(De José Felice)
Boedo comenzó a tener, acaso, su verdadera fisonomía intelectual por el tiempo en que Munner llenaba los estantes de su librería con las ediciones de folletos y libros a bajo precio, que lanzaba aluvionalmente la imprenta de don Lorenzo Rañó, quien fuera editor de algunas de las buenas novelas de Roberto Arlt, acabando por despertar la barriada con la incruenta batalla literaria conocida por Boedo contra Florida. De esto y otras cosas interesantes se ocupa Leónidas Barletta. Asimismo, alguien mejor informado que yo, por haber actuado dentro del círculo que presidía José González Castillo, probablemente recuerde la gallarda figura del autor de Los invertidos, inolvidable en su provechoso paso por la Universidad de Boedo, y las tenidas organizadas por él en las hosterías de Boedo, de Carlos Calvo y de San Juan, que en cada una de ellas era Castillo bienvenido y bienquerido, y en cuyos comedores eran amenas y amanecidas las peñas en las que intervenían asiduamente Julio Crucciani, Vicente Roselli, León Fiel Caminade, Marconi y Caiola, Soiza Reilly, Caputto de memoria prodigiosa, Marchi, y, a veces, Folco Testena, García Velloso, Rodrigo Soriano, Villaespesa, Beltrán y Alberto P. Cortazzo, el más indicado como para evocar aquellas noches inefables que se vestían de amaneceres en “Los Vascos” o en “El Vesubio”.
Ya en el periódico El literario mostraba su valor una pléyade formada por Bufano, César Garrigós, García y Mellid, Arzubiaga, Galíndez, Aramburu y Belluzi.
Por aquel mismo entonces un grupo de muchachos más jóvenes constituíamos el Círculo Literario Almafuerte, lleno de pretensiones y entusiasmo, que en el transcurso de pocos meses había reunido unos treinta cultores del verso y de la prosa. Pero el círculo había a poco de desaparecer por cuanto sobraron los dedos de una mano para contar los que sufragábamos los gastos se secretaría. No obstante esta desdicha no nos desanimamos y conservamos el entusiasmo dartagnesco y mantuvimos y atizamos el deseo ambicioso de hacer alguna cosa que condijera con nuestro ideal. Se nos presentó en buen momento la tabla salvadora en la querida persona de Luis Maillard, quien editó por su cuenta la revista Boedo hasta el número 12 en que feneció. Durante la existencia de esta publicación, su propietario no cercenó en lo más mínimo nuestra libertad de acción, circunscribiendo sus derechos a la administración de la misma. Llegó ella a contar como colaboradores, para honor nuestro y por gentileza de González Castillo, a Rodrigo Soriano, Villaespesa, Jaén y otros.
No recuerdo con qué honestos malabarismos editamos más tarde Cerebro, publicación de sesenta páginas que alcanzó a subsistir seis números. Todo había ido bien hasta aquel entonces; nos reuníamos a menudo en casa de cualquiera de nosotros o en un rincón del café “Dante”, cultivando una camaradería envidiable, sin descuidar de amasar ensueños y fantasías. Entusiastas y desaprensivos nos creíamos –¡oh, credulidad de la primera juventud!– con las manos asiendo la mancera como quienes aran los surcos ventrales del mañana. Pero los contrastes sucesivos si bien no nos desgalgaron nuestra vocación, la sacudieron con tanto encontronazo; y ya, como dijera alguno, faltos del banco en donde sentarse, se disgregaron en su mayoría los vocacionistas que nos acompañaron en aquellos ayeres que no borró ni deslució el tiempo; no olvidamos a Oreste, el de los silvos embriagantes y los rondeles enloquecedores; Delle Ville, que más tarde rompiera cien lanzas en Balcarce; Villamarín, con sus sonoros alejandrinos, el inteligentísimo trovador que ocultaba su identidad con el pseudónimo de El Abate Casanova; Gustavo Riccio, poeta expresivísimo; Negretti, que engarzaba turquesas en el broche de sus sonetos; Casildo, el torrentoso volcador de versos deletéreos; Imondi y Bartoletti, los camaradas cordiales; Fragola, con sus octosílabos quintaesenciados; Foscaldi, con sus obras teatrales; el Apeles Bedecarats; César Garrigós, ahito de ideas pletóricas de majestad y belleza; Martín Domínguez, el retorcedor de endecasílabos; Avelino Serra, el parsimonioso; Firpo Garelli, poeta cabal; Julio Camilloni, que daba sus pininos por el campo de las letras; Teófilo Olmos, dado al cultivo de rarezas; Adolfo C. Revol, agresivo y mordaz, y tantos otros que estuvieron con nosotros en la etapa más encantadora de nuestros afanes y de nuestras inquietudes; etapas en que aprendimos como Horacio, que: “Los cantos no dan pan”.
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Imagen:Esquina sudeste de San Juan y Boedo en 1935
Tomado del libro: Pasión de Boedo Aires, Ediciones Boedo 21, CABA, 2000.