan a trabajo de escribano más que de escritor, como no me gusta el recurso literario de las largas enumeraciones, reconociendo que lo han usado con singular eficacia el doctor Rabelais, Pablo Neruda y el desenfado autor de La lozana andaluza, don Francisco Delicado. Mil perdones por la interrupción.
Antes de descubrir nosotros y bautizar “El Puchero Misterioso”, digo, sus primitivos pobladores eran en su mayor parte cocheros y vendedores de diarios. Con los cocheros tuvimos poco trato. Eran aves de paso, que entre viaje y viaje comían apresuradamente, y aun con viaje se bajaban a tomar una copa en el mostrador y seguían su camino, gordos, astrosos e italianos.
Con los diarieros fue muy distinto. Pronto fraternizamos, y los recuerdo a todos como si los estuviera viendo, pero de ninguno podría escribir el nombre, por la poderosa razón de que nunca conocí a un diariero que se llamara Martínez ni Rodríguez, ni siquiera Pérez, que es tan fácil. Parece que el apodo es obligatorio en el gremio, y los ponen con un acierto sicológico y un don humorístico, sólo comparable al de los provincianos: una o dos palabras y el sayo cae tan al cuerpo que ya es imposible sacárselo.
Tengo para mí que existe en algún lugar de la ciudad una cripta secreta donde un obispo, quizá  un poco herético, con mitra de papel de diario, confirma en sus sobrenombres a los diarieros confiriéndoles  perennidad de sacramento.
No diré, porque no me gusta mentir, que una vez me presentaron a un diariero y que me dio su tarjeta, donde en lugar de Juan, Pedro o Diego se leía un pintoresco seudónimo. Pero el hecho no es inverosímil.
En “El Puchero Misterioso” conocí a “Santito”, decano de los vendedores de diarios y que aún está firme en su parada de Sarmiento y Esmeralda, frente a la farmacia, pulcro en el vestir discreto y amable  un poco distante. Nunca intervenía en las turbulentas discusiones del Puchero. El que sí intervenía y además era un maestro en el arte de provocarlas era el “Sábalo”, que tenía su parada, y aún la tiene, frente a los “36 Billares” de la Avenida de Mayo.
El “Camarada” y el “Compañero” sostuvieron durante mil y un noches la más absurda de las polémicas ideológicas, digamos así, que me ha sido dado presenciar, instigados por el “Sábalo”. Pero esa es una historia que requiere capítulo aparte.
También solían ir algunos ladrones, pero hacían rancho aparte y eran gentes poco comunicativas, quizá por exigencias de su profesión.
______
(1) Esta nota fue publicada en la década del 70.
Tomado de: Borrador de  memorias.
Imagen: Foto de Gustavo Frasso.