(De Rafael E. J. Iglesia)
En La lectura del
ambiente, Munir Cerasi advirtió a arquitectos y urbanistas que el sentido de un lugar se origina en el uso
que de él se hace (inmediato, instrumental, simbólico).
“El significado formal y estético de la arquitectura no
puede explicarse si no se refiere también a la vida cotidiana de los grupos que
lo han producido”. Creo que quiere decir que la ciudad y sus sitios se deben pensar (estudiar, vivir, crear) como objetos de uso más que como objetos de
cambio (económico o estético).
Los arquitectos hemos oscilado entre considerar sólo los
aspectos formales, concretos, materiales del entorno construido y el tener en
cuenta sólo las abstracciones racionales expresables en cuantificaciones y
esquemas no homomórficos con la realidad construida. En el medio, queda
olvidada la agonía de los ciudadanos, su lucha contra y en medio del “espacio
adaptado” a sus necesidades. Este centro, olvidado, es el centro de la
cuestión. Lo que da sentido a cualquier instauración de un espacio habitable en
su “habitabilidad”, la vivencia del habitante, la acción misma de habitar.
Rapoport lo señaló en Aspectos humanos de
la forma urbana. Hall lo estudió en El
lenguaje silencioso.
Muchos leemos y discutimos estas ideas, pero se nos hace
difícil pensar un ambiente ciudadano sin que el primer plano lo ocupe la
tectónica (lo arquitectónico), olvidándonos de lo que dijo Alexander: “Al
presente, no hay manera de estar seguro de que los programas nos son
arbitrarios […], no es una cuestión de hechos, sino de valores”.
Esos valores pueden descubrirse en las descripciones
ambientales (vivencias y experiencias) de poetas y escritores. Azorín, Unamuno,
Goytisolo, entre otros, se han dedicado a “contar a España” y de sus cuentos
surge claramente el sentido del ambiente descripto. Quiero señalar que esta
claridad nace de que la arquitectura no ocupa el primer plano.
Leo a Unamuno: “Esa calle del Pez, zigzagueante como nuestro
pensamiento de los dieciocho años, cerrando en redondo el horizonte, sin huidas
de vista a campo o plaza […]. Y al final de la calle, en un lado de su
desembocadura, aquella misma casita baja, de un solo piso, y la librería
oliendo a polilla, en la que comprábamos tomitos de la Biblioteca Universal.
Y en la calle, calidoscopio de transeúntes, y al pasar, cachos de conversación,
frases sueltas, un: ‘¡hombre, no!’, o bien: ‘¡no, mujer!’. Con esos pedazos se
le hace a uno un poema.
He aquí la descripción de un ambiente desde la suave agonía
de comprar un libro, intuir dramas e imaginar poemas.
En Buenos Aires, nuestro Leopoldo Marechal ha recreado Villa
Crespo (¡atención, ediles y urbanistas!) sin necesidad ni de la arquitectura ni
de la estadística.
Sus elementos ambientales, o sus elementos de composición
ambiental, son (casi por orden de aparición): La vieja (amargada, iracunda,
siciliana y marchita) Chacharola; el propio Adán Buenosayres; los cocheros
frente a una mesa con copas vacías de “La Nuova Stella di
Posilipo”; don Nicola (frente al estaño); el sentido hodológico del recorrido
de Adán; sonidos; voces de chicos, ruidos de tropel (también de chicos), música
de jazz ensayada en la trastienda de
“La Hormiga
de Oro”, ruido de pasos de las posibles víctimas del ciego Polifemo, su
poderosa voz: “¡Una limosna dad al ciego!”, risas de costureras, trucos
cantados por los cocheros, campanadas parroquiales, bisbiseos y susurros
zaguaneros, pedos bucales de Yuyito y Juancho, clamores de guerra, ruido de
huesos rotos, murmullos de asombro, silencio, crujir de esqueleto, ronquidos de
bandoneones, trompetas angelicales, galope lejano de caballo policial; el sol;
el aire puro; don José Victorio Lombardi; la iglesia de San Bernardo; el Cristo
de la Mano Rota;
un cortejo fúnebre (con seis caballos negros; tan barrocos como la carroza
fúnebre y los penachos), el giro de las palomas; los paraísos enfilados; las
zaguaneras (Ladeazul, Ladeblanco y Ladeverde); la Flor del Barrio; Juancho y
Yuyito; los trabajadores de la curtiembre “La Universal” (tufo de
grasa podrida y de cuero rancio); suave olor a vacas, de anises y tabacos
fuertes; el viejo Pipo; la vieja Clota
(“Adán se preguntó más de una vez si la vieja no estaría hilando el destino de
la calle y el de los hombres”); el Ángel y el Demonio; un pegador de carteles;
el cine “Rivoli”; doña Carmen; los recuerdos de doña Cloto; iglesia piamontesa
en las montañas, su marido muerto (“encanecido en los andamios”); una ronda de
chicos; un corralón; Jabil; Abdalla; “La Flor de Esmirna”; el café “Izmir”; don Jaime,
peluquero andaluz; el carrero del altillo; la peluquería (“una sala común, de
paredes grasientas y té cagado de moscas: dos sillones frente a un largo espejo
enceguecido, cuatro sillas de Viena y una mesita con viejos números de “El
Hogar”, “El Gráfico” y “Mundo Argentino”); una multitud clamorosa; mujeres,
viejos; puertas, ventanas, tragaluces; la verdulería “La buena Filomena”; un
círculo de hombres y mujeres; doña Gertrudis; el tano Luigi; “iberos de
pobladas cejas”, “los de la tierra vascuence”, “andaluces matadores de toros”, “ligures
fabriles”, “napolitanos eruditos”, “turcos de bigotes renegridos”, “judíos que
no aman a Belona”, “griegos hábiles en las estrategias de Mercurio”, “dálmatas
de bien atornillados riñones”, “sirios libaneses”, “nipones tintóreos”, las
diosas Minerva y Juno; un cajón de naranjas brasileras; un árbol; el arcángel
San Gabriel; el cielo; tres briznas de hierba; el sargento Pérez.
En esta larga lista se
resume el ambiente de Villa Crespo. Marechal lo describe. sin recurrir casi
a elementos construidos; y puede hacerlo porque el sentido de la arquitectura
no está sólo en ellos, sino en quienes los viven.
¿Qué urbanismo
estudiará esta agonía? ¿Qué estadística la revela? ¿Qué diseño la tiene en
cuenta y se pone a su servicio?
______
Fotografía: Leopoldo Marechal en su juventud.
Nota tomada del libro de los arquitectos Iglesia y Sabugo: La ciudad y sus sitios.