(De Enrique Espina Rawson)
El objeto volador más grande que jamás surcó el cielo de
Buenos Aires llegó de Alemania el 30 de junio de 1934.
Imaginemos que estamos en el puerto contemplando los enormes
cargueros amarrados a los muelles. Veamos con la imaginación, ya que estamos,
que uno de esos monstruos comienza a elevarse de la superficie y plácidamente
se desliza por el aire hasta perderse de vista. Bueno, si logró imaginarse eso,
tiene más o menos una idea aproximada del “Graf Zeppelín”, dirigible alemán de 236 m de largo que luego de
sobrevolar Montevideo llegó a nuestro país.
Salvo las monjas de clausura y los moribundos no hubo
porteño –ni porteña– que no estuviera en los balcones y en las terrazas con la
vista clavada hacia el este, en esa fría mañana invernal. Algunos más
afortunados ya habían partido a la madrugada hacia Campo de Mayo, donde
amarraría el colosal artefacto.
Hay fotos y filmaciones del gigantesco aparato plateado
sobrevolando el Barolo, el Congreso, la
Casa de Gobierno, con la cruz nazi pintada en la popa, ante
la estupefacción del público, que no atinaba a otra cosa que contemplar con la
boca abierta las lentas evoluciones del dirigible.
Todavía estaba entablada la lucha por la conquista del aire
entre los más pesados y los más livianos que el aire, como se denominaba a la
porfía entablada entre los aviones y los dirigibles.
Los dos presentaban ventajas e inconvenientes, y hasta ese
momento no podía deducirse un triunfador. Pero lo cierto es que el “Graf Zeppelin”
había atravesado el Atlántico con pasajeros, tripulación y correspondencia sin
el menor incidente, cosa que ningún avión había podido hacer hasta esa fecha, y
que de hecho, no lo haría hasta una década después.
El aparato echó amarras –como un barco– en Campo de Mayo,
ante la multitud hipnotizada, y los 200 soldados que se apresuraron a atar los
cabos a un enorme mástil construido apresuradamente a tal efecto. Eran
exactamente, como lo consignó la prensa, las 9,47 hs.
Se abrió la puerta y el primero en descender ante el
entusiasmo y vítores de los miles de espectadores, fue el capitán, Dr. Hugo
Eckener, de gorro naval y saco de cuero blanco. Se saludó con las autoridades,
mientras se procedía a bajar la correspondencia y cargar agua.
Pocos minutos después se embarcaron quienes habían
descendido y exactamente a las 10,30 hs, el “Graf Zeppelin” partió para nunca
volver. Eso fue todo. Los gastos eran enormes para mantener un servicio
permanente, y las posibles entradas no justificaban la inversión.
Hasta 1937 se mantuvo el vuelo de dirigibles entre Europa y
Estados Unidos. La tragedia del “Hindenburg”, que se incendió y explotó al
amarrar en New Jersey, terminó con el sueño de los “más livianos que el aire”.
El Zeppelín, como
todos decían sin saber que aludían al apellido del conde Ferdinand von Zeppelin,
aristócrata alemán que desde el siglo XIX se empeñaba (con éxito, cabe
consignar) en construir y hacer volar mastodontes cada vez más grandes, es una
de las leyendas de Buenos Aires. Nunca una visita tan corta tuvo efectos tan
duraderos.
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Imagen: El "Graf Zeppelin", en tierra
(Foto de: www.cruiselinehistory.com).
Texto tomado de: http://www.fervorxbuenosaires.com