21 mar 2014

La serpentina (hoy espuma)



(De Mario Bellocchio)

Los Carnavales. Desde el virreinato hasta el presente pasando por la época de Rosas. La influencia de los negros y la inmigración de fines del siglo XIX. Las comparsas y las murgas. Los 8 grandes bailes 8. La desaparición durante el Proceso. Y los actuales corsos de un mes de vigencia en los fines de semana.

Cuando el Virrey Vértiz, allá por 1770, pena con azotes a quienes “toquen el tambor”, y sólo un año más tarde restringe los bailes a lugares cerrados, escandalizado por el “desenfreno”, no hace más que responder a la presión de las clases altas de la ciudad reacias a tolerar los bailes y juegos de agua, importados ya hacía tiempo en ese entonces, por los primeros conquistadores como parte de los “festejos populares” del Carnaval en Europa.
Resulta risueño aunque penoso leer en el lenguaje con que se publicaron, el texto de los edictos virreinales: “que se prohivan los bayles indesentes que al toque del tambor acostumbran los negros…, así mismo se prohiven las Juntas… prohiviéndose también los juegos de cualquier clase que sean; todo bajo pena de doscientos azotes, y de un mes de barraca a los que contrabiniesen”. Sin embargo, tras la inauguración del Teatro de la Ranchería –en  1783– iba a ser el Carnaval el que le diera rentabilidad a la sala y las primeras muestras –aún vigentes– de que se podía lucrar gracias a Momo.
La rebeldía popular, como esencia del Carnaval, se manifestaba en las calles del virreinato con juegos de agua o de harina. Y bailes callejeros espontáneos a los que la comunidad negra aportaba sus ritmos. Una particularidad de la época era arrojar huevos, a los que se había reemplazado su contenido de origen, por agua.
La Revolución de Mayo no contribuyó a la libertad con su aporte en ese sentido: en 1811 un bando del Cabildo ordenó que “en lugar de la bárbara costumbre del Carnaval, todas las músicas de los regimientos se repartiesen en los parajes públicos…, que se pudiera bailar en las plazas por todo género de personas, pero que en ninguno de estos actos se hiciese uso de agua…”.
Sienta basa –sin embargo– la liturgia de la rebelión por un día frente a la que, se sabe, hasta las más rigurosas tiranías giraron sus cabezas para evitar ver lo que obraba como válvula de escape con plazo fijo de finalización. Y el grado de pintoresquismo y morbo que constituían esas expresiones para las clases pacatas y que siempre obró, permisivo, como un reojo voyeurista. Véase, si no, un fragmento de la descriptiva de esas celebraciones que José María Ramos Mejía hacía en referencia a la época de Rosas: “los negros inundaban la ciudad al son de pintarreajeados tambores, cruzaban las calles, tocando monótonamente, no una música, sino un ruido del más desastroso efecto… […] Las negras… […] abalanzábanse a los carros enardecidas por las flagelaciones del agua y el bárbaro y obsceno entrevero se hacía general. Todo contribuía rabiosamente a estimular los más bajos deseos…”.
Por lo contrario, algunos grupos de mayor nivel, de costumbres más relajadas, recogían afirmaciones de este tenor: “Gracias a Dios que nos vienen tres días de desahogo, de regocijo, de alegría. Trabas odiosas, respetos incómodos, miramientos afectados que pesáis todo el año sobre nuestras suaves almas, desde mañana quedáis a nuestros pies, hasta el Martes fatal que no debiera aparecer jamás…, podemos estallar un huevo, relleno de lo que nos dé la gana, sobre la frente más dorada, sobre las niñas de más bellos ojos, sobre la nieve del más casto seno… Por mi parte, no puedo menos que aconsejar a las personas racionales y de buen gusto, que corran, salten, griten, mojen, silben, chillen, cencerreen a su gusto a todo el mundo, ya que por fortuna lo permiten la opinión y las costumbres, que son las leyes de las leyes”.
Hubo tensiones, sin embargo, en los Carnavales de los tiempos del Restaurador: lo que en principio fue permisivo y hasta auspiciante sufrió un brusco cambio en 1844: “las costumbres opuestas a la cultura social y al interés del Estado suelen pertenecer a todos los pueblos o épocas. A la autoridad pública corresponde designarles prudentemente su término. Considerando… que semejante costumbre es inconveniente a las habitudes de un pueblo laborioso e ilustrado; que son perjudicados los trabajos públicos…; que la higiene pública se opone a un pasatiempo del que suelen resultar enfermedades… El gobierno ha acordado y decreta: Art. 1º: Queda abolido y prohibido para siempre el Carnaval”.
Nada es para siempre. Ni los decretos de Rosas. Diez años después retornaban los festejos y, convenientemente reglamentados, con carteles en las entradas de los salones, se reanudaron los bailes mientras que los juegos de agua fueron perdiendo vigencia por sí solos.
