(De Rubén Derlis)
Sentado a una de las mesas que están contra la pared, un hombre escribe. Está lo suficientemente alejado como para creerse aislado de los demás, pero lo bastante cerca del amplio ventanal, para sentir con la mirada la euforia que afuera genera la ciudad peleándose con todos y con nadie. El ámbito del bar bulle pleno de un murmullo humano que, lejos de distraer a nuestro personaje, lo lleva en remolino hasta lo más hondo y blanco de la hoja, donde algo está naciendo. Nada lo distrae: ni el mozo que ordena su pedido y suelta la bandeja sobre el mostrador; ni el maltratarse de a tres de las bolas de billar sobre el ring rectangular del paño verde; ni el rodar a los tumbos de los dados mareados de cubilete, que armarán generala o cero al as según el azar lo disponga; ni el tango, que entró firuletero y sin permiso desde la máquina musical ubicada junto a la columna espejada. Todo este bullicio se origina en el fondo del local, más allá de la mampara de madera –escasamente más alta que una persona–, rematada en un largo vidrio esmerilado, con bisel, que separa el salón principal de otro más íntimo: el reservado. Terminado lo suyo, nuestro hombre da un último, casi mecánico sorbo al café que suponemos ya helado; cierra el cuaderno; mientras se incorpora enciende un cigarrillo; luego empuja la puerta vaivén y en la calle se confunde entre los desconocidos iguales.
Esta escena se repetía a diario hasta mediados de los 70, tanto en los bares del Centro como en los de cualquier barrio. Cada uno de nosotros tenía su café preferido, y en la mesa habitual –de desnuda madera o frío mármol– creímos, al menos una vez, que poníamos el punto final al poema exacto o rematábamos con la frase precisa ese cuento que cerraba tan bien. Pero más allá de lo que se pudo crear con mayor o menor acierto, lo que me interesa destacar es la invisible presencia de ese ámbito en las páginas de los poetas y escritores que, amantes de sus sitios, escribieron por los bares porteños.
El café de Buenos Aires, se lo mire por donde se lo mire, resulta ser una prolongación de la calle, posee la impronta del barrio al que pertenece, tiene igualdad de espíritu con lo que acontece más allá de sus ventanas y es tan cómplice –si cabe el adjetivo– como el que más, de ciertos acontecimientos, porque no pocas veces, y la historia viva de la ciudad así lo ha registrado, estos hechos comenzaron a cobrar cuerpo entre sus paredes; de ahí que siempre haya sido más protagonista que testigo de toda gesta ciudadana.
Seguramente algo habrá tenido que ver el “Canadian” de Boedo y San Juan con Isidoro Blaisten, porque no pocas líneas de al menos dos de sus libros de cuentos fueron escritas allí. En el viejo “Ramos”, aquel del vaso de tinto y la ginebra doble, Luis Lucchi poetizó lo que parecía imposible, y hubo tal simbiosis entre poeta y café, que leerlo es volver por la amplia puerta esquinera del bar de entonces. Algunos poemas de Mario Jorge de Lellis no pudieron ser confesados al papel en otro lugar más que en el “Gildo” de Corrientes y Medrano –no éste de ahora, ni el de antes de éste, sino en aquel de un tiempo bastante más atrás–. Cuando se lee Los premios, esa novela que da la impresión de estar inconclusa, por su final abrupto, es como tocar la mesa del “London” donde Cortázar fraguó algún capítulo, y más allá de la indudable maestría del gran armador de historias esto sucede porque también el entorno de aquel ámbito se metía en sus cuartillas al tiempo que el escritor movía su pluma. No es casual tampoco que varias de las piezas cuentísticas de Lubrano Zas reflejen con exactas tonalidades el color que poseía la noche –casi olvidada del alba– en el interior de “El Estaño”, ni que algunos de los personajes que deambulan por las páginas de Contracuentos, de Alberto Núñez, posean el carácter de la gente que habita apenas un poco más allá de la General Paz , porque fueron gestados en “El Americano” de Rivadavia y Catamarca, donde el ambiente era mayoritariamente suburbano. A algunos de estos bares sólo les queda el nombre; otros fueron remodelados según el gusto del momento –lo cual quiere decir que ya no son los mismos– y otros desaparecieron, dejando el humo del recuerdo que guardan algunos memoriosos.
Llegado a este punto surgen preguntas: ¿dónde escriben sus versos o plantas las primeras líneas de su prosa los jóvenes de hoy? ¿Únicamente en la intimidad de su cuarto frente a la computadora? Supongo que no; deben tener también su café preferido para gestar el comienzo de una emoción que, las más de las veces, demanda ser plasmada entre las pareces de ese reducto donde es posible estar solo aunque parezcamos fundidos con las vidas de los otros. Si es así: ¿da lo mismo cualquier café? ¿O se peregrina hasta dar con el que tenga (según gusto y entender del que ha emprendido la búsqueda) más sabor a Buenos Aires –por imperiosa necesidad de seguir respirando la ciudad aun después de abandonar sus calles– y recién entonces sentarse a acometer la empresa?
No puedo aventurar una respuesta; optar por la afirmativa no sería más que una expresión de deseo. Pero como me dirijo a los novísimos poetas y escritores de estos adoquines, que a veces no pisan porque vuelan llevados por su locura fértil y otras veces sienten su frío hasta la soledad, cuando arrastran la mufa por su gris desparejo, supongo que puedo ceder a mi deseo e imaginármelos sentados a una mesita de un bar en cuyo microclima florece Buenos Aires, gozando y sufriendo la pasión de crear. ¿Qué bar? Cualquiera estará bien, con mayor o menor brillo, a condición que sea genuino y de estirpe porteña, es decir: que el ángel que lo habita conozca los mismos códigos que tiene esta ciudad. De ser así, estaríamos preservando un sitio más de los tantos que hacen a nuestra identidad; entonces, si se nos ocurriera, parafraseando a Horacio cuando aseveraba: “No perdurarán los versos escritos por bebedores de agua”, bien podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que no perdurarán los versos escritos sobre una mesa de “MacDonald’s”.
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Foto: Interior del café "El Federal" en San Telmo (foto tomada de buenosaires12.com.ar)
Nota del libro de R. D.: Boedo y otras adicciones, Bs, As, 2000.