(De Bernardo González Arrili)
Había aldabones, pero ésta era una aldaba, fina, pequeña, dorada. En la puerta de al lado el aldabón era una argolla negra que caía maciza sobre su pedestal y retumbaba. Nosotros la oíamos; era su son tan recio que no había manera de equivocarse. En una casa de enfrente colocaron una aldabilla flamante, plateada. Fingía la cabeza de un gato o un tigre que enseñaba los dientes. Su golpe era agudo, metálico. También lo conocíamos sin dudar. Otras aldabas tenían las casas de la cuadra y todas las de la vecindad. Porque tuvimos una temporada larga e irreverente en que nos especializamos en repicar con todas las aldabas del barrio a las horas más diversas, especialmente a la hora de la siesta, que es cuando las aldabas dan su repique más sonoramente y sobresaltan mejor.
Aldabas había que sabíamos diferenciar cuando picaban en la puerta del zaguán abierta o en la cerrada. En este último caso el golpe es opaco, retumbante. Con la puerta abierta el aldabonazo parece que se diluye con los ruidos de la calle, y sale en lugar de entrar. Pero yo quiero ahora recordar a la aldaba de casa, fina, pequeña, dorada, tan distinta a todas las conocidas entonces. Era una mano de bronce. Debía ser copia real de una mano de mujer.
Una mano diestra con el pulgar extendido, los tres mayores ligeramente flojos y el meñique graciosamente recogido, como el de algunas niñas cuando van a levantar una taza. La mano de bronce tenía un anillo, pero no en el anular, como lo consabido, sino en el índice. Capricho del escultor. Porque nadie dude de que aquella mano, fina, pequeña, dorada, fuera moldeada por un artista. Su inolvidable presencia me lo vuelve a advertir. No era aquella un aldaba de las que podían mercarse en cualquier ferretería, junto a las bisagras, a los picaportes, a las mirillas de uso en casi todas las puertas. Las aldabas ferreteras empuñaban una bola y con ella daban el golpe de llamada; ésta golpeaba con la punta de sus tres dedos centrales, como el que tamborilea sobre un vidrio de ventana. Era una aldabilla delicada, trabajada con amor, terminada, no en una muñeca cualquiera, sino en el borde de una manga empuntillada, delicadamente caída sobre el aro de una pulsera.
Gustaba asir aquella mano para llamar. Al tomarla se demoraba en una caricia que uno suponía que iba a resultar cálida. Al comprenderse que no era sino bronce cada mañana limpiado y obligado a brillar en reflejos dorados como la más ramplona de las vanidades, el notarla fría, daba uno el pique y el repique sobre su base redonda, espejeante, en la que se quebraba el sol de la tarde, a la hora del crepúsculo. Entonces era, exactamente, cuando la aldaba aquella daba su son distinto al de las otras, agudo, penetrante, pero sin brusquedades, sin asustar. No era el suyo el aldabazo clásico; era, sencillamente, un llamado amistoso, que se escurría por el zaguán, entraba en los patios, se oía en el fondo, claro, limpio.
–¡Llaman!... –se escuchaba como un eco del golpe.
–¡Han tocado el llamador!... –y nadie podía equivocarse.
Era la mano pequeña, dorada, fina, la que había hecho el pique, ella y no otra alguna.
Una vez le descubrimos que guardaba en el centro macizo de su palma un sonido nuevo. Era el que daba, jubilosa, cuando volvíamos de la escuela, a la media tarde. Había que dejarla sola, alzarla con la punta de la regla negra, y abandonarla para que cayese. Repicaba ligerísimamente, cantarina, más alegre y dorada. Era aquel su secreto.
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Imagen: Aldaba, más conocida como manito de llamador.
Texto tomado del libro Calle Corrientes entre Esmeralda y Suipacha (Comienzos del siglo XX) de B. G. A. Edit. Guillermo Kraft Limitada, Bs. As., 1952)