8 ago 2011

Despedida a Ernesto Goldar


(De Fernando Sánchez Zinny)

Atildado, enjuto, sonriente, a veces burlón, a veces tierno, pero siempre con un matiz ingenuo y melancólico que los años porfiaron en acentuar, Ernesto Goldar fue una imagen recurrente e insoslayable de nuestro Buenos Aires, del Buenos Aires que transitamos, alimentados por fragmentos de poemas, por memorias huérfanas y por anécdotas atesoradas con displicencia de ociosos.
Acaba de dejar estas calles a cuyo amparo nació en 1940. Ensayista y poeta, ofrendó sin tasa su vida a las pasiones de la literatura y del intento de esclarecer cosas de la política y de la sociología. Egresado en letras, docente y periodista a ratos, investigador de recovecos de narrativa, conferencista y coordinador de talleres literarios, merodeador del periodismo y de la docencia, su vida atravesó asimismo circunstancias bien más infrecuentes como la de ser asesor de la industria cinematográfica y frustrado postulante a una senaduría nacional.
Autor de una veintena de libros de asedio literario e ideológico, entre ellos –y los nombres son , en sí, una definición de sus recorridos y desvelos– El peronismo en la literatura argentina, La mala vida, Jauretche, Proceso a Roberto Arlt, Buenos Aires: vida cotidiana en la década del 50, John William Cooke y el peronismo revolucionario, Los argentinos y la guerra civil española, La clase media en el 83 y ¿Qué hacer con Perón muerto?, su obra poética se circunscribe a tres densos volúmenes de unívoca intención y muy personal tono: Feria en San Telmo, de 1981; Instinto de conversación, de 2005; y En voz desmayada y baja, de 2009.
Aunque por muchos años no dedicó sino esporádicos esfuerzos a merecer que se lo calificase así, muy desde sus comienzos se lo tuvo por poeta, casi por poeta por antonomasia, y cuando lo conocimos, hacia 1968 o 69, en casa del “loco Puig”, Catamarca entre Humberto Iº y San Juan, fue para todos el poeta Goldar, al que todo libro de poemas debía serle acercado, por lo que fuese: por el azar de un elogio o siquiera de un juicio. Era ya igual a como cupo caracterizarlo en años recientes: amable y a la vez cáustico, pícaro y juguetón a despecho del empaque erudito. Y también, como hasta hace unos días, inmensamente reservado: a gatas sabíamos que trabajaba en el loquero, así como más tarde se supo que lo hacía en un laboratorio. Y no mucho más; o nada más.
Goldar era misterioso y huidizo con ganas, lo que de alguna manera construía en sí el carácter arquetípicamente distante del porteño pretérito; cerrada discreción que, según el canon clásico, se decantaba en sutilezas y en una impecable noción de la amistad, en un compañerismo enigmático y perpetuamente comprensivo.
Judío que callaba serlo sin llegar a negarlo, sus andanzas políticas lo conectaron con exclusivismos muy disonantes con ese origen, en una época y ante una generación en la que el encono prejuicioso era moneda corriente. Agudo izquierdista juvenil terminó adentrándose con fruición de navegante abstraído –y absorto– en las aguas estancadas del revisionismo rosista y no sintió jamás la obligación de explicar esa presunta incongruencia, que acaso no lo era para su índole ahincadamente intelectual, renuente al realismo de los hechos y anclada con ejemplar devoción en el realismo de las ideas. Es cierto, por otra parte, que ningún provecho sacó de sus contradicciones y que sí cosechó de ellas, en cambio, bastantes rechazos y desaires. Entre amigos se ha comentado que ésa fue la razón de su vuelco tardío hacia la poesía, ámbito en el que no obstante el inevitable cortejo de egolatrías y mezquindades, habría encontrado mucho más reconocimiento que en las asperezas anteriores. De ser esto verdad, sería un motivo añadido y por demás significativo para justificar la gratitud que la poesía nos inspira.
Goldar poeta no cantaba casi, más bien contaba; no invocaba sino que describía y su voz era una voz precisa, voz reconocible de quien no quiere engañar ni engañarse. Buenos Aires estaba siempre atrás de sus desencantos a medio renglón: “Hay bares en la ciudad que me ocasionan encuentros / conversados sobre un proyecto de todos / para vivir decentemente, / hay mesas de sus bares donde los ademanes / de un poeta hablan a gritos por encima de mi risa, / esta risa mía destemplada para que no se oiga, / para que no se piense en los inexpugnables veredictos / que destruyen los minutos de unas manos felices con las mías.” De sus demoras por el Sur rescatamos estas líneas: “Junto a la iglesia de San Pedro Telmo, / lateral y ocultando ventanas cementadas, / sin título en los portones ni marcas que el enrejado enuncie, / está paralela a lo largo de la cuadra la cárcel de mujeres. // Aseguran que es correccional / pero como todos no deben saber si se trata de delitos mayores o menores, / en ocasiones alberga prostitutas, prisioneras políticas, /  domésticas que hurtaron un collar, una pulsera, / o una muchacha que por las noches tomaba anfetaminas para darle al amor un sabor más sofocado…”
Porque, además, fue una voz entrañable. Ahora sólo queda el adiós y unas gracias que aquí musitamos y de las que no se enterará.
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Foto: Ernesto Goldar.