(De Ezequiel Martínez Estrada)
Las ordenanzas para la edificación en Buenos Aires han
previsto la posibilidad de una población estable de cincuenta millones de
habitantes. Con dos millones doscientos y tantos mil (1) puede con honra ser la
capital de un país de setenta millones de habitantes. Cuando crezca conforme a
la previsión de los ediles, la población del país cabrá en su ejido. Y ése es
el camino que lleva.
Lo que no quiere decir que sea una ciudad desmesuradamente
grande, sino más bien que nuestro país tiene cincuenta y ocho millones de
habitantes menos de los que debiera, según la ley demográfica del crecimiento de las ciudades. Un déficit
que no consta en los censos usuales, sino en los que nosotros levantamos
clandestinamente.
En vez de preguntarnos, como hasta ahora, por qué ha crecido
fenomenalmente su cabeza de virreina, debemos preguntarnos por qué el cuerpo ha
quedado exánime. Antes el problema no nos inquietaba y más bien era motivo de
recóndito orgullo; porque tener una cabeza fenomenalmente grande suele ser
indicio de excelencia mental, para el que calcula por metros. Nos poníamos la
cabeza enorme como si metiéramos la nuestra en la arena, con lo que ya era
grande como la pampa. Y en ese orgullo de cefalópodos y rátidas estaba
precisamente el drama de la pequeñez.
Empezamos a darnos cuenta que no era la cabeza demasiado
grande, sino el cuerpo entero mal nutrido y peor desarrollado. La cabeza se
chupaba la sangre del cuerpo.
¿Debió tener a la fecha setenta millones de habitantes la República? Sí. Todo
concurría a ello, desde los privilegios naturales del suelo y el clima hasta
las garantías constitucionales para todos los hombres de buena voluntad.
Si algún obstáculo se opuso al desarrollo armonioso de ese
cuerpo de tres millones de kilómetros cuadrados, habrá sido creado por los
mismos órganos encargados de regir su crecimiento. En efecto, atribúyase la
rémora a los arquitectos de la opulencia metropolitana, porque creyeron en sus
anhelos de grandeza a ultranza, que podían ellos mismos constituir un plan de
colonización. Se ocuparon de atraer la atención sobre sí, en su papel de
constructores denodados; metieron la cabeza en la ciudad de Buenos Aires y
pensaron que lo mejor sería esperar la madurez de los frutos del experimento.
Resultaron ellos hombres admirables.
Desde 1853 toda la política consistió en atraer capitales y
brazos para aplicarlos a las industrias nacionales, que se estudiarían y
crearían después. Llegaron los capitales y los brazos, unos y otros con su plan.
Nosotros no sabíamos siquiera por dónde empezar. Los capitales obedecían a las
leyes universales de la riqueza y los brazos a las leyes universales del
trabajo. Unos y otros quedaron junto al muelle por si tenían que volverse,
mientras las empresas de colonización traficaban con la industria de los
pasajes y nos fletes.
No se alejaron mucho de Buenos Aires los capitales ni los
brazos, ya que entre sí habían llegado a un convenio privado. Casi todos los
capitales se aplicaron a explotaciones urbanas o vinculadas estrechamente con
la urbe. Tuvieron aquí su sede central y el nexo de entronque con otras
empresas, constituyendo la estación de conmutaciones y de circulación de la
riqueza, con nosotros adentros para que no nos quejáramos.
En el interior estaba el peligro, la incógnita del desierto,
que desde Sarmiento fue un programa entero de gobierno y desde Echeverría un
tema económico y poético.
Con esos aportes destinados al interior, pero siempre
interceptados en su curso por la capital, Buenos Aires creció conforme debió
hacerlo por contribución de las provincias.
La situación geográfica e históricas de Buenos Aires y la
condición de desventaja fatídica de los países limítrofes la predestinaban a su
actual grandeza, pues su hegemonía estaba decidida desde antes de existir.
Pero mientras devanaba un sueño de trescientos años, el país
quedó enjuto, anémico, tendido a lo largo y a lo ancho de su soledad. Buenos
Aires tenía la responsabilidad del progreso de varias naciones, como la tuvo en
la independencia de América. Por eso es,
más que un problema de todo el organismo nacional, un
problema sudamericano. Era no sólo la cabeza para representar un papel de
gigante, sino para pensar en lo porvenir.
Cuando sea llamado a rendir cuentas –y esto siempre ocurre–,
no sabrá cómo litigar su absolución. Únicamente podrá alegar que estaba
condenado a la suerte de los seres teratológicos, que es la de vivir para sí
mismos y no para la especie.
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(1) Actualmente casi cuatro millones en el Gran Buenos
Aires. (Son datos a la edición de este libro: año 1957. (N. de la Red.).
Imagen:Tapa de la segunda edición del libro.
Tomado del libro de Ezequiel Martínez Estrada: La cabeza de Goliat, Editorial Nova,
Buenos Aires, 1957.