8 sept 2011

Cómo sería la ciudad hace 200 años


(De Mabel Alicia Crego)

Alrededor del 1800 la ciudad se extendía  sólo por unas quince cuadras de sur a norte  y nueve de este a oeste, sobre lo que hoy denominamos Casco Histórico; sólo las cuarenta manzanas próximas a la “Plaza” eran destinadas a edificación (los solares), más allá era campo y pampa. Allí comenzó un largo camino  que tuvo muchos cambios,  hasta lo que hoy vemos y llamamos Plaza de Mayo.
 En sus comienzos se llamó Plaza Mayor y era más pequeña que la actual, rodeada de pequeñas casas bajas de adobe. Frente al Fuerte (donde hoy está la estatua de Belgrano), estuvo la Compañía de Jesús desde 1608 a 1665 que después se trasladó a la Manzana de las Luces, el Colegio de Buenos Aires y la iglesia San Ignacio. De esta manera se demolieron esas construcciones y se amplió la plaza.
Por muchos años más seguiría dividida por la Recova, (sector del mercado), para el lado del río, el fuerte y plaza de maniobras militares, hasta la barranca de la campana; para el oeste el Cabildo y estacionamiento de carretas; esta parte de la plaza siguió llamándose Plaza Mayor hasta 1808, cuando se la rebautizó Plaza de la Victoria, en conmemoración por el triunfo sobre los ingleses.
Por el norte se encontraba la Catedral que para la época de la revolución de mayo no estaba terminada; con sucesivos derrumbes y cambios de forma seguirá inconclusa hasta 1870.
Junto a la Catedral estaba el camposanto y a continuación una de las casas más importantes y lujosas de la ciudad, la del brigadier Miguel de  Azcuénaga. Típica casa colonial de tres patios, con uno de los primeros aljibes de la ciudad (muy costoso en la época).
Un mundo de vendedores se apiñaban en la doble fila de cuartitos de la Recova Vieja, ofreciendo toda clase de artículos, ponchos, monturas, zapatos, telas, pan, leche, aceitunas, frutas, perdices, huevos, etcétera; bullicioso y maloliente, este grupo humano resumía el “motor de la ciudad”. Las carretas llevaban y traían a la Plaza Mayor toda clase de productos desde lejanas provincias; sus pesadas y altas ruedas acompasadas por los trancos de bueyes y caballos, se sentían vibrar desde las casas. Las campanadas de todas las iglesias –se escuchaban sin cesar– iban señalando las lentas horas en la aldea colonial. El “ángelus” se respetaba religiosamente, paralizando toda actividad.
Aunque parezca inútil, ese “mercado” en el medio de la plaza resultaba sumamente necesario, no sólo porque era un pasaje seguro en días de lluvia o de gran resolana en verano, sino porque, según dicen los que la vieron, “sin ella la Plaza de la Victoria estaría a merced de los fríos vientos del río”.
En la cuadra sur que va desde Defensa hasta Bolívar estaba la Recova Nueva, con “altos”, con vereda ancha y cubierta por los arcos “Altos de Escalada”; allí solían ubicarse los vendedores con sus “bandolas” ofreciendo chucherías de poco valor, alfileres, cintas, anillos, rosarios, etcétera.
Su construcción –anterior al 1800– llamaba la atención desde donde se mirara debido al larguísimo balcón corrido que doblaba hacia la calle Defensa. En la planta baja, según nos cuenta Wilde, "por el año veintitantos había varios fondines, entre ellos uno muy acreditado, llamado ‘La Catalana’, propiedad de una rechoncha hija de Barcelona, en donde iban a comer los tenderos de los alrededores, la mayoría españoles, ‘el mondongo a la Catalana’; según es fama, se servía con mucho esmero y era muy celebrado. La fonda era objeto de grandes y honrosas alabanzas".
