(De Rubén Derlis)
Todos los padres, y algunos tíos con verdadera vocación de “tiato”, pudimos recuperar parte de nuestra niñez acompañando los primeros años de nuestros hijos. Nos mezclamos con sus juegos participando en ellos, tratando de enseñar los viejos, intentando aprender los nuevos, y no pocas veces lo hicimos en franca competencia. Tengo para mí que cuanto mayor era esa participación en lo lúdico, involucrándonos sin prejuicios en su mundo de fantasía, más cerca estábamos de ese ser en formación que por un momento nos sentía su igual, mientras rescatábamos con diafanidad, para revivirlos, instantes invalorables de nuestra lejanísima chikés (bella palabra del ladino para nombrar la infancia.)
Cada época tiene sus juegos y éstos sus propias dificultades, por lo que todo padre deberá a su tiempo prepararse para afrontar los riesgos. En mi caso particular, nunca gané una batalla de transformers: aún estaba convirtiendo en brazos las ruedas del extraño vehículo, y ya el monstruo del adversario me pulverizaba con sus cohetes. De los videojuegos, ni hablar: el Atari y el Nintendo eran literalmente cosas de niños en la digitación de mi hijo, en tanto que yo no sabía distinguir ni adversario ni obstáculos. Con las Tortugas Ninjas me fue mejor; acaso porque sus apariencias eran menos grotescas, tenían cierto viso de realidad; además de los muñecos articulados llegaron las figuritas autoadhesivas, que para mí ya era otra cosa, y me alegré: en nuestro nuevo entretenimiento, estaban de algún modo mis recordadas figuritas Gran Capitán. Entre los dos llenamos el álbum con gran regocijo. Lo que nunca le dije a mi hijo: que al pegarlas extrañaba el mantel de hule y el engrudo hecho en casa con agua tibia, harina y unas gotitas de vinagre.
Es imposible substraerse a la tentación de enseñar a los hijos los juegos que ocuparon nuestra niñez; siempre lo intentaremos. Nos escucharán con atención y observarán las demostraciones; acaso intenten probar con algunos de ellos, pero los resultados serán magros. En el mundo de la tecnología y la robótica les parecerán rudimentarios –en rigor, lo son– primarios, nada sofisticados, más hechos para la habilidad y los malabarismos que para la deducción inteligente. Las bolitas, la billarda, el trompo, les resultarán tan extraños como para nosotros lo fueron el diávolo o el aro; esto se repetirá en los hijos de los niños de hoy, cuando sean padres. Así que el trasvasamiento de mis conocimientos de homo ludens a su naciente ludidad no aportó los resultados que eran de esperar; no movían su interés un ápice. Las figuritas, más que para jugar eran asunto coleccionable; el yo-yo, aunque ahora musical y de brillante plástico, fue dejado de lado sin miramientos; trompos panzones de aguzada púa, ya no había; y en cuanto al balero, con la primera sacudida brusca de su mano, logró una frente achichonada; a su exclamación de dolor no agregó una lágrima, pero miró a la bocha con rencor y la dejó a un costado en actitud de nunca más. No hubo nuevas tentativas. Terminaban así mis nobles intenciones de comunicador cultural rubro juegos y entretenimientos infantiles.
Los compañeritos de mi hijo tampoco hicieron suyos estos juegos. Interioricé a un amigo de mi fracaso pedagógico e intenté desarrollar una teoría al respecto sobre esta negativa infantil. Mi amigo respondió, contundente: “A elegir, no dudarías entre una Ferrari o una carreta. Con los chicos es igual, no les interesan los juguetes del subdesarrollo”. Ahí me di cuenta de que hacía un largo rato ya que las pilas le habían ganado a la cuerda, y que ahora el chip se había aliado a aquéllas para exterminar a los juegos de destreza manual y a los últimos juguetes necesitados de la imaginación para cobrar vida.