En 1863 un edicto policial pone en vigencia el primer Reglamento para comparsas que abre un registro para anotación de postulantes.
Seis años más tarde, en 1869, se inaugura el primer corso oficial de la ciudad de Buenos Aires, sobre las calles Rivadavia, Florida y Victoria (Hipólito Yrigoyen), con la particularidad de que a la mayoría negra de las comparsas se agregan algunas integradas por jóvenes provenientes de clases altas, seguramente como parte de las actitudes “escandalizadoras” propias de los aristócratas de la época.
El comienzo del siglo XX sorprende a los festejos del Carnaval en la ciudad con la incorporación de las grandes masas inmigratorias.  Un par de decenas de corsos de los llamados grandes –con auspicio municipal– agregan a la estadística los vecinales. Ya no son sólo el centro –la Avenida de Mayo– y los barrios con historia de negritud: San Telmo y Monserrat. Belgrano, Barracas, Parque Patricios y La Boca se suman al listado de aquel tiempo en que los límites barriales eran tan imprecisos como la voluntad de pertenencia de sus vecinos.
En los años 20 cobran magnitud los bailes de Carnaval de los grandes clubes de fútbol (San Lorenzo) y las grandes entidades de origen inmigratorio (Centro Lucense, Club Italiano). Y los más pequeños aunque numerosos encuentros bailables de las asociaciones de fomento y agrupaciones barriales de colectividades como La Balear, en Boedo, o, poco después el club Mariano Boedo.
El corso de la avenida Boedo en las proximidades de San Juan se asienta y prestigia con sus desfiles de carrozas y concursos de máscaras.
Los años treinta y los cuarenta, sobre todo, recorren la época de mayor esplendor de las celebraciones del Carnaval. El ascenso social de los cuarenta fue generoso en aporte de familia, mascaritas, disfrazados, carrozas, bailes, orquestas de primer nivel en vivo, o el consabido “con las más selectas grabaciones” para aportar al “lleno” del modesto club barrial. La “liberta-fusiladora”, convengamos, en cuanto a las celebraciones del papel picado, sólo vigilanteó “permisos de disfraz”, que no retacearon brillo a las reuniones.
Allá por el 56, nacía para Boedo su murga decana, “Los Dandys”, que pudo mantenerse unida y festejante hasta la actualidad. Mientras tanto debieron sobrevivir a la decadencia de los setentas con desaparición procesista del Carnaval y todo. “En 1976 los militares no prohíben el Carnaval. Hacen con él, lo mismo que con tantos cuerpos, tantos espacios, tantas otras manifestaciones culturales: no lo prohíben, lo desaparecen. Mediante el decreto 21.329, firmado por Jorge Rafael Videla, Julio Bardi y Albano Harguindeguy, se declaran los días no laborables, omitiéndose los lunes y  martes de Carnaval (que hasta allí eran feriados nacionales). Esto es, los hace desaparecer, los borra, así, sin explicación alguna” (1).
En el 83 las diez murgas supérstites comienzan una paciente labor de regeneración. Quince años más tarde ya son cien que pelean por la reivindicación de los feriados y, finalmente, el 22 de abril de 2004 logran que se apruebe por unanimidad la ley 1.322 que declara como “días no laborables los lunes y martes de febrero que caigan 40 días antes de la celebración de la Pascua”. La ley finalmente se sanciona en junio, pero el feriado se reduce a “obligatorio para el Sector Público de la Ciudad de Buenos Aires, y optativo para las actividades industriales comerciales y civiles en general”: un triunfo condicionado, pero triunfo al fin.
“Gracias a Dios que nos vienen tres días de desahogo, de regocijo, de alegría. Trabas odiosas, respetos incómodos, miramientos afectados que pesáis todo el año sobre nuestras suaves almas, desde mañana quedáis a nuestros pies, hasta el Martes fatal que no debiera aparecer jamás…, podemos estallar un huevo, relleno de lo que nos dé la gana, sobre la frente más dorada, sobre las niñas de más bellos ojos, sobre la nieve del más casto seno…” decía la prédica anónima de la época de Rosas. Los tres días con el “fatídico martes” se han transformado en diez –mínimo–, y la reconquista de los feriados se desplaza en el almanaque –de corsos, por lo menos– a límites mayores a las bienvenidas tradiciones carnavaleras de todos los tiempos.
“Por cuatro días locos / que vamos a vivir. Por cuatro días locos / te tenés que divertir” (2), decía Alberto Castillo en los años cincuenta.
Pero son diez los días –noches– a puro choripán y espuma... ¡Y abstemias!
Una legítima conquista opacada por la desmesura, quizá reivindicándola como la esencia misma del Carnaval. 

