(De Rubén Bianchi)
Lois Blue fue una de las mejores cantantes de jazz que hubo en Buenos Aires en la
época de oro de las big-bands, hacia
los años 40. En los archivos de Radio El
Mundo hay fotos donde se ve el auditorio colmado para verla cantar con la
orquesta de Héctor y su Jazz. Con frecuencia era tapa de revistas del
espectáculo y su voz se oía en los brillantes salones de baile del centro
porteño.
Ya retirada, tenía algo más de 70 años cuando la conocí en
el bar “Sur” de San Telmo, donde cantaba los jueves por el café con leche, según me decía sin rastros de amargura.
Vivía muy modestamente a media cuadra del bar, en el pequeño hotel “Varela”. De
buena salud y coqueta como era, su edad no se notaba ni en la voz ni en el
físico, por lo que aparentaba mucho menos de lo real. Delgada, de ojos azules y
piel muy blanca, mantenía el pelo en un tono rubio brillante. Riendo con
picardía mostraba su lifting casero
que consistía en dos pequeñas “curitas” que le estiraban la piel hacia las
orejas, ocultas por el peinado algo batido. Parecía una exageración, porque en
verdad su cutis mostraba pocas arrugas, pero conocedora de las reglas del show, se las ingeniaba y no quería dar
la menos ventaja. Aunque hubiera cuatro o cinco espectadores, buscaba el ángulo
favorable de la luz y proyectaba una imagen temperamental, muy al estilo de la
cantante norteamericana clásica. Su sentido del humor y un agudo poder de
observación le servían para redactar artículos sobre la fauna porteña, que a
menudo se publicaban en la revista Satiricón,
compartiendo espacio con los entonces énfants
terribles Dolina, Ulanovsky o Mario Mactas. Así, con entereza, sobrellevaba
dignamente una vida en la que abundaban las privaciones.
Una noche de buena concurrencia en el bar de San Telmo la
escuchó un productor nostálgico que conocía su historia, y le ofreció un
pequeño contrato para cantar algunos fines de semana en el hotel “Colonial” de
San Nicolás, ubicado frente a la planta de SOMISA, Allí se alojaban muchos
norteamericanos que venían a trabajar a la siderúrgica, y que por las noches
(sobre todo en week-end) se aburrían escuchando tangos o viendo shows de poncho y boleadora.
Le alquilaron un largo vestido negro bien ceñido al cuerpo,
con mangas tres cuartos, y con un piano bien afinado debutó ante unas ochenta
personas, entre ellas el ingeniero Roger Smith, de 45 años, residente en San
Francisco, divorciado y amante del jazz.
Contenida en el haz azulado del seguidor y entre el humo de los cigarrillos,
Lois atacó con Georgia on my mind
cautivando a la audiencia con su voz profunda apoyada en un inglés perfecto.
A la semana siguiente se le acercó el ingeniero Smith, quien
si más vueltas le dijo que se sentía solo, que se había enamorado de ella y que
le gustaría llevarla a Estados Unidos. Lois tramitó urgente su pasaporte y se
fue con el yanqui, motivada por el inesperado vuelco de su vida y soñando con
visitar Chicago, Nueva York y otras mecas del jazz que ni aun en el apogeo de su carrera había tenido la
oportunidad de conocer.
A poco de irse me mandaba recortes de revistas donde
aparecía cantando en pequeños pubs de
la costa californiana o posando con Rudy Valleé, un ídolo de los años 30. En
las notas solían presentarla como “La
gran cantante de jazz venida de las pampas”. A esta seguidilla de cartas
sobrevino luego un gran espacio de tiempo sin noticias, que más tarde llegaron
en esquelas breves o llamados telefónicos, donde eran cada vez más frecuentes
los pedidos para que le mandara Lexotanil.
Aprovechando la economía de la tarifa nocturna me contó un
tiempo antes de morir, que Roger Smith se había casado con una mejicana y se
había ido a Los Ángeles, pero que la visitaba de vez en cuando y no le hacía
faltar nada, menos Lexotanil, que
allá no había.
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Imagen. Tapa de un vinilo de Lois Blue.
Tomado del libro de R. B.: Afectos especiales, Ediciones Papeles de Boedo, Bs. As., 2004.