Así como creo que las figuritas han sobrevivido porque tocan otras de las aristas del humano: el afán de coleccionar, acerca de cuya intencionalidad mejor podrá esclarecernos la paciente labor investigadora de la psicología, también estoy convencido de que fue la generación posterior a la mía (la que jugó hasta fines de los 60) la que mantuvo vigente los juegos a los que me he referido; la que le siguió a ésta firmó el acta de defunción, las posteriores ya no recuerdan ni cuándo ni dónde fueron enterrados.
Antes de elogiar al balero, permítaseme hacer primero su reivindicación.
Nuestro balero, que no es el boliche de los españoles por más que la Real Academia en la entrada de esta voz se empeñe en remitir a aquélla; puede parecerse pero no es igual. Dice la RAE en boliche: “Juguete de madera o hueso, que se compone de un palo terminado en punta por un extremo y con una cazoleta en el otro, y de una bola taladrada sujeta por un cordón al medio del palo y que, lanzada al aire, se procura recoger, ya en la cazoleta, ya acertando a meterle en el taladro la punta del palo”. Destaco las palabra hueso y cazoleta porque nuestro balero nunca fue de hueso y jamás supo de cazoletas. Además, si en un extremo está el palo, y en el otro la cazoleta, ¿cuánto sobresale de palo la dichosa cazoleta para poder atrapar e inmovilizar la bola, y cuál es su forma y tamaño? Muy confusa la académica explicación. De todos modos, allá los españoles jugando con su boliche; a nosotros nos apasionaba el balero.
No escapará al lector, luego de haber leído la definición, que boliche y balero no son la misma cosa. Por lo tanto, el balero que todos conocimos bien merece tener su propia entrada como americanismo, argentinismo, o lo que fuere, además de su etimología, es decir: pulcramente y bien vestido para ingresar en la que limpia, fija y da esplendor –según pretensión de los ilustres censores del idioma–, o en el cementerio de palabras, como habría dicho el Cronopio Mayor.
El balero no es de reciente creación; los hubo en distintas épocas y en casi todos los países, tanto de Oriente como de Occidente. En todos ellos, la finalidad del juego siempre fue la misma: embocar el agujero de la bocha en un palito; donde difieren es en las formas, ya que los hay de distinto formato. Con los de tipo “clásico”, es decir, el que todos conocemos, en la corte de uno de los últimos Luises de Francia se jugaba a rabiar; el mismo rey solía hacerlo con el propio, que era de oro. Como si lo estuviera viendo a este Luis número tanto con la bocha abultándole un bolsillo, el palito en el otro y el piolín cruzándole el bajo vientre, recibiendo a un embajador y su séquito en los salones de Versalles; sacado a los apurones de su juego, no tuvo tiempo de guardarlo bajo llave; porque un balero de oro no es como para dejar tirado por ahí nomás...
¿Jugaban nuestros niños indígenas al balero? Seguramente; porque ¿a qué no jugaban los originarios de estas tierras antes que los colonizadores trajeran los suyos? No sé si lo imagino, o mal recuerdo, más creo haber visto un antiguo grabado donde un grupo de chicos reunidos en un hueco –aún no plaza– está pendiente de la suerte del que ansía embocar, bocha en el aire. Y esto era durante los tiempos de la Colonia.
En el siglo pasado, el balero –nuestro balero– conoció su mayor esplendor. Hubo jugadores sumamente expertos y otros chambones, en esta destreza infantil que requería concentración y muchas horas de entrenamiento. En la década del cuarenta, cuando hice mi debut, era una adicción, aunque desconocíamos el término. Cada pibe tenía su balero; rara vez se prestaba; no por egoísmo, sino porque era raro que alguien lo pidiera, ya que cada uno estaba dedicado al suyo, pues tenía sopesado el volumen al esfuerzo de su mano. Además, cada estructura respondía a sus preferencias: largo de piolín, peso de la bocha; sabía si el agujero estaba en total verticalidad con el hilo, o un tanto desfasado; y el diámetro de la boca. De aquí en más, todo era maña. Jugar con un balero desconocido redundaría en dar changüín (como decíamos, por changüí) al contrincante.
