(De Enrique Espina Rawson)
Este nombre alberga varias falacias; al menos dos.
Su nombre oficial fue Cementerio de los Disidentes, y allí
eran enterrados no sólo los ingleses, sino también alemanes, judíos y cuantos,
en definitiva, no compartían el dogma católico. En los primeros tiempos de
Buenos Aires no había disidentes. Eran simplemente herejes, ocupación
ciertamente peligrosa por esos años. Quienes no profesaban la religión oficial
carecían de lugar de entierro, y se dice que se les daba sepultura en las
barrancas de la orilla. No era el lugar más indicado, por cierto, ya que a la
precariedad del terreno, se le sumaba la incertidumbre de las crecidas del Río
de la Plata que arrastraban con todo lo que encontraban a su paso.
A partir de 1820, y sin duda presionado por el fuerte peso
de la importante y poderosa colonia británica, el gobierno de Martín Rodríguez
aprueba la creación de un cementerio para los susodichos “disidentes”. El
estudiado término obvia, por rebuscado, el “por llamarlos de algún modo”.
Lo cierto es que ese cementerio existió sólo en los papeles,
lugar evidentemente inadecuado para sepultar a nadie, disidente o no, y así fue
que en 1833 la colonia no católica adquirió unos lotes en la zona (actualmente
el barrio de Balvanera) conocida como “Hueco de los Olivos”, o Quinta de de la
Serna.
En ese predio, hoy limitado por las calles Pasco, Hipólito
Irigoyen, Pichincha y Alsina, se instaló entonces el Cementerio que se conoció
popularmente como de los Ingleses, por la predominante mayoría de sus
ocupantes. Casi podríamos haber agregado definitivos. Pero la verdad es que en
esta vida, ni tampoco en esta muerte, como se verá, hay nada definitivo.
En 1869, ante el
crecimiento del barrio se dispone el cierre y desalojo del cementerio. Esta
disposición corrió, por muchos años, la suerte de tantas disposiciones, normas,
decretos, leyes, ordenanzas y otras yerbas: No se cumplió, y tanto fue así que
los entierros siguieron como lo más natural del mundo, que lo son, por otra
parte.
Finalmente, en 1891, se resolvió efectivizar la clausura y
la paralela habilitación del Cementerio de los Disidentes en un sector del
Cementerio del Oeste, es decir, la Chacarita.
El traslado de los restos se fue cumpliendo con toda la
demora del mundo. Los directamente afectados no tenían apuro, y los encargados
del trabajo, tampoco.
La Municipalidad ofreció comprar el terreno, pero los
disidentes, haciendo gala de su natural rebeldía, se negaron una y otra vez a
cualquier transacción, quizás en venganza por las humillaciones y demoras
sufridas a lo largo de tanto tiempo. Al fin se llegó a un acuerdo, y hasta 1923
se siguieron transportando restos a la nueva morada, para finalmente, en 1925, inaugurar
la plaza 1º de Mayo.
¡Todo un símbolo! Quizás para dar muestra del progreso de
los nuevos tiempos, exhibiendo el contraste entre el descanso eterno y la
dinámica laboral, se eligió esta fecha, Día de los Trabajadores, y adornar la
plaza con un modesto Monumento al Trabajo, obra del escultor Ernesto Soto
Avendaño.
Pero no todos los ocupantes fueron desalojados. Unos cuantos
no fueron reclamados, quizás por extinción de las familias a las que
pertenecían, y otros simplemente, se perdieron. Sí, se perdieron, del verbo
perder. Entre ellos la esposa del almirante Brown, nada menos.
En 1951 la colectividad judía donó un inexpresivo
monumento-mástil, y hace poco tiempo la plaza 1º de Mayo fue remodelada. Hoy
luce sus añosos árboles, sus fuentes y sus caminos para satisfacción de los
vecinos de Balvanera.
Pero siempre será, para los viejos habitantes “el Cementerio
de los Ingleses”. Así lo recordaba Raúl González Tuñón en su “Réquiem para el
Cementerio de los Ingleses”:
Donde ahora hay una plaza había un cementerio
Recatado y silvestre, casi familiar, íntimo
Vecino de la clásica silueta proletaria
Del Mercado Spinetto, a cuyo gris tejado
En cada primavera vuelven las golondrinas
(¿Es posible?... Es el mismo Mercado de mi infancia)
Yo miraba con ojos de niño fascinado
Esas tumbas severas de contornos floridos
Y esas lánguidas cruces y las losas calladas,
Ya con borrados nombres.
Una serenidad, una paz convincente
Fluía del conjunto de tumbas sin desvelo
Que abandonaron seres a su vez ya finados.
Y más que un cementerio era un jardín profundo
Como un patio del tiempo
En un rincón tendido, decoroso, del barrio.
A mi amiga Emily Bronté, la inglesa insólita,
Le hubiera seducido ese lugar fantástico
Sin memoria de muertos.
Indagar quienes fueron en la vida esos nombres
Y dialogar allí con el Silencio.
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Imagen: Monumento al Trabajo, de Ernesto Soto Avendaño.
Material y fotografía tomados de la página Fervor x Buenos Aires.
Material y fotografía tomados de la página Fervor x Buenos Aires.