(De Rubén Derlis)
¿Es
lo mismo recibir una carta que un e-mail –envío que de aquí en adelante llamaré
correo electrónico*– para algunas personas? Los mínimos sondeos que realicé no
dan para estadísticas ni para establecer parámetros, sólo me alcanzan para
tener una idea de cómo proceden algunos consultados ante ambas formas de envío
epistolar, si se me permite seguir llamándolo de esta manera.
Entre
los que pasaron los sesenta largos de trajinar la vida, prefieren el ritual de
abrir el sobre, si bien admitieron que cada vez reciben menos correspondencia
(salvo las facturas de gas, electricidad y otros servicios, claro) y que el abrecartas ya
es pieza de museo.
Entre aquellos cuyas edades van de los
treinta a los cincuenta años, el correo electrónico resulta ser su única manera
de comunicación a distancia con familiares y amigos; si bien conocieron la carta
tradicional, se olvidaron de ella a medida que las personas a quienes les escribían
accedían a una casilla de correo electrónico. Hay quien recuerda haber escrito alguna vez una carta, pero hace mucho.
Para los que recién comienzan a
comunicarse mediante la palabra escrita, hasta la franja de los veintipicos de
años, hablar de carta, estampilla, buzón, los mueve a una sonrisa casi
condescendiente; sin embargo no por eso dejan de mostrar cierto asombro,
similar al que alguna vez tuvimos algunos de
nosotros cuando pibes, si alguien muy mayor decía haber escuchado música
por la radio a galena, piedra detectora de ondas radiales que no llegamos a
conocer.
Creo que la gran diferencia entre la carta de
ayer y el correo electrónico de hoy reside en su forma de escritura: la primera
se elaboraba muchas veces casi literariamente y en su contenido se trataba de
agotar el tema tratado; por el contrario, el correo electrónico, generalmente,
apela a la concisión, a la brevedad (que no quiere decir síntesis) porque quien
hace uso de él sabe que si algo olvidó decir, no tiene más que abrir la
computadora y remitir el faltante o la nueva ocurrencia. Cliquea y sale el
mensaje que llegará en segundos, sin estampilla ni matasello.
Pertenezco
a la generación que cruzaba cartas enviadas por correo entre novios con un futuro a corto plazo de hogar-dulce-hogar
(intención de edificar la felicidad a perpetuidad; cosa hoy desaparecida), o de
amantes clandestinos de realidad difícil y mañana azaroso. De todos modos,
cuando en cualquiera de los casos el romance se terminaba, había una devolución
de cartas, especie de recuperación de los secretos amorosos cuyo destino final
era el fuego purificador. Hoy es muy difícil pensar, luego de una ruptura, en
la consiguiente devolución de los correos electrónicos cursados entre los
modernos Werther y Carlota, Jacopo Ortis y Teresa, o Valmont y Merteuil.
Primero porque es muy difícil que alguien guarde los correos electrónicos, y
segundo porque ya nadie ama con la desesperación romántica del siglo XVIII, como
las dos primeras parejas mencionadas, o llega a armar un intrincado juego de
seducción y sexo como en la tercera, mediante cartas y esquelas a
veces entregadas en propia mano.
El
correo electrónico, con su inmediatez, le asestó un golpe definitivo y sin
apelación al rito epistolar: escribir el sobre, poner la estampilla en el
ángulo superior derecho, no olvidar el remitente en la parte de atrás; luego
correrse hasta el buzón más próximo –cuando no hasta el correo si el peso de la
misiva superaba el franqueo estándar–, y finalmente comenzar a sostener la doble
espera: la recepción de nuestro envío y la llegada de la respuesta. Y se
esperaba con más ansiedad que paciencia el arribo del cartero y su anuncio de
correspondencia; cuando pasaba por nuestra puerta y no se detenía, algo parecía
abandonarnos, y en realidad nos abandonaba: la alegría de leer las palabras
esperadas que resonarían en los oídos con la voz de quien las había escrito. Y
así día tras día hasta que finalmente llegaba. Y el ciclo, que parecía
cerrarse, en rigor de verdad se reiniciaba. La escritura, el envío, la espera,
la ansiedad…, una y otra vez.
En
los mejores tiempos, con todos los carriles aceitados, una vía aérea a Europa
tardaba en llegar no menos de una semana; una carta común a cualquiera de las
provincias del país –transporte ferroviario mediante–, tardaba otro tanto.
Suponiendo que el recipiendario contestara sin dilación, había que aguardar
otra semana para enterarnos de nuestro pedido o para recibir novedades. El
siglo XXI, que a diferencia de los anteriores sabe aún menos de lo que sabían
aquéllos hacia dónde se dirige, está apuradísimo, y el humano que lo habita necesita ya todas las respuestas; por
eso el correo electrónico, porque si alguien tiene que ser feliz no puede
esperar, ¡debe serlo también de inmediato!, y está muy bien que así sea, pues por contrapartida,
con la misma celeridad llegan las malas noticias que caen como un mazazo sobre
el sorprendido, como una venganza del Tiempo, pues si debe ser desgraciado,
debe serlo también ya. El nuevo siglo, que parece más hecho para una cruza de
hombre con robot (o viceversa) que para hombres como lo entendía el humanismo,
que se extendió en el espacio histórico hasta hace unos años, cuando comenzó la
era tecnológica, exhibe en su escudo la velocidad como dios supremo e
inapelable, a la que lleva a la práctica mediante el correo electrónico, hasta
ahora uno de sus brazos más perfectos y ejecutivos. Ya llegarán otros medios
más raudos. No me caben dudas, aunque no pueda imaginarlos.
En
lo personal hago uso del correo electrónico toda vez que me es necesario, sin
embargo no soy un asiduo tipiador de Messenger ni le pongo la oreja muy seguido
al Skype, del mismo modo que no leo nada en pantalla (salvo el correo, claro
está) sino que recurro al papel, cuya textura gusto de recorrer con mis dedos.
Cuestión de fidelidades.
Resultaba raro hace unos años que
cualquier vecino de Buenos Aires no memorizara el buzón más cercano; en algunos
casos se recordaban tres o cuatro a la redonda de su domicilio. Hoy creo que
nadie se acuerde de si en la esquina de su casa había uno. Para los ancianos es
un hito en su camino de nostalgia; para los jóvenes, un objeto inservible,
petiso y rojo, con la boca abierta que parece preguntar –con inaudible voz–: “¿Yo
qué hago aquí?”. Y no poca razón le asiste: pertenece a la Buenos Aires de las últimas
puertas de calle abiertas a todos, de las ventanas sin rejas protectoras,
confiadas, y de porteños que escribían cartas de amor cuyas respuestas, a
veces, llegaban en sobres perfumados, femenino detalle como prefacio a la
lectura de una letra agitada y temblorosa.
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(*) Prefiero llamarlo correo
electrónico, como corresponde. Además por una cuestión de propiedad idiomática y una profunda aversión a las palabras, giros y expresiones madinusas que se intentan –y no pocas veces logran–,
introducir en nuestra lengua.
Imagen: Cartas.