(De Diego Ruiz)
Anda, este cronista callejero, recorriendo desde el año
pasado cafés de Buenos Aires, especialmente aquellos que fueron protagonistas
del nacimiento o el desarrollo del tango, pero cuando se disponía a continuar
su periplo donde lo dejó hace un mes, en plena avenida Corrientes, una ráfaga
de historia se le cruzó en el titular de un periódico tirado en el suelo: el 28
de julio se había cumplido un siglo del comienzo de la Primera Guerra Mundial,
y sólo tres días después habían asesinado al único dirigente que no se dejó
llevar por la locura chauvinista fogoneada por gobiernos y medios de
comunicación.
Recordó entonces que en 2011, completando una serie de notas
referidas a la Buenos Aires del Centenario, había escrito algunas semblanzas de
personajes de la época, como el Payo Roqué, que encarnó con su dandismo uno de
los aspectos –el más frívolo, si se quiere– del espíritu de la época, o a
Evaristo Carriego, que fundó una poética inspirada en el pueblo, o a su
“descubridor” Charles de Soussens, insigne dipsómano y centro de la bohemia
intelectual durante más de dos largas décadas... Pero luego la cosa se complicó
cuando entró en escena un médico de Boedo y San Cristóbal que protegió y
alimentó –literalmente– a esos bohemios impenitentes, Martín Reibel, y como un
matasanos llama a otro apareció Aldo Cantoni, médico de pobres, dirigente del
Huracán de los primeros tiempos y destacado político socialista que más tarde
sería gobernador de San Juan. Y como Cantoni había sido uno de los
protagonistas de la ruptura del Partido Socialista a causa de la primera guerra
mundial y fundador del Partido Socialista Internacional, la cosa terminó en
algunos de sus conmilitones que trajinaron el barrio de Boedo, como Manuel
Lorenzo Rañó, Rodolfo Ghioldi y José Penelón.
La cuestión es que a esta altura el relato se había
independizado totalmente del cronista y seguía un curso a primera vista
errático pero que, observado en perspectiva, denotaba los múltiples cruces e
interacciones que van constituyendo la historia de una época. Repasando
entonces lo escrito el cronista cayó en la cuenta de que a lo largo de esta
cabalgata había mencionado en varias oportunidades la influencia ejercida por
Rubén Darío durante su estada en Buenos Aires, entre 1893 y 1898, que
revolucionó el remilgado campo artístico de la época y marcó a un par de
generaciones de buenos y malos poetas, y se preguntó si habría alguna figura
comparable en el terreno político que hubiera conmovido a esos hombres o
muchachos anarquistas, socialistas o sindicalistas que protagonizarían las
siguientes décadas de luchas sociales y culturales. Por suerte ese día las
Musas estaban con el cronista –cosa
rara, realmente–, la respuesta no se hizo esperar y aquí va:
Una de las características del Centenario fue la afluencia de
viajeros ilustres invitados a contemplar las “grandezas” de la joven Nación.
Más allá de la Infanta Isabel de Borbón –la “chata” para los amigos–, cuyo
principal aporte fue causar la instalación en la Casa de Gobierno de un
ascensor, hoy de uso exclusivo presidencial, debido a que medía tanto de ancho
como de alto y no podía subir más de dos escalones, vinieron invitados entre
otros Georges Clemenceau, Anatole France y Adolfo Posada, que junto a Vicente
Blasco Ibáñez, ya residente en el país, dictaron conferencias en el teatro
Odeón y dieron a la imprenta sus impresiones sobre la Argentina y los
argentinos. Blasco Ibáñez, en particular, publicó un impresionante tomo
ilustrado bajo el título “Argentina y sus grandezas” con el que pretendía
fomentar la inmigración y, de paso, sus emprendimientos en la Patagonia y en el
Litoral, tema que merecería todo un callejeo.