También se encontraban en los bajos el “Hotel Londres”  y unas cuantas tiendas de ropas. En el piso alto vivió por muchos años la familia propietaria: Antonio de Escalada, su esposa Tomasa de la Quintanilla y sus cuatro hijos, María Eugenia, Bernabé, Manuel y Remedios (futura esposa del general San Martín).  
Al cruzar Bolívar hacia el oeste había un importante edificio de dos plantas llamado “Altos de Aguirre” con su famoso “Café del Cabildo”.
Por la calle Alsina estaba el “Café de Marcos”, fundado en 1801, que fue centro  de reunión de los independentistas; más alejada la “Librería del Colegio”, único negocio porteño que conserva hasta hoy su rubro y ubicación desde 1785.
El Cabildo era el edificio más importante en la ciudad; nunca fue sede de gobierno, el virrey y más tarde los directores supremos residieron siempre en el Fuerte. 
En el Cabildo funcionaba el Ayuntamiento, la justicia y la cárcel. Cuenta J. A. Wilde que en el frente había dos inscripciones que decían “Cabildo de 1711” y “Casa de Justicia”, ambas destruidas por un rayo.
En la torre estaba la histórica campana que anunció el triunfo de la Revolución de Mayo y un enorme reloj que nunca estaba en hora. En los sótanos se encontraba la cárcel de mujeres.
El edificio no es el mismo que vemos hoy. En el año 1880 se aumentó su torre, luego en 1895 perdió la torre y su fachada española. Se le demolieron arcos laterales para abrir la Avenida de Mayo y la Diagonal Sur,  y finalmente en 1936 se decidió volver a su imagen hispana, reconstruyéndolo en base a planos,  pinturas  y daguerrotipos de épocas  anteriores.
Siguiendo por Bolívar hacia el norte estaban los “Altos de Pedro Duval”, casa señorial construida por este arquitecto francés, que en 1818 fue comprada por el Directorio para ser obsequiada al Gral. San Martín en premio por las victorias de Chacabuco y Maipú. Cuando se exilió a Francia la vendió a Manuel de Escalada que  luego se la vendería a Riglos, sus últimos propietarios y con lo cual pasó a la historia como “Altos de Riglos”.
En sus refinados salones a la francesa y en su balcón, cuentan que por casi tres generaciones se concretaron los romances más notorios y los casamientos más aventajados de la sociedad porteña. Hoy es la sede del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.
En los laterales de la Plaza se podrían encontrar algunas casas importantes, como la de Mariquita Sánchez de Thompson, en Florida 98, la de Manuel Dorrego en Perón 115, la de Juan Martín de Pueyrredón en Reconquista 11 junto a la de Marcos Balcarce en el numero 9 y en la esquina la de Cornelio Saavedra, número 88.
Por el lado sur de la plaza estaba la casa de la Virreina Vieja en Perú y Belgrano, la casa de Manuel Belgrano en avenida Belgrano 430, la casa de Anchorena en Perú 68, de Martín Rodríguez en Moreno 16, la del general Ignacio Frías en Piedras 121, la de Bernardino Rivadavia en Defensa 147,  la de María Josefa Ezcurra (hermana de Encarnación Ezcurra) en Alsina 455  y  la de Juan Manuel de Rosas en  avenida San Juan 74.  
 En la esquina de Balcarce e Hipólito Yrigoyen, junto a los bordes del foso del Fuerte se vendía carne de vaca, mulitas y perdices y sobre el sur verduras y frutas.
En la plazoleta del Fuerte, no sólo se vendía mercaderías, también era el lugar de las ejecuciones: cerca del foso se colocaban los banquillos  y se ahorcaba a los sentenciados y criminales.
El Fuerte siempre fue sede de las autoridades gubernamentales. El edificio, aunque lúgubre y descuidado, tenía en los altos y anchos muros bocas para cañones, almenas de vigilancia y un puente levadizo que lo comunicaba con la plaza y que constituía su entrada principal. Por el lado este que daba al río, había otra pequeña puerta llamada “del socorro”, usada como vía de escape.
