(De Roberto Díaz)
Un domingo a la tarde, cuando el silencio se espesa sobre el
barrio y las ventanas dejan traslucir un vago grito de gol que prolongan las gargantas de Muñoz o Yiyo Arangio y ni
siquiera un perro se atreve a transitar por este frío (por esas lentas estaciones de los perros que son los árboles),
nosotros, empujados tal vez por ese duende íntimo que siempre nos conversa y
esa manía que tenemos de salir a la calle a buscar los recuerdos, caminamos
como quien avanza ansiosamente a encontrar su llavero perdido, una palabra que
no dijimos a tiempo y nos duele en la boca, o quizá, hallar a aquel mocoso que pelaba, anhelante, el papel
de plata de un chocolatín “Águila”.
¿Adónde vamos? La tarde se presta a encerrarse en el living, a mirar esas viejas películas
norteamericanas proyectadas infinidad de veces, como si quisieran que
aprendiéramos los diálogos de memoria. O quizá a introducirse entre frazadas y
a quedarse muy quieto, esperando que llegue el sueño de la siesta o a fabricar
un barco de madera con la secreta esperanza de colocarlo, luego, dentro de una
botella o arreglar un enchufe o una canilla que gotea.
Pero los fantasmas están inquietos. Se pasean, nerviosos,
por las venas, quieren recordar algo. ¿Qué será?
Llegamos tiritando al lugar donde quedaba aquel baldío. Quedaba es la palabra con olor a pasado.
¿Pasado? Pero si fue ayer; hace,
apenas, un chocolatín que estaba, apenas un partido de balero, que corrimos por
el pasto, que subimos, bajamos, reímos y soñamos.
Un edificio de varios
pisos nos contempla en silencio. Un portero eléctrico nos mira invitándonos a
tocar todos los timbre y salir corriendo. Se escucha el llanto de un bebé
detrás de una persiana de plástico. El baldío no está. Tampoco existe lo que
vinimos a buscar con alma de esquimal, por entre el frío.
Nos quedamos esperando que alguien, tal vez el duende de adentro nos diga la respuesta.
Y de pronto la magia comienza. Comienza a sonar una
musiquita tenue, un valsecito ingenuo y aparecen los chicos. Decenas de chicos.
Trepan a los caballos, giran los volantes de los autos, de los aviones, se
agarran de las orejas de un oso, de un leopardo o se aferran al fierro con la
mano izquierda para dejar en libertad a la derecha, esa que busca afanosa arrebatar del brazo escurridizo la recompensa
de una vuelta gratis.
Pasea, lentamente, un imaginario matungo, cansado de dar vueltas. Un hombre rengo pide los boletos.
Es domingo, compramos una bolsita de manises
y arrojamos las cáscaras a los yuyos. La tarde también viene a jugar; el sol se
sienta en un banquito; el viento se cuelga de los flecos del toldo, hace
piruetas. El tiempo llega corriendo por la esquina, se sienta sobre un pato de
madera y nos mira. Nos llama: “a vos te digo, vení”, y nosotros, tímidamente,
avanzamos. Cruzamos la puertita de alambre, vamos hacia el hueco donde el señor
rengo nos espera y compramos un único boleto. “Podés elegir –nos dice el
tiempo, cuando subimos–. Es todo para vos”. Y entonces montamos en un caballo
blanco y saludamos con la mano al viejo y el barrio gira y la gente gira y
nosotros buscando todavía la sortija,
tan grandes y aún buscando la sortija que
nos premie. Que nos haga dar una vuelta interminable por la vida.
Volvemos cansados del paseo. Muñoz y Yiyo Arangio todavía
está gritando su gol inacabable. La
tarde se marchita entre las azoteas. El recuerdo aún da vueltas como la
calesita de la infancia.
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Imagen: Calesita del Parque Saavedra (Foto ruderoliv).
Tomado del libro Crónicas para el
desayuno (firmado con el seudónimo de Cyrano)
de Roberto Díaz.