(De Diana Bronzi)
Me enseñaron que tenía
que ser responsable. De palabra me enseñaron y aprendí de palabra. De ejemplo
me enseñaron y aprendí de palabra. Pero lo fui, sí lo era y demasiado.
Virginiana como
pocas, detallista enfermiza. Enmarcada en cuadros inamovibles confeccionados
por mi clásica histeria femenina agravada por el vínculo zodiacal. Estructuras
aprehensibles que aprehendí no sé por quién. Y malvada. Una ética estudiantil
egoísta, moral maniquea y tan temprana, de temperamento terrenal e hiperactivo.
Y lo mío era el arte. Lo supe desde chica. Lo mío eran las
tablas. Esas tablas bohemias por las que quería recorrer un mundo que iba más
allá de las fronteras sureñas en las que había crecido. Había conocido Paris,
había conocido el color y el romance de una melodía universal en el saxofón de
la esquina.
Me enseñaron que el estudio era imperativo. Me enseñaron de
palabra y aprendí literal. Lo viví literal y lo vivo.
Ahora soy el resultado de los restos de aquella bohemia, la
desaparición del esquema y la nula cercanía del arte.
Muchos dirán que esto no es cierto.
No son quienes me enseñaron culpables absolutos de esta
parcial metamorfosis. Quizá la terapia. Tanto hurgar y desconfigurarme, perdí
de vista los nodos centrales de una rutina productiva. Quizá migrar a esta ciudad
tan ciudad, a esta cárcel sin viento, a este gris sin estepa, a este
almacenamiento de vidas enlatadas, a esta crisis permanente en la que vivo
desde que descubrí que el estrés existe y que se vuelve crónico en algunos, en
mí por ejemplo. Este lugar repleto de no lugares. De espacios públicos de los
que los públicos huyen en cuanto pueden.
Aprendí a esquivar a las personas en las veredas pequeñas e
inmensas, a evitar la gota de aire acondicionado que amenaza siempre a
precipitarse sobre el bolso de cuero de producción en serie, a no mirar a los
ojos a las personas cuando se desata la guerra por quién se queda con ese
asiento del colectivo, y a pasear con apuro, a correr bajo la lluvia
coleccionando paraguas de puestos ambulantes, a percibir en los rostros ajenos
la desidia frente al día que acaba de comenzar.
Y la tonada que creía neutra desapareció con el correr de
los meses, de los años. Me calcé los tacos, me busqué elegante, me volví
invisible. En la urbe, en hora pico, degustando mi décima dosis diaria de
dióxido de carbono, soy sencillamente una más. Ahora soy pesimista, excepto
cuando me enfurece el pesimismo de los otros y comienzo a sonreír a quienes no
están preparados para ese choque enérgico.
Aporteñarse es volverse una parte ínfima de un todo sin
mesura, insultar al vecino cuando desentonan sus ronquidos en la escena
nocturna de un edificio hastiado. Aporteñarse – que se entienda, ser porteño es
otra cosa - es apurarse, es irritarse, es depender de una agenda y de un subte
sin demoras para justificar un sueldo. Aporteñarse es adueñarse de neologismos
locales y repetirlos de modo automático por menos sentido que tenga su
sinsentido y atribuirles entonces un sentido específico, temporal, contemporáneo,
con fecha de caducidad. Y caminar en los
cruces de las anchas avenidas contemplando el neón de los teatros comerciales…
y dejarse embeber por los designios luminosos de la noche porteña. Sentir un
tango, una milonga. La nostalgia en la piel pintada de brillos oleosos y
disueltos. La humedad que dibuja el contorno de las estaciones. El otoño sepia
esculpiendo en un árbol la voracidad del tiempo, dejándolo desnudo, volviéndolo
fértil.
Y aprender a ignorar la mirada cautiva de los
insolentes.
¿Cuándo me transformé en esto?
Cuando me enamoré del
primer esbozo de luz que ornamentaba la postal vivida de un sueño errante, la
noche porteña, con ese misterio y esos rincones suyos. Me sentí insignificante.
No era yo ya el centro del mundo, hermosa ficción provinciana e ingenua. No era
yo ahora más que testigo. Un párrafo quieto del último verso de un tango
inaudito.
Única.
Lejana.
Nostálgica.
Pequeña.
Aporteñada –aporteñada, insisto – en estas grietas de Buenos
Aires.
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Imagen: Obelisco en la Plaza de la República.
Tomado de la página web Buenos
Aires Sos.