13 ene 2014

Juan Crisóstomo Lafinur: un filósofo y Buenos Aires


(De Paulina Movsichoff)

 Llegué pues, a Buenos Aires, esa ciudad orillada por el río color leonado, ese mar dulce que sorprendiera a Solís y que no me cansaba de contemplar en mis diarios paseos,  a esa aldea que ya nos empeñábamos en considerar grande. Por sus calles de polvo ocre en tiempo seco y de lodo gris en tiempo lluvioso pasaban reses junto al matadero, pasaban perros sarnientos, pasaba el carro del aguatero cuyas enormes ruedas se atascaban continuamente en el barro y no era raro ver a vagos y malentretenidos colaborando con los presos en el esfuerzo por desatascarlo pues ay de nosotros si nos quedábamos sin el precioso líquido que tanto necesitábamos para el aseo y para refrescarnos el gaznate porque los pozos, a pesar de ser numerosos, no proporcionaban más que agua sucia. Pasaban los lecheritos a caballo, pasaban gauchos también montados y vestidos de chiripá  que llegaban del campo en busca de una pulpería donde apurar aguardiente o algún carlón, pasaban indios pampas recién llegados del desierto, rumbo a las rejas de los vecinos a través de las cuales vendían sus matras,  riendas para caballo, las hebillas, los huevos de ñandú, pasaban mendigos perdularios, pasaban reos con las espaldas desnudas y las manos atadas para ser azotados en el cruce de cualquier calle, pasaba en fin mi ilustre y desconocida persona en busca de alguna mirada que confirmase mi existencia perdida en medio de tanto anonimato, preguntándose si era el mismo individuo que hasta hacía muy poco formara parte la milicia de don Manuel Belgrano, el mismo que se matriculó aún imberbe en Córdoba de Maestro de Artes y que ya, a estas alturas de su existencia, que no eran tan altas pues apenas había cumplido los veinte, oyera y viera tantos sucedidos que podría haber llenado, con esa caligrafía que todos admiraban, quién sabe cuánta cantidad de infolios. Me prometía que alguna vez escribiría una novela de caballería, mi Amadís de Gaula, como si de tanto imitar novelas comenzase a reconocerme más en su en su realidad que en  su representación.  Porque en aquel laberinto que fuera hasta entonces mi vida errante me parecía que esa sería la forma de  indagar la relación entre el orden del mundo y la existencia personal.
Por ahora, Eulogia, sólo puedo decirte que Buenos Aires me conquistó enseguida. Me aboqué, pues, a lo más urgente que era conseguir un lugar donde vivir. No acepté la hospitalidad que generosamente me brindó Juan Cruz. Él había llegado bastante tiempo antes que yo y tenía ya ganado un lugar en lo más granado de esa sociedad. Estuve algunos días en su casa, un enorme caserón con patio de baldosas adornado con grandes tinajones de barro y fondo con higuera, granados, naranjos y hasta parral. Yo anhelaba una vida independiente y me conformaba con mucho menos, con un cuarto pobretón en donde desparramar los libros de los que ya sabes me es imposible prescindir, los papeles que garrapateaba en las horas muertas con sonetos, décimas y quintillas y con los apuntes de filosofía tomados en las arduas clases y conversaciones con Monsieur Lavaysse, allá en Tucumán. Juan Cruz me presentó a Florencia Aguado, una solterona que ya frisaba los cincuenta y que, a falta de familia y otros recursos se ganaba el pan alquilando habitaciones. Tenía una negra a su servicio, Circuncisión, que se encargaba de lavar la ropa blanca y  también de zurcirla. Una de esas tardes lloviznosas me acompañó al que sería mi cuarto, el último de una galería que daba al patio, pues ya tenía otros pensionistas. La humedad que flotaba en el aire se colaba por todas las rendijas de la puerta y, en días de miasmas, Florencia ordenaba a Circuncisión que me sahumara la pieza para que los hedores no me empañaran las entendederas. Poco a poco me fue ganando aquella vida en la que empecé a conocer y alternar no sólo con cómicos, gente que no era considerada la nata de la sociedad, sino también con la llamada de pro. Pero esto te lo contaré más adelante. De inmediato se me presentó el urgente problema del pago del alquiler. De mi vida de soldado no traía un duro pues sabes ya del misérrimo pasar de aquel ejército de desarrapados. Comprenderás entonces que llegué a aquella ciudad, como vulgarmente se dice, con una mano atrás y otra adelante. Por esos caprichos de la fortuna, misia Florencia poseía un piano Clement heredado de un tío que viajó a París y del que nunca más se supo. Dicen que murió allí en un duelo. El piano estaba ubicado en un rincón de su sala adornada con sillones Luis XVI tapizados en terciopelo granate y cuyas paredes ostentaban  pinturas marinas. Un día me senté a él para desentumir mis dedos y ella se mostró tan entusiasmada con mis dotes musicales que cada tarde, cuando entraba de mis vagabundeos me suplicaba le tocara alguna sonata de Haydn o de Mozart pues teníamos parejos gustos musicales.

