(De Javier Perpignan)
Originalmente “El Tropezón” fue un bar y
fiambrería, que entre 1902 y mediados de la década del 60 funcionó en la
esquina de Monroe y Bauness.
Villa
Urquiza tenía apenas quince años de vida cuando en la esquina de Monroe y Bauness
José Álvarez decidió abrir un bar y un almacén. Si bien no hay datos precisos,
la memoria se remonta hasta 1902: ese año “El Tropezón” llegó al barrio para
quedarse. Tiempo más tarde se sumó su primo, Celestino Ramos, y juntos
manejaron el negocio durante décadas. Tanto Álvarez como Ramos eran oriundos de
España y cada familiar que inmigraba trabajaba en “El Tropezón”, hasta que
encaminaba la vida hacia otros negocios. A mediados de la década del 30 llegó Ángel
Álvarez, sobrino de José, quien permaneció en el negocio durante seis décadas.
Hoy, con 87 años, Ángel recuerda sus
épocas en el primer Tropezón: “Tenía quince años cuando llegué. Yo estaba en la
fiambrería e iba a la escuela para cumplir con el sexto grado. Después fui a la Academia Ferro para
practicar un poco”. Sobre la distribución de los espacios, el sobrino de Álvarez
lo recuerda perfectamente: “La despensa daba hacia la esquina de Bauness y el
bar hacia Monroe”. En aquel barrio de la década del 40 la vida era mucho más
tranquila, aunque ya se presagiaba el ajetreo por venir: “Me acuerdo de la Academia Pitman ,
que estaba ubicada enfrente
-rememora Ángel-. En los días de verano, cuando
abrían los ventanales, se escuchaba el ruido de las máquinas de escribir. Era
impresionante. Era una esquina bastante tranquila, salvo cuando jugaba Boca y
en la pizzería de enfrente había lío”.
TROPEZÓN QUE NO FUE CAÍDA
A medida que pasaron los años, la esquina
de Monroe y Bauness se transformó en uno de los puntos de encuentro del barrio.
La fama del lugar se acrecentó por los exquisitos fiambres, sobre todo el jamón
crudo, y el bar, parada elegida durante muchos años: “Allá hice de todo: café
express, atendía la gente en las mesas, cortaba los fiambres. Como la mayoría
de la clientela provenía del tren, abríamos a las seis de la mañana”, recuerda Ángel.
Por la puerta del local pasaba el tranvía 35, que unía Villa Devoto con Plaza
Italia. Siempre que llegaba a la esquina de “El Tropezón” uno de los
conductores de la línea detenía la unidad para bajar y beber una copita de
licor a escondidas, detrás de la máquina de café, para que los pasajeros no lo
vieran.
A fines de la década del sesenta, la
situación había cambiado. El edificio estaba muy deteriorado y los costos para
un arreglo superaban ampliamente los beneficios que dejaba el negocio. Ante
esta situación, el final fue inevitable. “Nos fuimos de allí porque el lugar ya
estaba viejo, había problemas con los desagües y no podíamos combatir a las
ratas”, relata Ángel.
Sin embargo, “El Tropezón” no dejó de
existir. El 7 de octubre de 1968 reabrió las puertas en el nuevo local de
Bucarelli 2154, en esta oportunidad como un pequeño supermercado. Con los años,
bajo la administración de María Ramos, hija de Celestino y la única que está
trabajando desde 1968 en forma ininterrumpida, junto a su esposo Carlos
Sánchez, se afianzó entre los vecinos como centro de compras, por lo que el
lugar quedó chico.
Con el progreso se anexaron unos 2.150 metros cuadrados ,
por lo que se pudo mejorar la atención a los clientes. Se agregaron nuevos
sectores de carnicería, verdulería, fiambrería y panadería. Eso sí, siempre con
Ángel detrás del mostrador. “Estuve 60 años en ‘El Tropezón’. Unos treinta años
allá y otros treinta acá. A mí me gustaba la fiambrería por el trato con la
gente, que siempre nos acompañó. Del viejo local lo único que quedó es un
ventilador con astas de madera que sigue funcionando, nunca se descompuso”,
concluye.
Una metáfora de los más de 110 años de
vida que ya tiene este viejo almacén de barrio.
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Imagen: Interior de “El Tropezón” a mediados de la década del 30. (Foto propiedad de la familia).
Imagen: Interior de “El Tropezón” a mediados de la década del 30. (Foto propiedad de la familia).
Nota tomada del periódico barrial “El Barrio”.