(De Silvana Santiago)
La pregunta infantil apunta hacia las aguas de la Costanera Norte
porteña. Hacia esa silueta fantasmagórica que se recorta en la superficie
marrón y que aparece, misteriosa, como una rara casa abandonada, con una gran
puerta principal pero sin ninguna ventana.
Si se trata del sombrero de un gigante sumergido, como
imaginaron unos; del baño de los ocasionales nadadores del río, como
arriesgaron otros, o del hogar de un secreto ermitaño, como apostaron algunos
pescadores; nada se puede adivinar desde la costa. ¿Qué es? ¿Para qué sirve? Y
¿por qué está ahí? Cuentan que la idea de construirla empezó tras un gran
pánico, similar al que provocó la gripe A, pero hace más de 140 años, cuando
las amenazas en Buenos Aires eran el cólera y la peste amarilla.
Por esa época el riesgo de tomar agua contaminada o de estar
próximo a aguas estancadas en la ciudad, era mayor. Esto favoreció la
propagación de dos epidemias que dejaron 14.000 víctimas fatales –según registros
incompletos– de entre las 190.000 almas que poblaban la ciudad en aquel
entonces.
Cuando todavía no se habían esfumado los peores recuerdos de
las pestes, se resolvió levantar lo que hoy se ve a lo lejos como una casa
enigmática. Fue parte de un proyecto que en 1874 buscaba el aprovisionamiento
de agua potable para 400.000 porteños. Básicamente, lo que hacía era tomar agua
del río para enviársela a la planta de potabilización que en ese momento se
encontraba en lo que hoy es el Museo de Bellas Artes.
El equipo bombeador tuvo una vida efímera, dada la expansión
geométrica de la población en Buenos Aires de esos tiempos, por lo que fue dado
de baja apenas cuatro décadas después de su inauguración. Estaba ubicado a 800 metros de la costa
con una estructura que combinaba el cemento armado y los bloques de granito.
Por fuera, mostraba cuatro caras de lo que los expertos llaman una "sobria
arquitectura neoclásica", algo que la Ilustración y el
Progreso habían impuesto por esos años, y que significaba la vuelta a las
formas simples de la
Antigua Grecia y Roma.
La estructura estaba coronada con una torre de metal que, en
el momento en que fue construida sostenía en la parte superior una baliza de
gas, porque en Buenos Aires todavía no había iluminación eléctrica. Los mismos
parámetros estéticos dominantes hacían impensable que una obra de esa
importancia no rematara en una veleta de hierro. En el interior, un revoque
austero cubría las paredes que se prolongaban bajo el nivel del agua, en rejas
que permitían la entrada del agua.
Detrás de la puerta que hoy permanece cerrada, una pequeña
pasarela con una simple baranda metálica recorría todo el perímetro de la casa.
Desde allí partía una escalera marinera para acceder a la baliza. En el centro
del ambiente, un cilindro de 3
metros de diámetro, ubicado por sobre 2,60 metros del nivel
máximo de crecidas y 10
metros por debajo del lecho del río, canalizaba las
aguas para su potabilización en la Planta Recoleta.
Como era costumbre en todo lo que se compraba o ideaba en esa
época, se recurrió a Europa para la elaboración del diseño. El elegido fue un
ingeniero hidráulico inglés, John Bateman, quien envió al sueco Carl Nystromer
a estas tierras para la puesta en marcha de su idea. Él resolvió que se
ampliara la planta potabilizadora y que se construyera el palacio, todavía en
pie en la avenida Córdoba y Riobamba, para contener en su interior un tanque en
el que se almacenara todo el líquido a distribuir entre los habitantes de la
ciudad.
A más de un siglo de su construcción, las cuatro caras de la
casita, recubiertas de ladrillo vista, están tan oscuras como el agua del río.
El avance de la ciudad hizo que hoy esté a pocos metros de la costa, mientras
que la llegada de la electricidad y de las nuevas tecnologías hizo que la veleta
y la baliza fueran reemplazadas por elementos de menor estilo arquitectónico.
Por eso hoy aquella toma de agua no le ofrecerá información
meteorológica al observador ocasional que, armado de un catalejo como en el
siglo XIX, apunte hacia la torre para saber si la veleta indica la probabilidad
de una tormenta. Sí, en cambio, informa hoy sobre otras cosas. Algo que se
parece a una óptica de automóvil (una moderna baliza) ilumina la zona donde se
alza la construcción; otra señal, llamada balón negro en las nuevas
reglamentaciones náuticas, indica que en ese lugar hay un objeto que no se
desplaza en el agua.
Pocos registros quedaron de los años en que funcionó “la
casita”. En los archivos de AySA (heredados de la ex Obras Sanitarias) sólo se
conservan las copias de los planos originales, y el Archivo General de la Nación no almacenó imágenes
de la torre en su tiempo de operaciones. ¿Cómo se veían la baliza de gas y la
veleta de hierro perdidas? Otro enigma guardado por la casita en el río.
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Imagen: Edificio que guardaba en su interior el equipo de
bombeo que enviaba el agua a la antigua planta potabilizadora.
Nota e ilustración tomadas del periódico Primera Página.