Recios aldabonazos se escucharon en la casa una de esas tardes. Circuncisión llamó a mi cuarto en donde, desde hacía algunas horas, me ocupaba en desentrañar un párrafo de Locke. Con los nervios trabándole el habla me dijo que unas señoras preguntaban por mí. Sentadas una junto a la otra en el sillón de la sala, dos mujeres, una ya madura y la otra una niña que apenas abría sus ojos a los engaños de este mundo, esperaban en un expectante silencio. Florencia había salido a sus quehaceres de novenarios y letanías, así es que no tuve más remedio que hacer yo de anfitrión. A la primer mirada comprendí que se trataba de  dos damas principales. La más grande no tardó en hablar con voz dulce aunque con un dejo de autoridad:
—Soy Clara Montalbán  de Funes— se presentó. Y señalando a la joven dijo —:Ella es Jimena, mi hija.
Contemplé con arrobo aquella figura de cautivadora languidez, de estilizada y aristocrática silueta. La dama continuó, imperturbable:
—Ayer pasamos por esta casa y escuchamos un piano. Misia Florencia nos comentó que el feliz intérprete de esa música era su nuevo pensionista, o sea usted.
  Asentí con la cabeza, sin disimular mis ojos fijos en la cara delicada de la joven, en su transparencia de porcelana, sugestiva para el pincel. De inmediato me sentí un Rodrigo Díaz de Vivar decidido a conquistar el  corazón de su Jimena. Doña Clara no cejaba en su discurso:
—He decidido que mi hija tome lecciones de piano con usted. Dígame el día que puede empezar y cuáles serán sus honorarios.
Yo no cabía en mí a causa del asombro y la satisfacción de que, de una manera tan fortuita, me viniera al encuentro la solución de mi problema monetario.
Fue así como Jimena comenzó a venir dos veces por semana acompañada de su madre, o en su defecto de la negrita que estaba a su servicio, que se llamaba Caridad. No tardé mucho en comprender que tenía un raro don para conferir emoción hasta a los ejercicios más simples, lo que me llevó a pensar que bajo aquella apariencia de etérea fragilidad se ocultaba un alma de artista.
Con Jimena comencé a vislumbrar lo precario de mi situación. Si bien Juan Cruz me había presentado ya a personas que se destacaban en el medio, la pobreza de mis recursos me inhibía el frecuentarlas. Soñaba con vestir a la moda, con pasear en coche por la ciudad como lo hacían las personas linajudas, con obtener de la vida lo que hasta entonces ésta me rehusara tal vez por mi propio descuido. Por esa misma época mi suerte dio un giro inesperado. Pero me canso, Eulogia. Ya no pido que escribas. Tan sólo que escuches estas palabras que hilvano mientras apartas con tu mano los mechones de  mi frente sudorosa, te recuestas sobre mi pecho y me dices que aún tendremos muchas horas para desplegar los recuerdos y yo siento que el deseo de tu cuerpo se agita en mi pecho como un pájaro herido y me pesa en los labios la sangre espesa de la sombra.
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Imagen: Tapa del libro de Paulina Movsichoff, Juan Crisóstomo Lafinur: la sensualidad de la filosofía. 
Fragmento de la novela homónima.