La cantidad anual de inmigrantes que a partir de 1857 ingresaba a la República Argentina, por el puerto de Buenos Aires, era ya considerable. Para fundamentar esta afirmación es necesario tener en cuenta dos aspectos: por aquellos años el país denunciaba signos pero no resultados de transformación y en Buenos Aires, donde se encontraba buena parte de la población, permanecía la imagen y el proceder propios de gran aldea; el otro se refiere a la no existencia de emigrantes en cantidad anual significativa, o sea en relación al número de ingresados.
Pero el flujo inmigratorio cobra impulso y se alza a partir de 1873, luego se transforma en corriente tempestuosa desde 1887. El país acusa un desborde de difícil control. El número anual de emigrantes es un índice revelador: el retorno obligado es el símbolo de la esperanza frustrada.
No se había previsto una inmigración tal, aunque las esferas gubernamentales la anhelaran. Como idea se había aceptado su conveniencia, limitada siempre a los hombres de origen europeo, en cambio no se llegó a prever lo necesario para su incorporación. Como no se estaba organizado para la empresa de recepción y adaptación, se promocionó y admitió el ingreso, luego se dejó a los recién llegados librados a su propia suerte.
La asimilación del extranjero a la agricultura fue la esperanza de quienes obviaron elaborar una política en esta materia, acorde con las posibilidades del país real. No se advirtió el inconveniente de las grandes extensiones destinadas a la cría de ganados, ni al latifundio como enemigo. El inmigrante no contaba con tierras ni con útiles de labranza y las colonias agrarias sólo dieron posibilidades a una cantidad limitada. En ese entonces Buenos Aires acelera su macrocefalia, con el aporte de quienes no quieren hacer fuerte a la nación.
Los países europeos por cuestiones sociales, intolerancias religiosas y políticas, reciben con beneplácito los resultados de esta situación. La carencia de oportunidades, la discriminación y la persecución de los hombres por su creer o por su pensar, determinó la emigración a este país; un número elevado lo hizo animado por el irresistible encanto que despertó la aventura en sí misma, la tentadora propuesta de un rápido enriquecimiento.
Los resultados aún hoy sorprenden: entre 1860 y 1890 el crecimiento demográfico de la República Argentina fue en proporción superior al de los EE.UU.
El país comienza a transformar su fisonomía y en Buenos Aires nace el proletariado urbano, como consecuencia del proceso de industrialización. En 1830 el país contaba con 6 fideerias y 35 zapaterías, 23 años después en 1853 esa cantidad se incrementa a 19 fideerías y 697 zapaterías. Las casas de carruajes eran 2 en 1853 y en 1887 sumaban 84. En cuanto a las destilerías de licores, de las 4 existentes en 1853 nos encontramos con un total de 98 en 1887.
En este contexto y por distintas razones, prolifera una actividad poco explotada en razón de los escasos requerimientos; antes había sido emprendida con espíritu de aventura, sin perjuicio de algún rédito monetario. Hasta se podría decir que se trataba de cierta afición, que en muchos casos obligó a emprenderla de manera itinerante. Me refiero a la del fotógrafo, al establecimiento industrial y comercial dedicado a la explotación del daguerrotipo y luego de la fotografía.
Hasta la presencia masiva de inmigrantes, la foto no dejó de ser una exclusividad para determinados grupos de la vida social. El inmigrante fue un consumidor de este nuevo medio. Para los marginados en la vieja estructura social, me refiero al indio incorporado de hecho, al gaucho domesticado, a los negros y mestizos y a los pobres en general, limitados a una elemental subsistencia, la fotografía siempre estuvo al margen de sus intereses. Si la imagen de ellos fue fijada se debió a lo atrayente del tema, como documento gráfico y no por solicitud de los fotografiados.
El inmigrante venía con diferentes conocimientos, otras aspiraciones y, además, necesitaba mantener vínculos de comunicación con los suyos, con los que quedaron en el lugar de origen. Para informar, para entusiasmar, para fanfarronear y a veces, desgraciadamente, para engañar, la fotografía representó un medio difícil de reemplazar por la comunicación epistolar: entre ellos, los inmigrantes, el índice de analfabetos era elevado y los semianalfabetos no escaseaban.
De los establecimientos industriales existentes en la ciudad de Buenos Aires, por el año 1887, el número de casas de fotografías era de 27. Las estadístitas consultadas registran alrededor de 94 diferentes actividades con una cantidad inferior de establecimientos y sólo 39 con mayor número. Cuantitativamente el alcance era significativo, aunque esto no comprende la importancia de los mismos ni el número de operarios que en ellas se desempeñaban.
Atendiendo a otras razones, generadas en la transformación casi espontánea de la Gran Aldea y su incorporación al conjunto de las ciudades en vías de industrialización, aumentó lo que se denomina la mala vida porteña, más una cantidad de malos hábitos; éstos sin estar inscriptos en ella comprenden un espacio periférico, están circunscriptos: el consumo de alcohol y tabaco son dos ejemplos.
De Europa nos afecta una onda expansiva que irradia machismo. En un medio ya predispuesto, se impone entre los hombres prejuicios hacia pequeños menesteres vinculados con el aseo personal y con la vestimenta. Por propensión ya manifiesta, las primeras víctimas se encontraron entre los malevos, guapos y cuchilleros criollos. El resto de la sociedad no fue inmune ni lo procuró.
En algunos casos este comportamiento fue estimulado por sus beneficiarios y por otros que, en razón de sus necesidades, efectuaban las tareas mal vistas: me refiero al lustrado del calzado, que da origen a los salones de lustrado, con sus lustradores de calzado, y a los lustrabotas ambulantes y, a veces, cuentapropistas.
La cantidad de salones de lustrado de calzado no le fueron en zaga a los establecimientos dedicados a la fotografía: en el cuadro de actividades laborales de la ciudad de Buenos Aires correspondiente al año 1887 aparece un total de 21 establecimientos.
Con la transformación social en Buenos Aires, el aumento de la población y su desarrollo industrial, aparecen los barrios, las plazas, los parques y algunos lugares para el sano esparcimiento. Los trabajadores sólo disfrutaban de ellos un día a la semana y, casi siempre, limitado a unas pocas horas: para los ocupados en relación de dependencia la jornada alcanzaba en muchos casos a 14 horas. Lo contrario ocurrió con los lugares llamados de perversión, pues eran frecuentados por la noche.
El día domingo será entonces para las familias cristianas creyentes día de guardar, pero para todos los niños humildes significó la única posibilidad de pasear, tomados de las manos de sus padres o con sus abuelos. En este dilatado período es cuando aparece el vendedor de globos y juguetes.
Pero socialmente estas tres actividades no fueron clasificadas de igual manera. Alguna documentación de la época lo refleja: junto a otros, los lustradores de calzado fueron agrupados bajo la denominación genérica de industrias y artes manuales y los fotógrafos como profesiones liberadas. En cuanto a los vendedores de globos y juguetes no figuran especificados o bien están incluidos entre los varios.
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Foto: Llegada de inmigrantes al puerto de Buenos Aires (Foto:AGN).