El Fuerte estaba rodeado por un foso saturado de basuras que arrastraba la marea, dice Wilde: “nunca faltaban muchachos holgazanes, que en todas las épocas abundan, haciendo una rabona muy cómoda en el zanjón”.
Hacia el norte estaba el “Hueco de las Ánimas” reservado para un teatro, lugar desolado y tenebroso que sus buenas historias de fantasmas había provocado entre los vecinos de la ciudad. Al lado estaba el “Hotel Tres Reyes” (donde solían almorzar los oficiales ingleses en la ocupación de 1806).
Hacia el río, en el último lote, posterior a la Revolución de Mayo, hubo una caballeriza y una sastrería, propiedades de inmigrantes ingleses.
Por la actual 25 de Mayo esquina Rivadavia, estaba la “Gran Casa Amueblada”,  especie de bar-prostíbulo para marineros. Por la actual Rivadavia  a muy pocos metros en dirección al río  bajando por un mísero terraplén, se encontraba el Paseo de la Alameda que según cuenta Wilde “tenía  escasamente doscientas varas de extensión, (unos 167 metros), una fila de ombúes que nunca prosperaron y unos pocos bancos o asientos de ladrillos completaban el paseo público, al que concurrían las familias en los días de fiesta”.
Sin embargo otro viajero inglés, Samuel Green Arnold, en 1840 decía: “por la  alameda paseaba un montón de gente vestida de fiesta como en un baile, predomina la mantilla española aunque es común ver sombreros. Visten con mucho gusto y distinción, excepto que las damas se ajustan demasiado, es una moda reciente aquí. Muchos van en coche deteniéndose en fila, otros a caballo, pero una gran cantidad van a pie. Al oscurecer una doble fila de faroles sobre postes pintados de rojo punzó, de unos seis pies de alto, dan una luz que presenta una buena apariencia a toda la escena”.
 Cuenta Concolorcorvo, un viajero: “Esta ciudad está tan bien situada sobre la meseta y delineada a la moderna, con cuadras iguales de calles de regular e igual ancho, pero que se hacen intransitables a pie en tiempo de lluvias, porque las grandes carretas hacen huellas tan profundas que se atascan los caballos”.
La ciudad estaba sucia y descuidada, además de los ratones y perros, las calles estaban plagadas de moscas por las basuras acumuladas, la policía tapaba con desperdicios los pozos hechos por las carretas, como así también los mismos vecinos.
Era común que a algún carretero se le cayera muerto un caballo  (porque los hacían trabajar sin descanso; su costo era ínfimo), al ver que ya no le servía, lo desenganchaba del carro dejando el cadáver donde había caído.
En tiempo de lluvias se empantanaban los carros (estos no eran nada baratos) pero estaban los cuarteadores que tiraban con sus caballos percherones y largas cuerdas, hasta desenterrarlos. También los comerciantes improvisaban puentes con tablones de vereda a vereda para que pudieran entrar a comprar las señoras a sus negocios.
Hubo varios intentos de mejorar las calles en 1795 y 1798: se empedraron varias calles céntricas trayendo piedras de Colonia del Sacramento y la isla Martín García, porque aquí no había. En 1820, además de empedrar más calles delimitaron el catastro, y se prohibió continuar con la desordenada construcción de casas sobre las aceras.
Nos dice Wilde: “Las calles no se limpiaban nunca, sólo de tiempo en tiempo los copiosos aguaceros las convertían en verdaderos mares, escurriendo las aguas hacia los arroyos Terceros, arrastrando la agitada corriente, cuanto hallaba en su curso”.
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Fuentes:
José Antonio Wilde: Buenos Aires de 70 años atrás
Concolorcorvo:  El Lazarillo de ciegos caminantes
Prestigiacomo y Uccello: La pequeña aldea 

Imagen: Demolición del Fuerte de Buenos Aires hacia 1854.
Texto tomado de la página: www.barriada.com.ar