20 sept 2013

¿Quiénes eran los lecheritos de Buenos Aires?



(De Raúl Oscar Finucci)

Emeric (Américo) Essex Vidal era un inglés nacido en 1791, que en 1816 se embarcó hacia Sudamérica y llegó a Buenos Aires en septiembre de ese mismo año, donde permaneció hasta 1818. Viajó como secretario del almirante de la nave que lo trajera, pero en realidad era una artista de escasas cualidades, aunque aquí pintó más de cincuenta obras.
Al volver a su tierra se conectó con un famoso editor a quien convenció de editar un libro con sus obras, las que servirían para contar la particular forma de vivir de los habitantes de esta parte del globo, y sus usos y costumbres. Volvió en 1828 y murió en Brighton en 1861.
Su libro se tituló: “Buenos Aires y Montevideo”, y de él tomamos el relato que el autor hiciera sobre los vendedores de leche a caballo, una más de las actividades que en estas pampas se hacían sobre el montado, algo que le llamaba poderosamente la atención a los extranjeros, porque como pintó Vidal, hasta los mendigos andaban de a caballo.
Escribió: “La ciudad de Buenos Aires se provee cotidianamente de leche de las estancias circundantes, o granjas que se hallan a una o tres millas de distancia. La leche es traída a caballo, en tarros de barro o latón, y cada cabalgadura lleva cuatro y a veces seis en unas alforjas de cuero atadas a la montura con una correa.
Casi puede decirse que los lecheros nacen a caballo, tal es la temprana edad desde la cual se les enseña esta ocupación. La mayor parte de ellos son niños de menos de diez años, tan chicos, que para montar en sus caballos tienen que utilizar un largo estribo que no se usa para otro fin. Se sientan entre los tarros de leche, y en tan incómoda postura galopan lo más furiosamente.
Cuando se encuentran fuera de la ciudad, disputan carreras entre ellos y después y de haber vendido la leche se los ve muy a menudo jugando en grupos., generalmente a las monedas de a real o cuarto de peso, como hacen entre nosotros los niños con los ochavos ingleses.
Aunque no fuera más que por este detalle, se podría deducir que este negocio es excesivamente provechoso. La seguridad negativa de que la leche no se vende a un precio más caro que en Londres, y no es de peor calidad, confirmará plenamente la exactitud de esta consecuencia. Lo único extraño es que, en un país donde las vacas que producen la leche, los caballos que las llevan al mercado, y donde la tierra donde se alimentan ambos se obtiene por menos de nada, el precio de este artículo está en cercanía con el que se paga en la cercanía de la metrópoli inglesa, donde el arrendamiento, los impuestos, el costo de los animales y la mano de obra son inmensamente desproporcionados.
Tampoco puede menos que causar asombro el hecho de que, a pesar de la marcada diferencia de circunstancias, es casi tan difícil conseguir leche pura en Buenos Aires como en Londres; es muy común ver a estos chiquillos rellenando sus tarros en el río, una vez que han vendido parte de su contenido”. Como vemos, la “viveza criolla” ya era observada por los visitantes de allende los mares.
Continúa Essex Vidal: “Estos muchachos son, por regla general, hijos de humildes quinteros, van mal vestidos y completamente sucios; pero son muy vivos y traviesos como monos, enseñándoles a sus caballos tantas habilidades, que los hacen comparables a los monos.
La manteca, o por lo menos algo que merezca tal nombre, no es hecha nunca por los habitantes de Buenos Aires. Lo que ellos usan, en los casos en que nosotros la empleamos, es la gordura de la carne, derretida hasta su estado líquido, la cual meten en vejigas como si fuera grasa: a esto lo denominan manteca. Algunos ingleses que se han establecido en el país, sin embargo, traen al mercado pequeñas cantidades de manteca, para la cual encuentran siempre fáciles compradores”. Claro que este “negocio” se acaba en el verano.
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Imagen: Lechero de la época colonial.

Texto tomado de la revista El Federal