Creo que, en realidad, no hay otra forma de decirlo. Entre
tantos y tantos otros, fui parte, junto a mis viejos y mi hermano, de ese
fenómeno que alguien quiso gusanear como “el aluvión zoológico” y, aunque yo no
llegué a meter los pies en la fuente, debo reconocer que ni siquiera conservo
el nombre del simio que quiso decir eso, pero guardo en mí, muy adentro, a cada
uno de los habitantes de aquel convoy de
la calle Senillosa al 200 donde fuimos a parar con lo puesto, y entiendo que,
de no haber vivido allí, de no sentirme parte de esa historia, de haberse
cerrado y negado a incorporar ese anecdotario crapuloso, y al mismo tiempo
fraternal y pleno de cotidianas y reconfortantes noblezas, no hubiera llegado a
sentir a Boedo y su gente como “mi barrio” y, a través de ellos, decidirme un
día a bajar por aquellos encaracolados escalones del Teatro del Pueblo y allí,
en una oficinita llena de papeles, afiches, fotos y una máquina de escribir,
conocer a don Leónidas Barletta; pero eso fue mucho después.
Uno puede llegar, se me ocurre, a un escritor de muchas
maneras; yo llegué a él a través de sus libros. De los que había leído, si no
todos, por lo menos unos cuantos. Comprados algunos, prestados otros, e
incautados la mayoría, en las madrugadas de la mesa de saldos de alguna
librería de las que, por entonces, no dormían
nunca. Pero creo que de arranque no más, fui dándome cuenta de que mucha
de la gente que poblaba el conventillo habitaba, también, sus libros. Sin saber cómo, intuí que
Leónidas Barletta era uno más entre todos nosotros.
Habría llegado a él igualmente por lo que alguna vez, en uno
de esos boliches humosos, cercanos al diario El Mundo, le había oído contar a Octavio Rivas Rooney, o a través
de Pascual Naccaratti, uno de sus principales actores y socio de aquel inventor
de la media vulcanizada, llamado Arlt. Don Pascual fue el que me anoticiara,
pasado un tiempo, de aquel reviro adolescente al ser detenido por participar en
una protesta popular contra el aumento del boleto de tranvía. Trasladado
Barletta a la seccional, el comisario le recrimina el hecho de ser un chico y
ya tan rebelde. El muchachito, sin pelos en la lengua y sin intimidarse, le
retruca que la culpa la tienen “esos”, señalando una repisa donde, vaya a saber
por qué razón, se amontonaban unos libros entre los que había advertido a
Sarmiento, a Ameghino y a Ingenieros, entre otros.
Decir que el teatro fue su gran pasión es decir sólo una
parte de lo que esa actividad representó para él. Fue uno de los iniciadores
del teatro independiente, es decir, uno de los que luchó denodadamente por
imponer un tipo de teatro que ayudara al desarrollo espiritual del hombre,
revalorizara al autor nacional y como consecuente defensor de las ideas sarmientinas,
impulsara a los debates que se producían, alimentados por el mismo Barletta al
terminar las funciones, probando la forma inteligente de llevar a cabo con
eficacia, practicidad y respeto por la gente, la idea del gran sanjuanino de
educar al soberano.
“Las culpas más graves son la servidumbre y la cobardía”.
Con estas palabras aparece en la escena políticocultural de nuestro país, el
periódico quincenal Propósitos. Es el
12 de octubre de 1951. “La hojita voladora”, como la llamaría posteriormente el
poeta de Esperanza, José Pedroni. La hojita del pueblo. Cuatro páginas cuyo
editorial decía: “Más que una presentación lo que definirá el carácter de este
periódico son sus artículos, escritos por personas de variadas concepciones
pero concordantes en abordar los problemas argentinos de acuerdo a las
exigencias progresistas y democráticas que surgen de la propia realidad actual.”
En los primeros momentos los diarieros no se animaban a
mostrarlo abiertamente, pero el hombre común, ese al que nadie oye, tenía ahora
su vocero. Propósitos es, por cierto,
una voz distinta. No busca ni le interesa una oposición a ciegas. Sigue firme
en su tarea de educar al soberano. De abrirle los ojos al hombre común sobre la
realidad de un mundo que no va a cambiar si él no se propone intervenir y hacerse oír.
“La hojita voladora” crece, alza el vuelo y llega cada vez más lejos.
Eso ofusca a sus enemigos. Se la acusa de cualquier cosa. Han querido ganarla a
través de la publicidad. Hubo quien quiso hacerlo honestamente, pero aún así,
él nunca permitió que la publicidad pudiera restarle libertad para opinar sobre
aquellos temas que era necesario opinar. El interés del país y su gente estaba
de por medio. Comenzaron las amenazas, las persecuciones, los allanamientos, el
secuestro de la publicación. Propósitos
se vio obligado a cambiar varias veces de nombre. Su prédica no es contra las
personas sino contra el mal desempeño de sus funciones. Alza su voz para
denunciar a los que se enriquecen en función de gobierno. Contra el mundo del
privilegio. Lo dice y lo repite, lo cual no evita las persecuciones de todo
tipo.
La oficinita aquella, en un recodo de la escalera que lleva
al hall de entrada al teatro, se ha
ido convirtiendo en un lugar de reunión para obreros, estudiantes, gente de la
cultura, campesinos que buscan cotidianamente la opinión de Barletta frente a
sus problemas.
El escucha, bromea, toma nota, opina, sin descuidar sus
obligaciones como director del teatro. Su labor es inacabable y su capacidad de
trabajo sorprendente, porque él busca y quiere estar en todo: tanto en la
cosita intrascendente, como en el editorial del diario, y no sólo eso, sino que
se ve forzado a inventar otros colaboradores para ampliar las secciones dadas
las exigencias que la difusión del periódico impone. Muchas veces es el
editorialista y a la vez el articulista que opina sobre arte, la cuestión
portuaria o la problemática docente. Su multiplicidad asombra. Ni la falencia
física de última hora pudo impedirle seguir con su tarea. Nos dejó un 15 de marzo
de 1975. Sobre la mesa de trabajo quedaba el editorial y otros artículos para
que Pepa los acercara a la imprenta.
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Foto: Leónida Barletta.
Material tomado del periódico Desde Boedo.