(De Miguel Ruffo)
En la época colonial, antes de la creación del virreinato
del Río de la Plata, Córdoba fue el más relevante centro cultural. Con el
colegio de Montserrat y la Universidad, la presencia de los jesuitas hizo de esa
ciudad un eje de la cultura barroca. La expulsión de los jesuitas en 1767 y la
organización del virreinato con capital en Buenos Aires en 1776 desplazaron el
núcleo de las actividades culturales de la ciudad mediterránea a la urbe
portuaria. No fue sólo un cambio geográfico sino que progresivamente se
introdujeron transformaciones en la mentalidad social.
Carlos III, el monarca que creó el virreinato de Buenos
Aires, era un representante del despotismo ilustrado. Al barroco teocrático y
contrarreformista comenzó a sustituirlo un neoclasicismo iluminista; a las
formas enrevesadas, sensitivas y patéticas vinieron a reemplazarlas las formas
racionales, clarificadoras y límpidas del neoclasicismo. Recordemos que, en
Francia, la burguesía revolucionaria había revestido su poder y su cultura de
las tradiciones griegas y romanas; asimismo, siempre que hablamos de clasicismo
nos referimos a la reivindicación de la Antigüedad grecorromana.
En las condiciones de la sociedad hispano-colonial, la
monarquía ilustrada gestó cambios socioeconómicos y políticos que terminarían
horadando su poder. Es este el contexto histórico donde debemos ubicar a la
literatura producida en Buenos Aires en las postrimerías del régimen colonial y
en los inicios de la época independiente.
Una de las formas tradicionales de la poesía eran los cantos
elegíacos destinados a glorificar a los virreyes y gobernadores. En Buenos
Aires Juan Baltasar Maciel, precursor del género gauchesco, escribe el romance Canta un guaso, que, en estilo
campestre, refiere los triunfos del excelentísimo Señor Don Pedro Cevallos. Lo
tradicional está dado por su condición de canto o loa a un virrey; lo nuevo,
por su estilo, que recoge las tradiciones orales de los gauchos de las campañas
para trabajarlas en términos de una poesía culta. Citamos un fragmento del
análisis de Paula Croci en Historia de la
literatura argentina: “El primer verso: ‘Aquí me pongo a cantar’, que
también utiliza José Hernández para abrir el Martín Fierro (1872), explica el
carácter oral del relato del protagonista; el segundo, ‘debajo de aquestas
talas’, el ambiente campero en que se recita. […] La contaminación con el
neoclasicismo se vislumbra en los versos finales: ‘las germanas de Apolo’, las
musas inspiradoras de los poetas, no acuden al llamado de un cantor popular”.
Otro poeta importante fue Manuel José de Lavardén, autor
entre otras obras de una Oda al Paraná, un canto al río epónimo, al que
describe refiriéndose a su curso, sus afluentes y su desembocadura, y al que
puebla de seres mitológicos tomados de la Antigüedad clásica. “Ajustado a
patrones neoclásicos, en el Paraná de Lavardén conviven caimanes con ninfas;
apropiado para la situación política, se honra tanto al rey Carlos III como a
Júpiter. ‘Al Paraná’ no declara todavía la independencia política de España,
pero sí cultural”, refiere la misma autora. Por otra parte, dicen Estrella
Gutiérrez y Suárez Calimano: “Su cultura [la de Lavardén], formada en el
estudio de los clásicos griegos, latinos, españoles y franceses, y sus vinculaciones
familiares le dieron una gran influencia inmediatamente de su aparición en la
vida social y literaria del Buenos Aires colonial. Imbuido de este prestigio,
actuó en el Colegio de San Carlos como examinador. Escribió, entre otros
poemas, sátiras y letrillas; una sátira famosa contra la ramplonería poética
del momento y se convirtió con rapidez en jefe de escuela, siendo la suya una
solución de continuidad entre el frío seudoclasicismo reinante y el alba de las
nuevas escuelas inspiradas en las doctrinas de la Enciclopedia”. Manuel de
Lavardén falleció alrededor de 1810.
Un poeta que descolló en la literatura de la revolución fue
Vicente López y Planes. La victoria obtenida contra las fuerzas inglesas en
1806-1807 le inspiró la obra El triunfo
argentino, un canto al pueblo de Buenos Aires que primero reconquistó y
después defendió la ciudad. “En ‘El triunfo argentino’, un poema heroico de más
de 1.112 versos endecasílabos, López y Planes advierte sobre la opresión que la
educación colonial ejercía sobre las emociones de los individuos y describe el
cambio radical que la ocupación enemiga desató sobre los apaciguados habitantes
de la ciudad cabecera del virreinato cuando llegó el momento de defenderla”,
dice Paula Croci.
Pero más conocido es como autor de la Marcha Patriótica, aprobada como Himno Nacional por la Asamblea del
Año XIII. Su primer verso dice: “Oíd, mortales –es decir, “escuchad, hombres
del mundo” (porque mortales son todos los hombres)– el grito sagrado / libertad,
libertad, libertad”. Ha nacido una nueva y gloriosa nación que proclama la
libertad como principio medular de su constitución: “ [...] ved en trono a la
noble igualdad”. El centro de la nación es la igualdad. La libertad y la
igualdad, principios proclamados por la Revolución Francesa, ahora
reivindicados por la nueva nación del Plata, se pretende que sean la columna
medular que abata al Antiguo Régimen, simbolizado por el león (España) rendido
a sus plantas.
Por último, vale destacar que durante la primera década
revolucionaria (1810-1820) se desarrolló una poesía patriótica que tuvo
diversas formas de circulación: volantes, periódicos y oralidad. Estas piezas
fueron recopiladas por escrito por Ramón Díaz, quien publicó en París una
antología titulada La Lira Argentina,
una colección de obras poéticas producidas en Buenos Aires en la época de la
guerra de la independencia.
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Ilustración: Ejemplar de "La lira argentina", Buenos-Ayres, 1824