(De Viviana Demaría y José Figueroa)
LOS ELLOS
Ellos hace algunas horas que han aterrizado sus naves en
Uruguay. El Presidente Batlle les ha concedido asilo político. También dispuso
que se les proporcionara documentos, hospedaje, una suma semanal de dinero, un
traje confeccionado en una selecta sastrería de la avenida 18 de Julio, dos
camisas, una corbata, un perramus y hasta un cepillo de dientes. A ellos se los
ve relajados, risueños y orgullosos. Atrás ha quedado la castigada Buenos Aires
sumergiéndose lentamente en una desolada penumbra. Esa noche, al otro lado del
río, ellos serán agasajados con una cena por su distinguido anfitrión. Habrá
invitados especiales que -al igual que ellos- Batlle les ha brindado un refugio
contra la tiranía del otro lado. Acá, la lluvia persistente es lo único que
ahora cae del cielo. Cielo que llora toda esa noche el dolor por los cientos de
muertos, por los miles de heridos. Ellos, allá, están relajados, risueños y orgullosos…
EL RECUERDOY EL OLVIDO
El acto de conmemorar invita a transitar espacios que
navegan entre el recuerdo y el olvido. Ambos elementos son constituyentes de la
memoria. Lo olvidado, tanto lo reprimido como lo negado (es decir lo desplazado
como lo no inscripto) se convierte en un componente de las narrativas que nos
conforman como sujetos y también como sociedad.
Estos términos son necesarios al momento de leer los hechos
del 16 de junio de 1955, señalando en primer plano que el bombardeo de Plaza de
Mayo sobre la población civil significó la inscripción y legitimación de la
criminalidad de lesa humanidad que luego se manifestaría en magnitud suprema
durante la última dictadura cívico-militar que padeció la Argentina.
Lo que resulta significativo en lo que se refiere a los
sucesos de 1955 y sus derivados es la escasa investigación y difusión de sus
causas y sus alcances sumado a la dificultad de nominarlo de un modo que
resulte abarcativo y pertinente. ¿Bombas sobre Buenos Aires? ¿Matar a Perón? ¿Bombardeo
a Plaza de Mayo? Son denominaciones que dicen algo acerca de lo sucedido pero
que no dan cuenta ni develan el propósito que promovió la masacre mediante el
bombardeo aéreo con bombas de fragmentación y la metralla con proyectiles
explosivos. Este primer obstáculo, cierne un manto de oscuridad sobre aquel día
que se extiende luego a través de la historia dificultando su resignificación y
por ende, desplazando su verdadera dimensión terrorífica.
El intenso y persistente trabajo realizado para sostener un
discurso que lograra minimizar la dimensión del horror ocasionado por el
bombardeo, los comandos civiles y los insurrectos frente a la exaltación del
relato de la quema de los templos, encapsuló ese segmento de la historia
recortando su profundidad, su extensión y su sentido genuinos.
A modo de primer acercamiento advertimos que más allá de la
evidente reescritura que ha sido impuesta y que, como tal, tuerce el horizonte
de sentido de los acontecimientos, encontramos en la propia geografía de la
ciudad y en los testigos signos y señales que colaboran en hacer visible lo
invisibilizado en la producción de discursos acerca de la masacre del 16 de
junio. Por ello una dimensión de lo expuesto puede hallarse en la perturbación
que se desprende al interrogar el paisaje póstumo horas después del ataque
masivo a la ciudad. ¿Cuánto tiempo fue necesario para retirar de las calles las
bombas que no estallaron, los bloques de cemento derrumbados, los vehículos
destruidos o quemados, los cuerpos sin vida, los fragmentos de cuerpos
irreconocibles, apagar los incendios? ¿Cómo fue posible caminar entre las
ruinas durante los días siguientes? ¿Acaso la lluvia impiadosa que se desató
aquella noche del 16 de junio fue suficiente para lavar el dolor y el
desconcierto de las subjetividades argentinas?
