(De Mario Sabugo)
Como la Nada , el Vacío y otras
negaciones, el Desorden es –también– un seudoconcepto; y cualquier escéptico de
ello puede recorrer y revisar la “Evolución creadora” de Bergson, en busca de una fundamentación profunda.
Aquí, para nuestro tema,
interesa más que nada lo que implica ese seudoconcepto en relación a la ciudad.
Ante todo, deberíamos
quitar del asunto la idea de “perversidad”, que es poco pertinente,
indemostrable y, en todo caso, poética. Lo de la “ciudad perversa” puede
comprenderse como un grito de batalla metafórico, pero no tiene ninguna
utilidad operativa. No hay ninguna relación lógica entre “ordenamiento” y
“perversidad” ya que no es difícil imaginar –ni encontrar– realidades urbanas
(y no urbanas) muy ordenadas y a la vez
completamente perversas. La perversidad puede subsistir a pesar de que se
tenga buen asoleamiento, visuales amplias o privacidad.
Sodoma y Gomorra pudieron
ser igualmente ordenadas o “desordenadas”. Y si nuestra Buenos Aires fuera, por
desgracia, esencialmente “perversa” no se corregiría con la más ingeniosa
planificación física; el Señor no castigó a Sodoma y Gomorra con autopistas o
determinados factores de ocupación del suelo, sino que optó –directamente– por
el azufre y el fuego.
Es también necesario
insistir en que la idea de “la ciudad como caos” es una idea históricamente
constante: nos la encontramos en la oposición de Platón contra Atenas y en los
conflictos feudales-burgueses; en los anacoretas y en sus recientes émulos
“hippies”; se la reconoce en la reseña de los Withe titulada El intelectual contra la ciudad, que
exhibe en esa postura a tantos pensadores yanquis entre Emerson y Wright; algo
de ello aparece, entre nosotros, en un Martínez Estrada.
El seudoconcepto del
“desorden” es inconveniente porque nos limita y nos separa de lo real: buscamos
el orden “a”, no lo reconocemos, decimos que hay “desorden” y concluimos la
operación. La ciudad verdadera, por el contrario, tiene un orden “x”, un orden
distinto, que no hemos comprendido, porque hemos supuesto (“a priori”) que el
único orden posible era el que buscábamos. Así se acaba suplantando lo que
existe por la sombra de una idea.
Por otra parte, y así
como se dan, en potencia, tantas órdenes como ciudades, en rigor todos ellos (el
orden “a”, el orden “x”, el orden “n”) son relativos; no siendo lo mismo la
“ciudad” para el porteño que para el neoyorquino, para el correntino o para el
veneciano.
Precisamente por esta
relatividad de las visiones y experiencias urbanas (paralela a la relatividad
de las visiones filosóficas, históricas e incluso científicas), es que los
enfoques no pueden dejar de ser, inevitablemente, subjetivos.
Se podrá, a lo sumo,
distinguir si la subjetividad es individual o colectiva. Pero no es aceptable
que dejemos de lado nuestro propio existir, nuestras historias y afectos cuando
debemos tratar el tema del ambiente en que vivimos. Desentenderse de lo
relativo, de lo subjetivo, es la misma cosa que suponer que existiría un solo
orden universal –y solo uno– válidos
para las ciudades.
Piénsese, por ejemplo, en
los tipos (o sea, los órdenes) urbanos magistralmente esbozados por Chueca en
su Breve historias del urbanismo: lo
anglosajón, lo mediterráneo clásico, lo islámico, son irreductibles entre sí. Y
ante el último, ante la ciudad islámica, nos sentimos siempre tentados de
calificar como “desorden” lo que es irregularidad, manera de constituir un
grupo de viviendas o determinado uso y concepción de lo público.
Las relatividades no sólo
se expresan en distancias kilométricas; entre muchos planes destinados a ella y la Buenos Aires real también está
la distancia de muchos miles de tangos jamás escuchados.
El seudoconcepto del
“desorden” conduce casi siempre a ciertas prácticas muy conocidas. Se niega el
orden verdadero, el orden porteño, y todo se refiere luego a un orden
universal, que se intenta introducir por la ventana, a caballo del mayor o
menor prestigio del proponente. Se trata, como lo expresaba Ramón Gutiérrez en
S.C.A. de “superponer” planes sobre
la ciudad concreta, recordando lo sucedido con los planes ingleses y franceses
del siglo X IX, e incluso los más cercanos de Bonet y Kurchan.
Al estilo del Moisés que
desciende del Sinaí con las Tablas del la Ley , se exige a “la gilada” que abandone, de una
vez por todas, el becerro dorado del eclecticismo y el trazado indiano; con la pequeña “diferencia” de que
ninguna voz divina resonó en los congresos del CIAM, muchos de cuyos productos
urbanos son cabal demostración de tal silencio. El “orden”, aunque no lo
explicite la arquitectura Dodero, está sin embargo denunciado por la torre
proyectada por Williams en el ‘48, cuya prole se expone a la consideración del
público en el área de Catalinas Norte.
Finalmente, son dignos de
comentario otros conceptos de la arquitectura Dodero, que se pueden relacionar
con todo lo anterior. En primer término, el concepto de “down-town”, sector que
–infructuosamente– podemos tratar de rastrear consultando mapas, guías,
tacheros y centros de información, sin
que nadie pueda aclarar por dónde se lo encuentra en Buenos Aires, no
dejando por ello, el “down-town” de ser un magnífico nombre para “discoteca” o
restaurante finísimo en la zona bancaria; siendo mucho menos grave la
importación de conceptos para estos frívolos fines que para la teoría de la
ciudad. En segundo término, es notable la crítica de la arquitectura Dodero al
Barrio Norte si se tiene en cuenta que Odilia Suárez ha sostenido últimamente
(en la S.C .A. y
en “Summa”) que ese barrio es una “excelente alternativa residencial”, lo que
haría lamentable que fuera invadido por las oficinas del Área Central en
expansión; proponiendo a cambio que ese crecimiento se oriente hacia el Barrio
Sur, eliminando las regulaciones actuales. Y si, como es probable, la
arquitectura Dodero piensa también en el Barrio Sur cuando nos habla acerca de
“down-town” o de sectores “desjerarquizados y obsoletos” cercanos al Área
Central, comprobaríamos que dicha parte de la ciudad se revela como una víctima
predilecta del moderno orden universal, fuera por los argumentos que fueren
(con Barrio Norte malo o Barrio Norte bueno): “Palos porque bogas, palos porque
no bogas”. Víctima predilecta, el Barrio Sur,
que acelera día a día el apetito de los
“ordenados” y sus topadoras, porque, precisamente, no calza bien en los
moldes universales: no es históricamente homogéneo, produce una discontinuidad
en aquella expansión central, y todo lo que se declara habitualmente mientas se
guarda en la manga la última adaptación del
Plan Voisin.
No hay en Buenos Aires, como
en ninguna otra parte, un “desorden”; no hay un orden específico, relativo a su
gente y a su historia. Orden porteño que no deja de existir porque no lo
comprendamos, ni tampoco porque tenga los innumerables defectos que todos
reconocemos, pero que se podría intentar corregir sin abandona su esencia, su identidad.
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Imagen: Destrucción de Sodoma y Gomorra. (De un grabado medieval).
Nota tomada del libro: La ciudad y sus sitios, de Rafael
Iglesias y Mario Sabugo; Bs. As, 1987.