CARNAVAL 1959 EN EL TEATRO "BOEDO"
Un programa del teatro "Boedo" que detalla el desfile artístico ofrecido para el Carnaval de 1959 nos lleva al recuerdo de aquellas festivas jornadas con derroche de alegría, disfraces, papel picado y serpentinas. “Nuevamente esta tradicional sala de Boedo brindará otra fiesta de alegría y sano humorismo, que como en años anteriores resulta un espectáculo maravilloso para la vista y el espíritu de grandes y chicos. Algunas de las 100 atracciones de comparsas, murgas, orfeones, centros gauchescos, humorísticos, acróbatas, clowns, payasos italianos, marinos, que en desfile ininterrumpido se presentarán en esta sala.” Así describe el texto de presentación del programa del teatro "Boedo" en lo que va del 7 al 15 de febrero de 1959 “en sus 41 años de ininterrumpida labor”.
Las “5 horas de maravilloso espectáculo” se anunciaban animadas y presentadas por “Seyer, flauta de extraordinario prestigio, de consagrada actuación como artista y director artístico”. Desfilaban por el escenario en una continuidad que comenzaba a las 9 de la noche y se prolongaba hasta las 2 de la mañana del día siguiente, una increíble variedad de números, preferentemente circenses, donde los payasos, cómicos, murgas y acróbatas constituían el núcleo con mayores representantes. No estaban ausentes las curiosidades anunciadas entre signos de admiración como “¡Don X, domador de fieras! y su jirafa amaestrada”, o  “Rinard y su circo de pajaritos”, la “¡Sensacional atracción! única en su género y exclusiva de esta sala: ‘Los diablitos’, troupe de potrillos comediantes” o los “Sin iguales” (diablos y noches), disciplinado centro de clowns y acróbatas, 150 personas en escena acompañados por banda. Uno imagina que no aparecerían juntos a riesgo de tener que desalojar la platea para producir el espacio necesario. Finalmente el programa nos informaba el precio de las entradas: 25 pesos por platea, pullman o entrada a palco. Y un palco con 4 entradas $120 (serpentina y papel picado aparte).
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Notas:
(1) Historia del Carnaval Porteño, Paula Horman y Daniel Vidal, 2007, www.agenciapacourondo.com.ar/ESPECIALES
* Los datos y citas mencionados tienen como fuente la nota referida.
(2) “Por cuatro días locos”, de Rodolfo Sciammarella, 1953.

Ilustración: Programa del teatro "Boedo" para los Carnavales de 1959.