(De Diego Ruiz)
Ignacio Fotheringham, un inglés veinteañero que vivía en
Southampton, acostumbraba cruzarse tarde a tarde con una señora que solía
visitar a su padre, residente en la localidad. Según cuentan, la señora –que no
era otra que Manuelita Rosas– o su tío político, el héroe de Obligado Lucio N.
Mansilla, lo interesaron en radicarse en Buenos Aires para trabajar en la estancia
Los Cerrillos, propiedad entonces de Máximo Terrero. Pero al inglesito, que
llegó al Plata en 1863, no le gustaron mucho los trabajos de campo y no tuvo
mejor idea que irse de voluntario a la guerra del Paraguay, empezando una
carrera que lo llevó al generalato y a ser el primer gobernador los territorios
del Chaco, primero y luego de Formosa. La cuestión es que nos dejó un notable
libro de memorias, La vida de un soldado.
Reminiscencias de las fronteras,
publicado por Guillermo Kraft en 1908, que no es solamente una importante
fuente para la historia, sino que contiene interesantes referencias y cuadros
de costumbres del Buenos Aires del
último tercio del siglo XIX.
Así, en una de sus páginas, nos refiere: “Creo haber dicho
antes que en aquel tiempo (1865), Buenos Aires estaba muy lejos de ser la
ciudad culta, elegante, hermosa y aristocrática de ahora. Por todas partes, en
el mismo centro de la ciudad, pululaban las casas públicas y el ‘Alcázar’, de
triste memoria, era el punto de reunión de los jóvenes de buena familia y de no
buena que rivalizaban entre sí para provocar disturbios a mojicón limpio y a
veces a cosas más serias. También el hotel ‘Oriental’ (Cangallo 860), al que le
quitaron el Orien y le dejaron el Tal, era rendez-vous
de aristocráticos entusiasmos para coreográficos lucimientos de milongas de
corte especial y de ciertas mazurcas de quebradas horizontales y agachadas que
echaban tierrita en el hombro a los del barrio del Retiro, famoso por su
válgame el cuerpo y la vista”. Aparte del comentario coreográfico que nos
remite a los primeros pasos de algo que se va a llamar tango, Fotheringham deja
aquí asentado el nombre y el ambiente del “Alcázar”.
El local que, como hemos ya dicho, se alzaba en Victoria 197
(actual H. Yrigoyen 811) había sido construido en un terreno de Amancio Alcorta
por una sociedad anónima con la idea específica de hacer un teatro de varieté.
Era una pequeña sala para unos 600 espectadores, en cuyo fondo había mesas para
consumir bebidas y refrescos, cuyo primer director, monsieur Cheri Labrocaire, hizo venir compañías de opereta y
vaudeville que alcanzaron gran éxito entre la juventud porteña. Agreguémosle
que, según varios autores, fue el primer escenario donde se bailó el can–can e
imaginemos el efecto que causaría el revolear de faldas, enaguas y culottes en aquellos jóvenes cuya mayor
oportunidad de hacerse los ratones era cuando alguna damisela mostraba el
tobillo –bien enfundado en medias, por supuesto– al subir a un carruaje.
Alfredo Taullard, en su Historia de nuestros
viejos teatros (Buenos Aires, 1932),
refiere que en el “Alcázar”: “reinaba la más fraternal francachela. La sala,
llena de humo de los espectadores que en ella fumaban, aun durante la función;
concurrido por la más distinguida jeunesse
dorée, por los dandys y patoteros
de antaño, que de vez en cuando solían armar en él cada batahola de Dios es
grande, sobre todo cuando los artistas no estaban a la altura”.
Uno de los cantantes que sufrió las iras de la muchachada
fue Luis Forlett, un tenor no muy bueno nacido en París, que como no gustó su
interpretación de una chansonette,
los “muchachos” lo afeitaron en seco y lo arrestaron por 24 horas en el watercloset del teatro a pan y agua y
con un “centinela de vista”... tratamiento que el cronista aplicaría, si
pudiera, a más de una estrellita del actual espectáculo. Parece que Forlett
terminó reconociendo su error en la vocación canora, porque al poco tiempo se
convirtió en empresario del “Alcázar” hasta 1878, cuando pasó a regentear “El
Pasatiempo”, otro establecimiento ubicado en Paraná 345. Este local había sido
erigido en 1877 sobre un antiguo recreo y cancha de bochas por Felipe Gilardi,
para dar funciones de “canto, gimnasia y música sin ofender a la moral y las
buenas costumbres”, pero al pedir el correspondiente permiso municipal se lo
denegaron porque el lugar “siempre fue un foco de escándalos y desórdenes”... Y
si bien Forlett trató de programar lo mejor del music–hall de la época, su relación con el público siguió siendo
–para decir algo suave– conflictiva, pues las grescas siguieron siendo
monumentales, con policía y ambulancia incluidas. Refiere Juan José Cresto, en El barrio de San Nicolás. Breve historia del
Centro de Buenos Aires (Buenos Aires, Fundación BankBoston, 1999) que
Forlett fue un gran innovador, realizando la primera campaña publicitaria en el
medio; publicó el “almanaque Forlett”, creó el sistema de carteles municipales
públicos mediante el pago de un canon, etcétera, pero evidentemente lo habían
tomado “de punto”, porque cuando un 14 de julio quiso festejar en “El
Pasatiempo” la fecha patria francesa con un espectáculo de “linterna mágica”,
al tratar de reencender las luces se encontró con que los “muchachos” habían
secuestrado al empleado que tenía las llaves de la caja eléctrica; la cuestión
que la batahola subsiguiente terminó en la comisaría. Y en otra ocasión
anterior, cuando presentó en el teatro “Variedades” la obra Las locuras porteñas (Revista crítica,
satírica, homeopática y agrícola), fue debut y despedida porque las patotas
quisieron incendiar el teatro... El francés era tenaz, porque después de “El
Pasatiempo” lo veremos como empresario de los teatros “Bataclán” y “Casino”,
que él llamó “Folies Forlett”.
“El Pasatiempo” tenía capacidad para unas 500 personas,
estaba techado con cinc y contaba con un buen escenario y unas cuantas hileras
de platea con una baranda detrás, para los espectadores de pie. A un costado de
la platea se abría un jardín ocupado por mesas para el servicio de bar, que era
abonado por separado. Según Taullard, en sus mejores tiempos un cuerpo de baile
ejecutaba números de can–can: “a los primeros compases las bailarinas invadían
la sala y arremangándose con agilidad gimnástica le sacaban con la punta del
pie la chistera o el sombrero a su pareja, en medio de grandes carcajadas,
imitando en esto a las del “Moulin Rouge” de París […]. Naturalmente, no era
frecuentado por familias. El espíritu reservado y pudoroso de la sociedad de
entonces impedían el acceso de damas y niñas a esos lugares, y aun a los
jóvenes que no contaban con los 22 años cumplidos”.
Seguramente Forlett no pudo lidiar más con “El Pasatiempo”
y, como se ha dicho, tomó nuevos rumbos dentro del mismo rubro. Anduvo por el “Variedades”
y por el “Casino”, dos “teatros” con bar dedicados a los géneros “menores” de
interesante historia y suerte dispar: el primero será reemplazado por el “Odeón”,
mientras el segundo tendrá una larga trayectoria desde números circenses hasta
cabaret de lujo, terminando por ser la primera sala con el sistema “Cinerama”.
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Imagen: Bailando el can-can.