(De Héctor Sosa)
“En mi cabeza tengo cuatro botoncitos. El botón de no escuchar, el de callarse la boca, el de desaparecer y el botón de ataque. Con eso resuelvo todas las situaciones”, así sin muchas vueltas y con filosofía de veredas y calles de barrio Pappo Napolitano plantaba y marcaba una cancha imaginaria sobre su pensar.
Muchas veces teñido de disloques ideológicos y otros más cercanos a la tierra, especialmente cuando su bocaza hablaba a través de las cuerdas de la guitarra.
Dos nacimientos le adjudican a Pappo sus seguidores de vida: uno en Santa Fe, el otro en La Paternal, barrio de fierros, blues y árboles de tiempo esperar. Todos coinciden que fue en 1950.
La mayoría de sus amigos, familiares y mujeres de negro inclinan la balanza hacia el barrio de cuatro y cinco esquinas a destajo.
“Era feliz en su casa de Artigas y Camarones rodeado de su hermana, de su perro Cactus y de un par de amigotes de esos que no piden permiso para abrir la heladera”, cuenta Andrés, viejo quiosquero del barrio.
En un reportaje exclusivo que le hicieron, con motivo del centenario de La Paternal, le preguntaron: “¿Qué es La Paternal para vos, Pappo?”, a lo que el Carpo respondió “¿Cómo qué es La Paternal para mí? La Paternal es mi casa... A pesar de que me fui mil veces, siempre regresé a mi barrio”.
Ese era Pappo. El que hace mil años, a fines de los 60, huyó de los primeros Los Abuelos de la Nada porque consideraba a Miguel Abuelo “un hippie como el Che Guevara”; el que le puso rock al beat de Los Gatos; el que entró en los 70 endemoniado por obra y gracia de Jimi Hendrix, el Eric Clapton de Cream, Muddy Waters y Albert Lee; el que fundó sin proponérselo una mitología a través de una personalidad monolítica y sin mayores matices: lo suyo era el rock and roll y el blues, la casa familiar de La Paternal, el taller mecánico de su padre, la Harley Davidson , el Chevrolet y las mujeres, si eran rubias: la gloria.
El que iba y volvía de los tugurios del bajo Londres o los que se encontraban al borde de la ruta 66, en los Estados Unidos.
El que iba y volvía de blues y el rock (chato, brillante o metálico).
El que iba y volvía del taller donde trabajaba en la avenida Warners.
El que, como buen tano, la vieja y el viejo jugaban en su cabeza y en su endemoniado punteo de viola. “Qué nos ocurre después de tanto tiempo, reflexionamos al vernos al espejo; qué es lo que pasa, me estoy viniendo viejo, no se ya qué pensar, si ya no se qué es lo que pienso”, decía en “El viejo”. “Mi vieja va a plaza con pancartas, con las pancartas que yo mismo le armé, ella protesta porque ya esta harta de que le afanen una y otra vez de que le afanen una y otra vez.”, decía en “Mi Vieja”.
La parca lo encontró en su propio cielo: asado, buenos vinos, un par de porros, moto, ruta y un coche de frente.
El velatorio fue ambulante. De las casas chorizos de la centenaria Paternal salían viejas, viejos, jóvenes rolingas y cumbiancheros y un ejército troyano de motos acompañó su vuelo. El mismo vuelo que lograba cuando se encontraba con B.B. King y dejaban que los ángeles y el diablo pararan sus viajes para escucharlos.
Sus amigos le brindaron su homenaje barrial en la esquina de Juan B. Justo y Boyacá.
Y el Carpo regaló su pequeño himno, de esos que parten y unen territorios. No hay principiante y no existió rockero de ley que no haya andado con “Desconfio de la vida”. Quizás el resumen de un escéptico urbano que con acordes chillados y voz pelar de “machismo” decía: “Un viejo blues me hizo recordar momentos de mi vida,/ mi primer amor,/ pero aquí estoy tan solo en la vida,/ que mejor me voy”.
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Imagen: Pappo.
Nota e ilustración tomadas del sitio Buenos Aires Sos.