(De Edgardo Lois)
La muerte lenta de Gilberto anunció en forma cierta la
lentitud del nuevo día.
Había empezado a morir hacia las seis de la tarde del día
anterior. Poca comida, poca agua, pasos inseguros, como anunciando que en
cualquier momento podía escorar su cuerpo hacia un lado o hacia el otro, y así
finalmente hundirse en el cemento.
Alrededor de Gilberto el mundo, o mejor dicho, los restos
del mundo, que era donde, para mayor precisión, él vivía, exhibía la misma
mezcla de gritos, pibes corriendo, golpes diversos producidos por aún más
diversos objetos de metal, de madera, de plástico, y de todos los materiales
conocidos e imaginables que en algún momento pueden transformarse en mercadería
lista para la venta. Todo en la vida de ese día estaba en orden, nada hacía
prever que éste era el día anterior a la muerte de Gilberto y nada evidenciaba
la lentitud del día siguiente.
Una muerte lenta en las primeras horas de una mañana anuncia
la lentitud del día en que algo o alguien muere. Los días lentos en Buenos
Aires no tienen la extensión normal que generalmente tienen los demás días. Un
día lento en la ciudad, en los barrios que orbitan alrededor de los barrios
centrales de la ciudad, está armado, momento más, momento menos, como un día
más, porque al final de cuentas, en apariencia, es un día más, pero sólo hasta
que aparece el detalle, la primera luz, una palabra, o una muerte lenta que lo
define, que lo hace distinto.
Gilberto muere en un día lento de invierno que parece poseer
la lentitud propia de un día lento de verano, días estos inmensamente más
lentos en una ciudad como Buenos Aires tan rica, cuando quiere lastimar, en
humedad y grados centígrados.
En días así, los viajes son lentos, las persianas de los
comercios suben lentas, los cafés de la ciudad se habitan de manera lenta, el
gris del cemento es lento, las sombras también, la vida toda bosteza, y así
como bosteza la vida con su boca más lenta, la muerte, que no bosteza, pero que
siempre llega, aparece y acaricia lenta. Es aconsejable en días lentos
mantenerse lejos de todo tipo de conjeturas filosofales, Gilberto nunca supo de
filosofías ni pensamientos, y era lógico que así fuera.
La idea de lentitud se origina en la cuesta arriba que
presenta todo día lento que se precie, pero es un hecho que el día siempre se
acaba, y también es un hecho que en todo día lento hay un quiebre, y que
después de ese quiebre, viene la bajada hacia el final del día. A partir del
quiebre viene la cuesta abajo, porque el final de los días no está arriba como
se cree, sino abajo, y con la cuesta abajo aparece el ritmo perdido, la otra
velocidad.
Si bien Gilberto había comenzado a morir a las seis de la
tarde, no fue hasta las once de la noche que su cuerpo llegó hasta el cemento.
Fue un momento, un primer golpe directo al mentón, que el jugador asimiló con
bastante presteza teniendo en cuenta que el carro de madera ya estaba con algo
de carga. El empeño mostrado en pararse no libró a Gilberto de varios golpes e
insultos. El zumbido en el aire, la vara fina que se dobla en el aire, risas de
pibes en el aire, la noche, toda la noche en el aire.
Hubo una segunda caída como a la una de la madrugada del día
siguiente, día que todavía no era lento porque Gilberto acababa de morder el
cemento por segunda vez, y por segunda vez se levantó en medio de la noche, la
vara, las risas, los insultos.
A veces no es tan difícil ver el futuro; de proponérselo, el
hombre lo lograría en relación a ciertas historias. Una cuestión simple si se
piensa que con la costumbre de tan solo mirar, mucho camino se allanaría. El
hombre podría, un hombre, pero otro, no el que abandona a Gilberto a las dos de
la mañana, solo, al garete en enigmáticas mansedumbres, solo, irremediablemente
acariciado de muerte al sereno de la noche. Poca comida, poco agua. Gilberto
moría desde las seis de la tarde del día anterior, y exactamente a las tres
comenzó un día lento de invierno en Buenos Aires, un día lento de invierno que
parecía día lento de verano.