Como vemos, en aquellos tiempos –y por muchas décadas más–
las conferencias eran el furor de los porteños (recordemos el Instituto Popular
de Conferencias del diario La Prensa, hoy en día el Salón Dorado de la Casa de
la Cultura) y, quizá para no ser menos, Juan B. Justo no tuvo mejor idea que
invitar a pronunciar algunas en Buenos Aires a Jean Jaurès durante un Congreso
socialista celebrado en Copenhague en 1910. A esa altura el francés, nacido en
1859, era la principal figura de la SFIO (Sección Francesa de la Internacional
Obrera), había fundado en 1904 el periódico L’Humanité y se había destacado
junto con Emilio Zola en la defensa de Alfred Dreyfus, el oficial de ejército
injustamente acusado de espionaje principalmente por su condición de judío.
Seguramente Justo lo invitó por considerar su pensamiento afín, pues Jaurès no
era estrictamente un marxista, sino que preconizaba una visión idealista,
reformista si se quiere, del socialismo, que podría condensarse en su frase “[...]
No es por el hundimiento de la burguesía capitalista sino por el crecimiento
del proletariado por lo que el orden socialista se implementará gradualmente en
nuestra sociedad”.
La cuestión es que Jaurès arribó a Buenos Aires el 1º de
septiembre de 1911 y brindó cinco conferencias en el Odeón con su particular
estilo oratorio. Pero acá empezaron los problemas. Jaurès era un orador
poderoso, apasionado, que tronaba de pie mientras expresaba en amplios
gestos..., tan amplios que en un momento uno de los puños de su camisa fue a
parar al medio de la platea, circunstancia recordada por Ramón Columba
gesticulaba –con dibujo incluido– en su ameno testimonio “El Congreso que yo he
visto”. Pero esto hubiese sido lo de menos. La plana mayor del socialismo
argentino era de una gran austeridad, una moralidad rayana en la mojigatería y
acérrima enemiga del tabaco y el alcohol, tal vez por la profesión médica de
gran parte de sus miembros. Y la cuestión es que Jaurès era una suerte de
estereotipo del francés: rozagante, hedonista y pleno de vida, se comía todo,
fumaba unos grandes habanos, bebía coñac como un cosaco y le apuntaba a cuanta
falda se le cruzase, fuera ésta de una compañera o no.
Pero más allá de la anécdota risueña, Jaurès convocó a su
paso por nuestra ciudad a multitudes que veían en él al apóstol de una nueva
sociedad, al líder incorruptible que encarnaba a la Razón y a la Justicia en un
mundo convulsionado que pronto estallaría en mil pedazos. Sería interesante,
aunque imposible, saber cuántos jóvenes oyeron su palabra o la vieron impresa
en los diarios de aquel tiempo; si los futuros internacionalistas, o boedistas,
o artistas del pueblo conocieron su opinión de que “el proletariado era una
fuerza histórica al servicio del derecho, de la libertad y de la humanidad”.
Pero seguramente todos se conmovieron el 31 de julio de 1914 ante la noticia de
que había sido asesinado a causa de su firme posición internacionalista en
contra de la guerra. Una semana antes, en Lyon, había pronunciado un discurso
responsabilizando a “la política colonial de Francia, la política hipócrita de
Rusia y la brutal voluntad de Austria” por la situación bélica y llamado a los
obreros de todos los países a unirse
para enfrentar “la horrible pesadilla”. Ese 31 de julio, tres días antes del
inicio de las hostilidades, un oscuro personaje llamado Raoul Villain le
disparó tres balazos. León Trotsky, en 1917, homenajeó a Jaurès en un artículo
en el que describió la escena del crimen: “En 1915 visité el ya célebre Café du
Croissant, situado a unos pasos de ‘L´Humanité’. Es un típico café parisino:
suelo sucio cubierto de aserrín, banquetas de cuero, sillas usadas, mesas de
mármol, techo bajo, vinos y platos especiales, en una palabra aquello que sólo
se encuentra en París. Me mostraron un pequeño canapé junto a la ventana: allí
fue abatido de un tiro el más genial de los hijos de la Francia actual”.
El Café du Croissant aún existe en el 146 de la calle Montmartre
de París, mientras que el teatro Odeón, escenario de gran parte de nuestra
historia, fue demolido gracias a un permiso otorgado por el ex Concejo
Deliberante entre gallos y medianoche –que a esa hora se fragua lo
inconfesable– para instalar una playa de estacionamiento..., aún existente. Sin
comentarios...
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Imagen: Café du Croissant, en París.
Nota y foto tomadas del periódico “Desde Boedo”, agosto de
2014.