(De José Muchnik )
No se hablaba de ecología, el “progreso” olía aún a pasto fresco, el sueño del coche propio no se había convertido en pesadilla embotellada, sabíamos que la Tierra no era plana, que no estaba sostenida por gigantescos paquidermos, que el sol no giraba a su alrededor, (aunque probarlo costó más de un “hereje” en la hoguera). Pero quién hubiera imaginado recalentamiento planetario, energías sofocadas, basuras intratables. No, no sostengo que todo tiempo pasado fue mejor, digo que el futuro perdió transparencia. Los que cargamos medio siglo en los huesos debemos contar –medio por placer, medio por deber–, contar, no para dar lecciones, sí para hilvanar, para poner bisagras entre generaciones. La niebla es mucha, contar no despeja la niebla mas puede servir en la travesía, a tantear encrucijadas, olfatear predadores, imaginar praderas soleadas. Entonces cuento...
Había una vez un barrio llamado Boedo, con adoquines, vacas lecheras, carnavales de agua, mate en la vereda… En el barrio había una ferretería, en la ferretería había un mundo de cosas: martillos, serruchos, escobas, plumeros, pavas, bombillas, calentadores o lámparas a querosene… Los clientes podían comprar seis clavitos, dos tarugos, tres metros de soga, un puñado de masilla, tachas por docena para adornar baleros o maquillar viejos tapizados.
No es fácil contar, recordar pequeñas cosas que ritman vidas y ciudades. Cuando Mario me dice: Dale, Josecito, mandame otra viñeta, me pregunto ¿y ahora de qué hablo? No me gusta llorar nostalgias de un mundo perdido, o lloro solito, a lo macho, así se decía, así nos enseñaron. No hacen falta lágrimas para empapar ambientes, sensaciones de un mundo que fue y que de alguna manera sigue siendo, sigue enviando señales al presente, como luces de una estrella lejana navegando en el tiempo llegan aquí y ahora, a los umbrales resbaladizos de este tercer milenio. Les contaré algo casi insignificante: la venta al menudeo.
“Para muestra basta un botón”, asombrosa sabiduría de refranes populares, el menudeo, botón de una época, pequeño detalle revelador de un mundo al que poco a poco lo fueron envasando: un envase pequeño en otro más grande en otro más grande. También fueron envasando a la gente, cada uno en su cajita, cada cajita en su piso, cada piso apilado con otros pisos formando edificios, complejos habitacionales, ciudades desbordadas por miles de envases que vuelven a las calles preguntando por su destino.
En esos años era el reino del menudeo, antes de entrar a la ferretería pasen por el almacén de Don Elías, en Boedo al mil doscientos, lado números pares, casi esquina Tarija. Azúcar, fideos, porotos, lentejas, pastrom, queso blanco…, todo se vendía al menudeo, también los huevos, tres, seis, los que desee, envueltos en papel de diario. Olía lindo el almacén, especias sin camisa de celofán seducían con sus aromas a galletitas ansiosas en sus latas, espiando a través de las ventanas la llegada del cliente prometido. Algunas de chocolate, algunas merengadas, algunas surtidas..., caían revolcadas en bolsitas de papel. Ahora cada galletita en un envase, dentro de otro, dentro de otro... Así estamos, todos galletitas envasadas en envoltorios sucesivos, cubiertos por pieles, reglas, leyes que... ¡Josecito! Siempre el mismo, ya empezás con tus proclamas revolucionarias, ¿por qué no terminás lo que estabas contando? Tenés razón Mario, de todos modos “lo que hay de más profundo en el hombre es la piel” (1), tal vez la verdadera revolución pase por un cambio de piel, quiero decir…, de acuerdo, de acuerdo, sigo…
La ferretería también era el reino del menudeo. Tiza, yeso, cal, aguarrás, solvente, “thinner” (así le decíamos en inglés acriollado) aguardaban el pedido en barricas y tambores: un kilo, medio litro, dos, lo que desee, en bolsitas de papel o botellas de vidrio (recicladas diríamos hoy). Los rollos de soga, colocados en un ingenioso marco con varillas, giraban en torno a su eje, en el mostrador dos marcas señalaban un metro… claro que adujar quince o veinte metros de soga para no entregar un matete ensortijado requiere cierto aprendizaje. De pibe me gustaba hacer eso, mientras miraba al cliente desde mis nueve años, la iba enrollando distraídamente entre la mano y el codo, sentía la mirada admirativa, no hacían falta palabras, tenga doña / don, concluía con orgullo.
Poco a poco el menudeo se va extinguiendo, como el rinoceronte blanco o el tatú carreta, y con el menudeo algo más fue desapareciendo ¿se dan cuenta? ¿no se dan cuenta? ¿una ayudita?, ¡dale que va, dale “nomá”..! En esta ferretería estamos p’ayudar. Es como el menudeo, pequeño pero importante, algo que le daba encanto al comercio, algo que entibiaba la compra / venta. ¡Sí señora! ¡La yapa! Pobre yapa, hasta la palabra está cayendo en desuso (2). Si me habré ganado sonrisas agradecidas con la yapa, otro de mis poderes de pibe en la ferretería vieja. Luego de pesar el kilo de tiza o de medir la soga dejaba pasar unos instantes y agregaba el regalito, aquí va la yapa doña / don... Con los años me doy cuenta de que ganaba de lejos en el intercambio, un puñado de tiza por una sonrisa..., si todavía pudiera.
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(1) Expresión del poeta Paul Valéry «e qu'il y a de plus profond dans l'homme c'est la peau» (Traducción del autor).
(1) Expresión del poeta Paul Valéry «e qu'il y a de plus profond dans l'homme c'est la peau» (Traducción del autor).
(2) Yapa: añadidura gratuita, del quechua “yapay”: añadir.
Imagen: Interior de una vieja ferretería.
Nota tomada del periódico “Desde Boedo”.