En un artículo de nuestro amado John Berger dice: “El misterio de París. ¿Cómo es posible captar una imagen de la ciudad, dibujarla? No ya la imagen oficial, acuñada en las monedas de la historia. Algo más íntimo”. He aquí, querido lector, el tema que nos debe preocupar cuando intentamos definir algo sin caer en estereotipos o populismos irracionales, sin dejarnos llevar por la industria cultural ni por un intelectualismo sin esencia. Esta misma pregunta quizás la hizo Woody Allen cuando filmó esos tres minutos iniciales de Medianoche en París. Hay otros ejemplos, pero estos son los más recientes para un lector urgido por el tiempo, el desconocimiento y la abulia. Un querido lector, un querido amigo -me refiero al escritor Edmundo Moure- sabe perfectamente qué estoy diciendo.
El Antichton o la antitierra es un lugar místico de cuya existencia Pitágoras nos dejó un testimonio. Antichton es un país al revés, definitivamente negado e imposible para los seres humanos. Allí, como en las canciones de María Elena Walsh, existe el mundo del revés. La nieve cae hacia arriba, los árboles crecen hacia abajo, el sol luce negro, los habitantes son gente de dieciséis dedos que entran en trance bailando... Se decía que ellos no podían venir hacia nosotros ni nosotros hacia ellos. Era lógico, desde el absurdo. Más tarde, todo el medioevo habló del otro lado del globo. Para los griegos -recordemos- el hemisferio sur estaba deshabitado y era inhabitable.
Ulises, en busca de la montaña del Purgatorio sabía que se encontraba en el corazón, en el centro de Antichton. De donde nadie regresaba. Dante y Virgilio, en la Divina Comedia encuentran a Ulises ardiendo en el octavo círculo del Infierno por haber intentado llegar a la montaña prohibida. ¿Fue como un alma muerta? No. Era un ser viviente sediento de conocimientos. Pero Ulises -hay que saberlo- fue afortunado, pues arrancó la Rama de Oro -que es el pasaporte para regresar al país de los vivientes- y rompe con la profecía de Tiresias, el profeta ciego, que señaló que el héroe no hallará la dicha en su palacio de Ítaca y que la Muerte le llegará del mar.
En la palabra está la sensibilidad, la vibración que ennoblece la lucha dramática con el objeto. (Esta es en parte la razón por la cual desde el gobierno se fue generando irritabilidad, ceguera, egolatría, revoluciones orales. Imbecilidad estructural, sin duda.) Hay siempre una serena desesperación. Por eso el auténtico poeta busca su propio tono, su propio clima, en un lenguaje exento de complicaciones, anhelando una mirada humanísima, pero sensible a las cosas sencillas y cotidianas.
Vivimos en una suerte de comedia humana tan colorida que por momentos nos impide una interpretación dramática. En estos años de globalización la palabra parece caer en un abismo, y el estilo del país del norte, los audiovisuales o las empresas del sol naciente generan una civilización que sobrevive a costa de un fantasma que parecía atravesar Europa.
Arquíloco satirizó a los dictadores: "Hoy es Leófilo quien manda. Leófilo es el amo absoluto. Todo repta a los pies de Leófilo. No se oye más que a Leófilo". Recordemos que este nombre, un apodo, significa "amigo del populacho".
En cada momento hay que elegir. Frente a las situaciones morales, patrióticas o familiares, hay que elegir. Elegir ya no es una posibilidad. Sartre nos advirtió: "Uno está condenado a la libertad". Es aquí donde aparece el peligro del fascismo.
Desde estas diferentes miradas cómo elegir la de nuestra ciudad sin caer en configuraciones equívocas o sin sentido verdadero. Ante ciertas ciudades, ante algunas aldeas, nos enfrentamos a lo inteligible y, a veces, a lo ininteligible. Estamos intentando aproximarnos a una lectura profunda, a una vigorosa vivencia. Podríamos arriesgar afirmando que Buenos Aires es metáfora, desplazamiento. Si esto fuera así cabría admitir que existe un horizonte de silencio en el cual nos perdemos, en el cual buscamos una identidad, una palabra. Una suerte de universalidad donde nos sumergimos en aquellas palabras de Thomas Merton cuando habla del sumergirnos en el aprendizaje de la entrega personal, “a la autoridad de un Dios invisible”.
Dejo, querido lector, que cada uno defina el aliento poético en ese espacio infinito de fracciones. No se olvide de aquello que recordaba Ionesco: “Pensar contra la corriente del tiempo es heroico; decirlo, una locura”. Hasta la próxima semana, si las martingalas de los políticos lo permiten. Ahora, me voy a caminar las calles de ciudad. Intentaré ignorar el frío, la suciedad de sus calles, los harapos, las plazas ocupadas, la pobreza, la prostitución en cada cabina telefónica, en cada parada de colectivo, la demencia de pobres seres cobijados por cartones, los niños alimentados por mate cocido, porro y cerveza. Caminaré solo, por supuesto.
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Foto: Durmiendo en la calle entre cartones.