(De Diego Barovero)
Si existe una actividad humana cuya existencia depende de
modo imprescindible de los cafés, bares y confiterías, es la militancia
política.
Es que el café, por definición, invita al encuentro y al diálogo;
ofrece el contexto apropiado según las características del lugar a la vez el
marco intimista para esas charlas, a veces inacabables, que caracterizan el
mundo político. El político es por definición, por vocación y por convicción un
hombre de café. En ellos desarrolla gran parte de su actividad cotidiana y la
elección del café, el bar o la confitería en que se establece define a qué
tipología de político pertenece.
Es probable que haya sido la tradición hispana que trajo
consigo a estas tierras la vigencia de estos ámbitos de reunión que, con
variadas características, congregan no sólo al habitué o al ocasional
transeúnte que hace un alto, sino a aquellos que recalan en sus mesas con la
concreta misión de llevar a cabo una reunión en la que deberá convencer al otro
o quizá acordar un marco civilizado para sus diferencias.
Desde los albores de la Patria cuando en el Café de Marco nuestros
patriotas elaboraban en secreto sus planes emancipadores, el café está presente
de modo categórico en la vida política argentina.
No pocos de nuestros más encumbrados dirigentes hicieron
culto de la tertulia en diversos cafés que llev+an hasta nuestros días
–aquellos que lograron sobrevivir al progreso o la moda– su tradición política.
Los cafés fueron puntos de referencia ineludibles en tiempos
de convenciones radicales albergando en aquellos situados en cercanías del
punto de reunión a los distintos grupos que, primero concentraban sus fuerzas y
contaban los “porotos” para después cruzarse a otro café para interactuar con
otras fracciones internas y comenzar el interminable oficio de la “rosca”,
hasta alumbrar el acuerdo de unidad o de mayorías que consagre la nueva
conducción o las apetecibles candidaturas.
Las cíclicas internas de las fuerzas políticas tradicionales
también tenían su desarrollo en las mesas de cafés cercanas a los comicios,
adonde el caudillo barrial sentaba sus reales, repartía la boleta o “meloneaba”
al indeciso hasta ganarlo para su causa.
En el viejo Café de los Angelitos –avenida Rivadavia y Rincón–
solieron actuar los payadores Gabino Ezeiza y José Betinoti, leales adictos a
la causa de Leandro Alem. Y los cafés de la Boca –aunque algunos ya no estén– fueron lugares
clave de la concentración de la campaña de 1904 en la que un joven Alfredo
Palacios ganó por primera vez una banca de diputado para el Partido Socialista.
El tradicional Gran Café Tortoni fue el lugar elegido por el
presidente Marcelo T. de Alvear para hacerse una escapada junto a su esposa
Regina Paccini para participar de su peña junto a Benito Quinquela Martín,
Alfonsina Storni, Francisco Luis Bernárdez, Baldomero Fernández Moreno y Juan
De Dios Filiberto, entre otras grandes figuras de las artes.
En una mesa del desaparecido El Foro, situado en avenida
Corrientes y Uruguay, un joven politizado Jorge Luis Borges, conmovido tras su
lectura, decidió prologarle a Arturo Jauretche su poema El paso de Los Libres
que relata en verso la fallida revolución radical correntina de la Década Infame. Y pocos años más
tarde, en alguna mesa, Homero Nicolás Manzione –poeta y político–, escribió la
lista de los que fundarían FORJA.
En aquellos años difíciles, los habitués de los cafés del
centro porteño estaban familiarizados con la patriarcal figura de un anciano con
tupida y cenicienta barba que con
su valijita correteaba anilinas Colibrí
para ganarse la vida y había renunciado a la pensión que le correspondía como
ex vicepresidente de la República. Era
don Elpidio González, que aceptaba de buen grado la invitación de un sensible
parroquiano a tomar un café con leche.
Desde julio de 1936 los bares de la Avenida de Mayo fueron
epicentro de las disputas entre ambos bandos de la Guerra Civil Española. Los
republicanos del Iberia y los franquistas del Español se trenzaban en batalla campal sobre la calle Salta, que era
una lábil frontera incapaz de contener el odio entre las facciones.
Y durante muchas décadas, la inolvidable Confitería Del
Molino fue testigo fiel y silencioso de miles de reuniones que definían el
destino de una votación en el vecino Congreso, o refugio de algún diputado
opositor perseguido en tiempos del peronismo. También fue blanco de tiroteos
como el que se produjo entre revolucionarios y radicales el fatídico sábado 6
de septiembre de 1930 en las horas previas al primer golpe de Estado argentino.
No pocas veces el presidente Arturo Umberto Illia, salía con
discreción de la Casa Rosada
para evitar la custodia y darse el gusto de tomar un café en algunas de las
confiterías cercanas a la Plaza
de Mayo.
______
Ilustración: Martín Gómez Cánepa.
El texto y el dibujo fueron tomados de Un Cortado, periódico de la Comisión y
Promoción de los Cafés, Bares, Billares y Confiterías Notables de la Ciudad de Buenos Aires, Nº
6, septiembre 2012.