POLÍTICAS DEL SILENCIO
Para quienes –sin haber sido protagonistas del hecho
histórico– nos interrogamos acerca de la transmisión intergeneracional de los
sucesos y su influencia en el presente, hallamos en los laberintos de la memoria
y en sus lógicas de construcción elementos para dilucidar cuánto ha habido de
represión psíquica y cuánto de represión política en el silenciamiento del
bombardeo. La tensión presente en las palabras utilizadas para la construcción
del relato, la insistente disputa por el sentido de la historia y la fricción
permanente que señala lo que puede ser dicho y lo que deberá permanecer oculto
son tres premisas están ínsitas en el núcleo silente de la narrativa del
bombardeo y en la construcción de la identidad tanto subjetiva como social que
devino de los resultados de su eficacia simbólica. Por eso la posibilidad de
bordear a los hechos con palabras que convoquen a los recuerdos expone las
contradicciones del discurso oficial y habilita la salida de la clausura que
ese relato impuso a lo largo de más de medio siglo.
Entendemos que a partir del análisis de estos vectores es
posible hacer presente discursivamente a los que fueron destituidos de su lugar
en su historia personal – por la proscripción sufrida – y en la memoria
colectiva – por la negación del acontecimiento.
Es por esto que el punto de inflexión de los relatos que
presentaremos a continuación, esta sostenido en el desafío de enlazar registros
– siempre fragmentarios en tanto y en cuanto son producciones humanas y por lo
tanto sometidas a las cualidades de nuestra condición de seres parlantes –
constitutivos de la memoria social. Memoria “abierta al trabajo de rememoración
colectiva que cualquier sociedad necesita realizar a la hora de pensar el presente
y construir líneas de análisis pero también cursos de acción hacia el futuro”.
PEARL HARBOUR
Su nombre aparece vinculado a la primera expedición aérea
argentina sobre la
Antártida. Un 13 de Diciembre de 1947 aquel cielo fue surcado
por primera vez por una aeronave de pabellón nacional. Cumplieron dicha proeza,
un grupo de marinos argentinos bajo el comando del Contralmirante Gregorio A.
Portillo a bordo del avión cuatrimotor Douglas C-54 Skymaster. La tripulación
del 2-Gt-1 estaba compuesta -entre otros- por el Copiloto/Navegante Teniente de
Navío (Aviador Naval) Jorge Alfredo Bassi.
Seis años después -en 1953- se embarcaba para realizar un
rutinario viaje de instrucción en la
Flota de Mar el –ahora- Capitán de Fragata Jorge Alfredo
Bassi. Entre sus pertenencias llevaba una exótica bibliografía en la que
resaltaba un documento del célebre Capitán de Navío de la Armada Imperial
Japonesa: Mitsuo Fuchida. En esos registros de guerra -quien fuera Jefe de
Ataque- diseminaba sus pedagogías bélicas como piloto imperial. Aquel golpe
agresivo, preciso, devastador, estremecedor y fulminante que la Marina Imperial
del Japón le asestó a la Flota
del Pacífico de los Estados Unidos lo fascinaba. Él era aviador como Fuchida y
también marino. Lo que lo diferenciaba de aquél, era su odio visceral a Perón,
lo que lo acercaba, era su confianza ciega en la visión táctica del poder
aéreo.
Un día no pudo más y se animó en una sobremesa. “¡Qué lindo
imaginar la Casa Rosada
como Pearl Harbor!” comentó. Imitar aquel bombardeo japonés para destruir la Casa Rosada y sepultar
a Perón y a toda su comitiva bajo los escombros y poner punto ?nal a su
tiranía… explicó, sin ruborizarse. Un ataque de tres minutos desde el aire,
bajo la iniciativa de la
Base Aeronaval de Punta Indio y la historia la comenzamos a
escribir nosotros, afirmó. Sirvió una ronda de fino cognac y testeó la mirada
de sus camaradas.
Los capitanes de fragata Antonio Rivolta y Néstor Noriega se
guiñaron los ojos, Francisco Manrique y Recaredo Vázquez sonrieron satisfechos.
Jorge Bassi ensayó un brindis. La conspiración había germinado a bordo y él era
el dueño de una idea entusiasta, con estilo, moderna, sin ningún liderazgo
militar. Duplicaría aquellos lejanos -y fríos- oropeles antárticos donde fuera
un humilde copiloto… ¿quizás mañana primer mandatario?