Nuestros baleros estaban hechos de cedro –los caros– y de maderas blandas: sauce y álamo, entre otras –los baratos–. Los primeros eran casi un lujo al que pocos podían acceder; así y todo nunca resultaron ser los favoritos, ya que su dureza imposibilitaba enchincharlos. Las chinches, en el balero, además de dotarlo de mayor peso –cosa sumamente necesaria para una mejor estabilidad de la bocha–, eran el máximo orgullo; con ellas ostentábamos nuestra riqueza, ya que ahorrábamos las monedas de ocasionales mandados retribuidos para comprar las más redondeadas y doradas, hechas a propósito para tapicería. Hubo osados que no dudaron en quitarlas de los respaldos de las sillas de la sala haciendo palanca con un destornillador, lo cual, como era de suponer –incluso por el mismo depredador– terminó en fenomenales palizas. Pero es sabido que la historia la escriben los valientes.
Una lata de conserva, un hilo inservible, cualquier ramita previamente descortezada, y ya tenemos un cuasi balero o balero para emergencias, hecho por los pibes cuyas familias hacían peligroso equilibrio sobre la extrema pobreza, o confeccionado a propósito para hermanitos menores, caprichosos y pedigüeños; estos artefactos socorrían a los que los tenían, poniendo a salvo a su balero de verdad y sus doradas condecoraciones, del seguro maltrato infligido de caer en las temibles manos de esos despiadados.
Mi primo Félix supo tener un balero superstar; un balero Fórmula 1, un balero best, un balero a propósito para competencias mundiales en caso de haberlas habido, un balero para una Expobalero. Era tan balero que algunos de los que se maravillaron con él en la plazoleta de Juan B. Justo y Terrada todavía lo recuerdan. Íntegramente tachonado con grandes chinches plateadas. Cosa nunca vista. Relucía como los paragolpes de un automóvil. Y no era para menos: las chinches estaban cromadas. Su padrino, que poseía un taller donde se hacían estos menesteres, fue el artífice de tal obra. Esta pieza artesanal fue la envidia de todos los pibes del barrio hasta que dejaron los pantalones cortos.
Las modalidades de este juego: la puñalada, el tintero, la periquita, el mediomundo, las catorce provincias y todas las que se iban inventado, nos obligaban a largas horas de dedicada práctica antes de salir a la palestra a demostrar nuestras habilidades o a retar al ocasional contrincante. Una partida corta era a cincuenta “simples” con “hilito”, es decir, recogiendo el piolín por su mitad para ayudar a la bocha en su recorrido de emboque. Pero esto era para los primerizos; los iniciados podíamos jugar a doscientos: cien “sin hilito”, cincuenta “con hilito”, y el resto repartido entre las varias modalidades, finalizando siempre, por ser este lance el más difícil, con cinco “tinteros”. Sin reglas fijas, todas las alternativas se acordaban de antemano.
Llegar tarde al colegio, demorarse en los mandados, olvidarse de los deberes escolares, de limpiarse las uñas, las orejas o las rodillas siempre eran faltas que nuestras madres atribuían, y con razón, a “¡ese bendito balero!”. Así y todo, fue el que mejor nos acompañó durante la niñez: portátil, lo llevábamos a todas partes porque no había barrio donde no se jugara con él. El piolín cruzado de bolsillo a bolsillo delatada al adicto, y ese otro consumidor que aún no conocíamos, como acusaba iguales síntomas, desenfundaba sin más su balero como una pistola de paz, y acordando en un “a doscientos con hilito”, aceptaba el reto de una futura amistad. Por eso nunca existió una asociación de balerómanos anónimos.