Los pibes que vivían en la casa que daba a la calle
encontraron a Gilberto en su primera aparición por el terreno del fondo.
Gilberto se había acercado hacia el portón de entrada, no estaba en su rincón,
había muerto a mitad de camino, entre un árbol seco y el portón de madera.
No es fácil decidir qué es lo que se hace primero cuando hay
un caballo muerto en el terreno; no es fácil decidir para el hombre que mira
desconsolado el carro de madera; no es fácil decidir cuando se tienen que tomar
decisiones en un día lento, en la lejanía de la noche y la tierra, en los
barrios que orbitan alrededor de los barrios centrales de Buenos Aires.
Gilberto había quedado con los ojos abiertos, no faltó el
pibe que llevó unas hormigas desesperadas para que caminaran sobre las
vidrieras apagadas de esta última noche. Las hormigas caminaron lentas, patitas
lentas en la lágrima, y las maldades inocentes de la niñez también fueron
lentas, pero seguras.
El hombre miraba el caballo entre mate y mate, Caballo de
mierda..., justo ahora te morís; el hombre miraba el caballo Gilberto y después
miraba las pilas de cartón, la montaña de botellas vacías sobre la tierra, las
maderas, el plástico, dos heladeras oxidadas, cubiertas de goma de autos que
nunca tuvo, y otra vez volvía con sus ojos sobre Gilberto, sobre los ojos del
cadáver, sobre las mismas hormigas desesperadas.
El día transcurrió lento, medio día estuvo el caballo muerto
ocupando su lugar en el velorio lento del invierno. Luego llegó el camioncito,
los tres hombres, las sogas, la chapa grande para que se deslice el cadáver de
un caballo. El hombre no preguntó mucho, o mejor, no preguntó nada. Los tres
hombres se llevaron a Gilberto y no cobraron una sola moneda.
El servicio funerario había finalizado, y todo el paisaje
estaba igual de lento. El hombre miraba el lugar donde había caído Gilberto, no
decía palabra, era posible que en nada pensara dada la lentitud alumbrada en la
mañana.
Se acercó la mujer, no dijo nada, ofreció otro mate. Era la
tarde, alguien se había guardado el sol en un bolsillo. Hacía frío. El hombre
había salido a la calle, y había vuelto. De ida y vuelta, siempre caminó lento.
El hombre cerró y apretó fuerte los ojos, cuando volvió a
abrirlos pensó en la basura de la ciudad, en las sobras de la vida de los que
viven, de los que comen, las sobras que cada noche Buenos Aires ofrece tan
generosa. Hacia el hombre viajaba una nueva noche. Una noche de tormenta, como
cuando amenaza lluvia y entonces las hormigas salen disparadas de los
hormigueros a conseguir la comida, a veces, esta es la idea que aparece en su
cabeza. Antes de la lluvia, las hormigas, antes del nuevo día, muchos de los
hombres de esta tierra.
La basura fue el quiebre, el final de la subida y ahora es
tiempo de la bajada del día, porque los días no terminan arriba, terminan
abajo, bien abajo con el ritmo cambiante de la calle marcando las horas, tiempo
que ahora desaparece rápido y entonces es la noche, ha llegado la noche que es
como si fuera tormenta, cada noche tormenta antes del nuevo día, así sobre esta
Buenos Aires salvaje.
El hombre mira el carro de madera, el hombre exige con una
palabra, los pibes entienden que deben bajar. El hombre se coloca al frente del
carro vacío, le da la espalda, ocupa el lugar del caballo y tira.
Así el hombre era hombre y era el fantasma inmediato de
Gilberto; podría alguien, quizá, desde la sombra en una esquina, y conociendo
toda la historia, pensar que el hombre no era todo hombre, que era una mitad de
hombre, y que tampoco era todo el fantasma apresurado y necesario de Gilberto,
sólo la mitad.
El carro se mueve, el portón se abre, en la noche espera la
basura.
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Foto: Carro de cartonero.