L.A GLORIOSA CLASE 34
Cuando los sortearon para la colimba, les tocó servir en el
Regimiento de Granaderos a Caballo. De otro modo aquellos jóvenes provenientes
de lugares tan diversos no se hubiesen conocido. Las madres de los muchachos
estaban un poco más tranquilas que las demás y hasta orgullosas. Que fuesen
destinados en Granaderos era mucho mejor que marina, aviación o simplemente el
ejército. Ya sabían ellas el riesgo que corrían sus hijos. Lo sabían por sus
padres, sus maridos y por todos los varones que habían pasado por esa
experiencia. Algunos no hablaban nunca de eso, otros repetían la proclama de
que se habían hecho hombres, otros barnizaban su paso por el servicio militar
con una cuota de humor. Para éstos últimos, era el único modo que encontraban
de tramitar la humillación que la
Fuerza les había hecho vivir. Sabiendo que en casi dos años
regresarían a sus vidas, la colimba garantizaba que el tiempo que pasaran allí
fuese lo suficientemente penoso como para que no se olvidara jamás.
Así y todo, el Regimiento de Granaderos a Caballo, tenía
otra impronta. Los trajes impecables, estar en Buenos Aires cerca del
Presidente, atenuaba la crueldad inherente al servicio militar obligatorio.
Pero mucho más que el hecho de compartir aquel momento
insalvable de sus vidas, fueron los hechos que escribieron la Historia los que llevaron
a esos hombres a sellar un pacto que los mantendría unidos para siempre.
Aquella mañana del 16 de junio cerca del medio día
correspondía el recambio de los cuarenta granaderos que estaban destinados a
los diferentes espacios de la
Rosada. Pero las cosas sucedieron de modo diferente.
La orden en las cuadras de armar a toda velocidad los
escuadrones sonó fuerte y clara. Luego embarcarse en los camiones,
comunicaciones interrumpidas, silencio, frío, miradas insoportables y humo. Al
llegar a la Casa
de Gobierno… el infierno.
El paisaje de los colectivos incendiados, los autos
calcinados, la sangre y el profundo olor a muerte provoca el estupor de los
granaderos. De pronto un disparo se escucha demasiado cerca y el camión pierde
estabilidad. Desde atrás poco puede verse, pero mucho es lo que se puede
imaginar.
Los gritos de la gente en las calles, desorientada y
atónita, se mezclan con las órdenes.
Mientras los leales apostados en sus lugares asignados
defienden a sangre y fuego la
Casa de Gobierno con sus armas de principios del siglo XX
–los fusiles Mauser de modelo a cerrojo que sólo cargaban cinco proyectiles–
comienzan a llegar los refuerzos. A ese escenario llegó el 3º Escuadrón del
Regimiento de Granaderos a Caballo. Los conductores de los vehículos se
encuentran entre las primeras bajas. Ramón Cárdenas es quien conducía uno de
los vehículos de la columna que transportaba el refuerzo a la Casa de Gobierno. Maniobrando
bajo el fuego enemigo, logra aproximarlo a la puerta de entrada para que sus
compañeros puedan descender más a cubierto. Él fue alcanzado por las balas de
los fusiles semiautomáticos FN de procedencia belga que había ingresado de contrabando
el Almirante Rojas especialmente para la ocasión.
En esa circunstancia los granaderos del 3º Escuadrón tratan
de ingresar por la puerta de la
Custodia pero se encuentra cerrada. Al abrirse el portón
algunos logran entrar durante los intervalos que dan las balas. Muchos resultan
heridos. Finalmente otros, como José Alodio Baigorria, Laudino Córdoba, Mario
Benito Díaz, Orlando Heber Mocca y Pedro Leonidas Paz tienen menos suerte.
Mueren alcanzados por las balas sediciosas.
Entre tanto los francotiradores que están situados en el
Ministerio de Asuntos Técnicos no dan tregua. Por las calles los insurrectos
arrasan con lo que tienen a su paso y el cielo está virtualmente repleto de
aviones. De todos lados surcan las balas y caen las bombas que arrojan los
veinte North American AT6, los cinco Beechcraft AT11, los tres Catalinas y
finalmente de los diez Gloster Meteor.
Dentro de la
Casa de Gobierno están atrapadas alrededor de cuatrocientas
personas –entre funcionarios, empleados y público– inmovilizados y aterrados
frente a la masacre de la que son testigos. Protegerlos y luchar contra el
enemigo son las órdenes que los granaderos tienen que cumplir.
