4 ene 2014

David



(De Paulina Movsichoff)

Apenas llegó a la capital, David se empeñó en conseguir algún trabajo, no tanto porque la renta  que sus padres le enviaban le resultara insuficiente, sino porque deseaba liberarlo cuanto antes de la carga de mantenerlo. A través de la dueña de la pensión consiguió el empleo en una fábrica de galletas por el lado sur de la ciudad y decidió trasladarse a esa zona. Su nueva vivienda fue, pues, el conventillo que antiguamente sirviera de residencia a un Virrey. Nadie hubiera dicho que el cuarto donde ahora funcionaba el taller de planchado fuera el dormitorio de la virreina ni que en aquel patio de mosaicos pringosos en donde pululaba una heterogénea muchedumbre el Virrey jugara al tresillo con sus amigos. Ahora el edificio era un sórdido ámbito  en donde los cuartos se parecía más a palomares que espacios habitados por seres humanos. David pasaba afuera la mayor parte de  su tiempo que repartía entre la fábrica, las idas a la Facultad de Medicina y el estudio. Después de poco más de un año de vivir allí, casi no tenía relaciones entre los pensionistas. Sólo hablaba con Berenice, una de las planchadoras del taller. Era ella quien lo entretenía narrándole la historia de cada uno de los personajes con que se cruzaba en el patio y que lo saludaban como si lo conociesen de toda la vida. Pero era la historia de la propia Berenice la que lo atribulaba particularmente. Ella se lo refirió una tarde de diciembre, cuando sacaron sillas a la vereda para recibir el fresco de la calle luego de una agobiadora jornada. Trabajaba más de diez horas diarias para mantener a sus tres hermanos de los cuales era el único sostén. La madre era genovesa. Se llamaba Azucena y llegó al país siete años después que el marido. En un primer momento le pareció que jamás podía adaptarse al idioma, el mate y las dos piezas del conventillo en donde se encerraba a llorar la nostalgia de su aldea, de su madre y de sus amigos. Poco después comenzaron a venir los niños y el dinero escaseó en forma alarmante. Entonces recordó las palabras de su abuela: "A la mujer que no trabaja se la lleva el diablo" y comenzó a buscar ocupación. Como sabía coser, una amiga la conectó con el taller de costura en donde trabajó varios años como dependienta. Cada año, Azucena traía al mundo un crío y debía repartir sus magras fuerzas entre el taller, el cuidado de los niños y del marido. Con grandes sacrificios pudo comprarse una máquina de coser y esto la alivió de modo considerable, ya que en adelante no necesitó salir de la habitación. Los mayores comenzaron a trabajar en la fábrica apenas llegaron a los diez años y Berenice la ayudaba cuidando al más pequeño o pegando botones o cosiendo ruedos. Cuando murió su marido, en un accidente de la fábrica, Azucena se vistió rigurosamente de negro y siguió cosiendo. Una tarde de invierno, Berenice la encontró muerta, el dedal en la mano y la aguja enhebrada. Desde entonces planchaba. Las continuas horas de pie fueron la causa de sus várices prematuras y de un crónico dolor en la espalda. A David le resultaba penosa la idea de que aquella niña-mujer debiera pasar la vida en el cuarto de planchar. Pensaba que, si su corazón  no hubiese estado ocupado en el recuerdo de Luz, no le habría sido difícil enamorarse de ella. En realidad había desistido ya de la búsqueda. En los primeros tiempos de su llegada creyó reconocerla varias veces en la calle durante sus paseos y el corazón se le sobresaltó. Pero todo no pasó de un error. Por las noches, cansado de estudiar en la mísera pieza, se dedicaba a recorrer minuciosamente los barrios de la ciudad con la esperanza siempre renovada de encontrarla. Anduvo en todos los teatros sin que nadie pudiese orientarla sobre su paradero. El nombre de Amparo Infante y el de Luz, su hija, parecía no haber tocado jamás los oídos de aquellos empresarios a los que abordaba después de las funciones y que lo miraban con un dejo de distraída conmiseración. Cuando se cansó de los teatros comenzó el peregrinaje por la zona del puerto. Le gustaba internarse en ese atronador movimiento de marineros, inmigrantes y hampones entre los que pululaban borrachos y mujeres de mala vida que a la luz indecisa de los faroles se le antojaban máscaras trágicas. Una noche le pareció divisar a Amparo por una de las calles del centro. Había pasado varias horas deteniéndose ante escaparates inundados de chucherías, relojes, llaveros cortaplumas y sevillanas. Entre ese remolino de colores, olores y ruidos, vio avanzar a una mujer de cabellera rojiza y silueta parecida a la de Amparo que lo miraba como si lo reconociese. David se apresuró a salvar la distancia que los separaba pero cuando estuvo enfrente de ella comprobó una vez más que se había equivocado. La mujer murmuró una invitación y, cuando David la esquivó musitando una disculpa, ella lanzó una carcajada que resonó en la recova como una burla cruel.
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Imagen: Pintura al óleo de la recova de Pío Collivadino.
Tomado de la novela de Paulina. Movsichoff: Todas íbamos a ser reinas.