(De Juan Chaneton)
Por Rivadavia, como
al cinco mil trescientos, cruza Rojas. La calle Rojas. Hay en Buenos
Aires siete calles que llevan ese apelativo y cinco de ellas recuerdan las
dudosas glorias de cuatro coroneles y un teniente coronel. La que menciono en
esta crónica ha de ser una de ellas, una de los coroneles, muy probable. Pero
no importa. Lo que importa es que tres cuadras más allá, por Rojas, hacia el
norte, corre Bogotá, que viene a ser paralela a Rivadavia.
Tres cuadras de
Caballito o de Primera Junta, quién sabe. Estas cosas las sabe mi amigo, el
poeta Rubén Derlis, quien soporta eso de
Derlis -que nunca nadie sabe si es nombre o apellido- con entereza y hasta con
alegría. Prometo preguntarle a Derlis si esa esquina de Rivadavia y Rojas y las
tres cuadras que van hasta Bogotá son Primera Junta o Caballito. Disipada esa
duda, algo habremos avanzado. Seremos más sabios que antes.
No vivo en esa zona
de esta ciudad violenta y egoísta, tan lejos de la Atenas de Pericles, por
ejemplo. Tan lejos de La Habana
actual. No vivo en ese barrio pero lo conozco. A veinte metros de esa esquina
había una farmacia y al farmacéutico, un hombre cano, regordete y de cachetes
medio sonrosados, le gustaban los adolescentes. Ponía inyecciones y los hacía
pasar al fondo para ponerles las inyecciones a los adolescentes. Doña Rosi,
vecina de la cuadra, sospechaba algo y así lo hacía saber a los circunstantes.
A cualquier circunstante que circunstancialmente pasara por ahí. Entraba fácil
en conversación Doña Rosi. Lengua floja, la doñita. Vaya uno a saber qué pasaba
en esa farmacia.
Una vez, apoyado
contra la baranda perimetral de la boca del subte, cavilaba, a mis veinte,
acerca de ciertos problemas de vivienda que no había podido resolver todavía y
me devanaba los sesos en busca de una salida salvadora que me permitiera dejar
ese cuarto “en casa de familia” que alquilaba por allí, ya que para “cuarto” no
daba el pinet, un cuarto ha de tener por lo menos cuatro por cuatro o cuatro
por tres y este tenía dos por dos o por dos y medio y entraba la cama y yo, y
nadie ni nada más. Insalubre. Cruel.
Como digo, estaba
parado junto a la bouche du métro de
la estación Primera Junta de la línea “A” cuando empecé a escuchar, con mucha
nitidez, una conversación entre un
muchacho y una muchacha Y pensé que una muchacha y un muchacho, tendidos en la
playa, comen naranjas, cambian besos, como las nubes cambian sus espumas; y que
una muchacha y un muchacho, tendidos en la hierba, comen limones, cambian
besos, como las olas cambian sus espumas. Y que, finalmente, una muchacha y un
muchacho, tendidos bajo tierra, no dicen nada, no se besan, cambian silencio
por silencio. No sé por qué, en ese instante,
me acordé de Octavio Paz, nada menos. Y seguí escuchando.
Seguí escuchando la
charla angustiada de los dos jóvenes porque me interesó, de modo que en
ejercicio de la nada edificante actitud de husmear en la intimidad ajena, me
sorprendieron las aladas palabras que siguen.
Vos sabés que yo soy
pobre -decía él-. Y a través de mi historia, que pocas veces he contado, he
agotado mi resistencia. Me ofrecieron un puñado de murmullos, un pequeño
bolsillo lleno de promesas, que resultaron todo mentiras, todo chanzas,
chistes, una broma de mal gusto, pero yo era, en esa época, alguien que
escuchaba lo que quería escuchar y desechaba el resto.
Cuando dejé mi casa y mi familia no era más que un muchacho.
No sé cómo me vi, de pronto, en compañía de extraños, en la quietud de la
estación del tren, corriendo con miedo, con mucho miedo, escondiéndome,
buscando en los márgenes, en los barrios más pobres, en donde vive la gente
andrajosa, buscando lugares que sólo ellos conocen.
Vivía reclamando sólo el jornal de los trabajadores. Vine
buscando un empleo, pero no tengo ofertas, ni siquiera ofertas como ese
¿vamos…? de las putas de Constitución. Yo estaba solo, pero había tiempo,
todavía, y pude tener algo de comodidad allá, entre ellos, entre aquellos
pobres.
Ahora estoy
arreglando mi ropa de invierno y deseando irme, irme a casa, donde el invierno
de Buenos Aires no me haga sufrir, no me haga sangrar, irme a casa…
Ella lo miraba con
los ojos muy abiertos por el asombro, pero él siguió como si no hubiese nadie
escuchándolo: Al amanecer, un boxeador resiste -dijo-. El boxeador está en su
negocio, como cuidándolo para que nadie se lo quite. Lleva dentro de sí el
recuerdo de cada guante que se sacó, o de cada guante que lo hirió en la cara
hasta que tuvo que gritar en medio de su ira y de su vergüenza. Me estoy yendo…
Me estoy yendo -repitió-. Y agregó: Pero el luchador todavía permanece…
Ella trató de
acariciarle la cabeza, los negros cabellos que caían como un torrente
desordenado y turbio sobre su frente, pero él apartó su mano con dulzura pero
con actitud decidida y firme. Se fue, dejando a la muchacha ahíta de
desolación.
El monólogo que acabo
de transcribir lo mejor que he podido, es la letra de una canción inventada por
dos jóvenes que en su mocedad fueron famosos como Simon y Garfunkel. La canción
se llamaba The Boxer y en vez de
Buenos Aires ellos hablaban de su natal New York y no mencionaban el barrio de
Constitución sino la
Séptima Avenida, esa donde las putas llaman a los clientes
con un “…come-on…?”.
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Imagen: Plazoleta Primera Junta, Caballito, (circa 1940). (Foto buenosairesantiguo.com.ar).
Tomado del sitio Buenos
Aires Sos.