Al mismo tiempo en la terraza del edificio otra batalla
desigual se está librando. Víctor Enrique Navarro es uno de los granaderos
integrante de la fracción que tenía a su cargo la defensa antiaérea de la Casa de Gobierno. La metralla
leal defiende ese espacio sin descanso. En el momento de reabastecimiento de
municiones, el granadero se desliza con rapidez… pero no la suficiente. Una
ráfaga impiadosa de los aviones golpistas pinta de rojo su cuerpo dejándolo
inerme para siempre.
Abajo, la orden de salir hasta Paseo Colón y detener a la
infantería de marina no se hizo esperar. La consigna era hacerlos retroceder.
En inferioridad de condiciones, número y armas los granaderos repelen a la
infantería hacia el Ministerio. Entre los escombros, los cuerpos sin vida y los
heridos comienzan a aparecer los tanques reforzando la posición aliada. Ese es
el momento en que los marinos acorralados sacaron una bandera blanca y la
agitaron en señal de rendición.
La hazaña de los granaderos parece llegar al final.
De pronto, un zumbido imposible, cruza el aire.
Ante la mirada atónita de todos cinco aviones Gloster
avanzan desde La Boca
y apuntan sus veinte cañones con proyectiles explosivos de 20mm directamente
sobre la población inerme.
Los conspiradores ya se han rendido pero los infames que
continúan en el aire ametrallan en son de escarmiento. No satisfechos con ello,
sueltan sus tanques suplementarios de combustible de 800 litros sobre esa
ciudad abrazándola en fuego.
No pudieron matar a Perón, pero no renunciaron al sueño de
matar al peronismo en cada víctima que dejaron sin vida en las calles de Buenos
Aires.
Recién después de eso, voltearon rumbo al Uruguay.
Los días posteriores abonaron al reinado del encubrimiento.
Francisco Robledo, Miguel Cernada, Diego Bermúdez, Héctor
Sosa y Rubén Sosa ya son ancianos. Hablan de aquellos días y lloran y sufren
como si los gemidos de dolor siguieran intactos en sus oídos. Como si la
sangre, el humo y el polvo estuviesen pegados aún en sus narices.
Después de aquella entrega incondicional en favor de la
defensa de la vida institucional y democrática de la nación, llegó el silencio.
Un silencio doble: el silencio impuesto sobre el relato de los acontecimientos
de la historia y el silencio producto de la impunidad.
Cincuenta años después la democracia comenzó a escuchar su
sufrimiento. Es así que una escuela en la Matanza , lleva en sus aulas el nombre de los
“Granaderos del Silencio” en honor a los nueve Granaderos que en forma heroica
murieron cuando, cumpliendo la misión de escolta del Regimiento de Granaderos a
Caballo defendieron al presidente constitucional durante la matanza del 16 de junio
de 1955.
En la escuela EPB Nº 82 de “La Matanza ”, nueve de sus
aulas fueron bautizadas con los nombres de aquellos conscriptos de 21 años que
resistieron el embate de cientos de militares insurrectos y francotiradores
rebeldes que pugnaban por entrar al Palacio Presidencial. Sin nombre y rodeada
de una villa, la escuela se levanta entre los escombros a fuerza de pura
voluntad y convicción, tal como lo hicieran aquellos granaderos leales que
defendieron la democracia en 1955 durante su paso por el servicio militar en el
histórico batallón creado por San Martín.
En 2010, cincuenta y cinco años después se logra escribir la Investigación Histórica
“Bombardeo del 16 de Junio de 1955” ,
publicación realizada por la
Unidad Especial de Investigación sobre Terrorismo de Estado
del Archivo Nacional de la
Memoria , dependiente de la Secretaría de Derechos
Humanos del Ministerio de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos de la Nación.
También se erige un memorial y se conquistan reconocimientos
previsionales para las víctimas del Terrorismo de Estado de 1955.
Sin embargo, cincuenta y siete años después, seguimos
desenterrando los cadáveres de nuestros hermanos de entre los escombros,
abrazados en la esperanza de que su presencia convoque a la Verdad , a la Memoria y a la Justicia para que los
responsables civiles y militares (vivos o muertos) de este crimen de lesa
humanidad no queden impunes.
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