Ninguno de los que lo jugábamos debe recordar el momento en que aprendió, ya que nos resultó tan natural como comenzar a leer de corrido, a no perdernos en nuestro primer mandado, o como los incipientes dibujos hechos con creatividad y soltura porque nadie nos ordenaba pintar de marrón el tronco de un árbol y de verde su follaje. Habíamos nacido con el balero aprendido; el perfeccionar su dominio fue cuestión de vocación y días de empeño. Sin ser juguete, sino más bien instrumento para ciertos juegos, gozó de las prerrogativas de aquél, ya que fue el único a guardar debajo de la almohada a la hora de dormir, tal si fuera un apéndice del cuerpo al que se debe separar durante el reposo, para mantener protegido cerca de uno.
Hojeando los fascículos de Diario íntimo de un país, que editó La Nación hace ya unos años, me encuentro con una infografía del balero. Me resultaron un tanto extraños los datos que allí se consignan por la precisión que se pretende darle a sus medidas, como que si no fueran ésas no es balero. Así dice entonces que el diámetro de su bocha es de 6 cm; 4 cm de embocadura; un mango de 8 cm más 4 cm de lo que el redactor llama el palillo, que hacen del largo de la pieza un total de 12 cm; y un hilo de 40 cm. Sin embargo nada dice de lo principal: el diámetro del agujero en la bocha. Y ni una mínima referencia a las chinches, que no son cosas como para no tener en cuenta o haberlas olvidado. Para colmo de la ridiculez, dice, textual: “El mango [...] era común hacerlo con la pata de una silla en desuso” (¡!). El autor no aclara si Chippendale, regencia, imperio u otro estilo. De haber poseído tal acopio de información, cuando embocábamos una tras otra, quién hubiera podido soportar nuestra petulancia. No señores, no hubo medidas uniformes, exactas; la uniformidad fue un más o menos; los había grandes y pequeños, con mango más fino o más grueso, más corto o más largo, y el piolín era a piacere. ¿O se pretende construir un balero prototipo y luego estandarizarlo, ahora que ya no existe más?
De ser así, convendría ir pensando en un patrocinador que los financie. En tanto los publicistas efectúan interconsultas para determinar en qué lugar de la superficie destacará más el nombre de la empresa, llevar a cabo una agresiva campaña publicitaria en todos los medios de difusión, y un concienzudo estudio de mercado para evaluar los réditos económicos que proporcionarán los torneos, más las camisetas, los pósteres alusivos, los bolígrafos, y demás artículos de merchandising. Los baleros firmados por “baleristas” internacionales (todos vestidos igual y con gorritas de visera, acompañados de jóvenes, bellas, y atolondradas muchachas rubias) vendrán después. Con suerte, habrán logrado resucitar una cosa bastante parecida, que está a años luz, en espíritu, de lo que fue nuestro balero.
Debo decirlo: conservo mi balero, con sus pocas chinches que no llegan a cubrir ni la mitad de la esfera; pero las monedas no daban para más. Está en algún cajón; de tenerlo a la vista, haría como los ajedrecistas que se asoman a un tablero siempre abierto con una jugada a resolver: mientras van de un lado a otro de la habitación haciendo otras cosas, lucubran la movida y regresan a hacerla. En mi caso, tomaría el balero –el mismo de mis años niños y chinches desparejas–, serenaría el pendular de la bocha con una leve presión sobre la misma, y haría unos tiritos “simples” para aliviar tensiones o desestresarme.
Pero no estoy siendo sincero: una vez lo hice, y sucedió que me fui por el piolín a los días de mi infancia. Me encontré de pronto en el patio embaldosado –blanco y negro– que daba a la puerta despintada de nuestra pieza única, donde estaba mi padre, recién llegado de la panadería, sentado frente a su plato, mientras mi madre, sirviendo el mío, me llamaba: “¿Qué estás esperando? ¿No ves que se enfría la comida? ¡Ese dichoso balero!”. Comprendí que ya no era un juego; y si de alguna manera aún lo seguía siendo, le estaba jugando a mi niño –que todavía no se había sentado a la mesa–, y al que sería más que imposible ganarle.
Por eso está guardado.
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Ilustración: Jugando al balero, dibujo de Omar J. Blanco.