11 jul 2014

Sodoma al sur



(De Mario Sabugo)

Como la Nada, el Vacío y otras negaciones, el Desorden es –también– un seudoconcepto; y cualquier escéptico de ello puede recorrer y revisar la “Evolución creadora” de Bergson, en busca de una fundamentación profunda.
Aquí, para nuestro tema, interesa más que nada lo que implica ese seudoconcepto en relación a la ciudad.
Ante todo, deberíamos quitar del asunto la idea de “perversidad”, que es poco pertinente, indemostrable y, en todo caso, poética. Lo de la “ciudad perversa” puede comprenderse como un grito de batalla metafórico, pero no tiene ninguna utilidad operativa. No hay ninguna relación lógica entre “ordenamiento” y “perversidad” ya que no es difícil imaginar –ni encontrar– realidades urbanas (y no urbanas) muy ordenadas y a la vez completamente perversas. La perversidad puede subsistir a pesar de que se tenga buen asoleamiento, visuales amplias o privacidad.
Sodoma y Gomorra pudieron ser igualmente ordenadas o “desordenadas”. Y si nuestra Buenos Aires fuera, por desgracia, esencialmente “perversa” no se corregiría con la más ingeniosa planificación física; el Señor no castigó a Sodoma y Gomorra con autopistas o determinados factores de ocupación del suelo, sino que optó –directamente– por el azufre y el fuego. 
Es también necesario insistir en que la idea de “la ciudad como caos” es una idea históricamente constante: nos la encontramos en la oposición de Platón contra Atenas y en los conflictos feudales-burgueses; en los anacoretas y en sus recientes émulos “hippies”; se la reconoce en la reseña de los Withe titulada El intelectual contra la ciudad, que exhibe en esa postura a tantos pensadores yanquis entre Emerson y Wright; algo de ello aparece, entre nosotros, en un Martínez Estrada.
El seudoconcepto del “desorden” es inconveniente porque nos limita y nos separa de lo real: buscamos el orden “a”, no lo reconocemos, decimos que hay “desorden” y concluimos la operación. La ciudad verdadera, por el contrario, tiene un orden “x”, un orden distinto, que no hemos comprendido, porque hemos supuesto (“a priori”) que el único orden posible era el que buscábamos. Así se acaba suplantando lo que existe por la sombra de una idea.
Por otra parte, y así como se dan, en potencia, tantas órdenes como ciudades, en rigor todos ellos (el orden “a”, el orden “x”, el orden “n”) son relativos; no siendo lo mismo la “ciudad” para el porteño que para el neoyorquino, para el correntino o para el veneciano.
Precisamente por esta relatividad de las visiones y experiencias urbanas (paralela a la relatividad de las visiones filosóficas, históricas e incluso científicas), es que los enfoques no pueden dejar de ser, inevitablemente, subjetivos.
Se podrá, a lo sumo, distinguir si la subjetividad es individual o colectiva. Pero no es aceptable que dejemos de lado nuestro propio existir, nuestras historias y afectos cuando debemos tratar el tema del ambiente en que vivimos. Desentenderse de lo relativo, de lo subjetivo, es la misma cosa que suponer que existiría un solo orden universal –y solo uno–  válidos para las ciudades.  
Piénsese, por ejemplo, en los tipos (o sea, los órdenes) urbanos magistralmente esbozados por Chueca en su Breve historias del urbanismo: lo anglosajón, lo mediterráneo clásico, lo islámico, son irreductibles entre sí. Y ante el último, ante la ciudad islámica, nos sentimos siempre tentados de calificar como “desorden” lo que es irregularidad, manera de constituir un grupo de viviendas o determinado uso y concepción de lo público.
Las relatividades no sólo se expresan en distancias kilométricas; entre muchos  planes destinados a ella y la Buenos Aires real también está la distancia de muchos miles de tangos jamás escuchados.
El seudoconcepto del “desorden” conduce casi siempre a ciertas prácticas muy conocidas. Se niega el orden verdadero, el orden porteño, y todo se refiere luego a un orden universal, que se intenta introducir por la ventana, a caballo del mayor o menor prestigio del proponente. Se trata, como lo expresaba Ramón Gutiérrez en S.C.A. de “superponer” planes sobre la ciudad concreta, recordando lo sucedido con los planes ingleses y franceses del siglo X IX, e incluso los más cercanos de Bonet y Kurchan.
Al estilo del Moisés que desciende del Sinaí con las Tablas del la Ley, se exige a “la gilada” que abandone, de una vez por todas, el becerro dorado del eclecticismo y el trazado indiano; con la pequeña “diferencia” de que ninguna voz divina resonó en los congresos del CIAM, muchos de cuyos productos urbanos son cabal demostración de tal silencio. El “orden”, aunque no lo explicite la arquitectura Dodero, está sin embargo denunciado por la torre proyectada por Williams en el ‘48, cuya prole se expone a la consideración del público en el área de Catalinas Norte.
Finalmente, son dignos de comentario otros conceptos de la arquitectura Dodero, que se pueden relacionar con todo lo anterior. En primer término, el concepto de “down-town”, sector que –infructuosamente– podemos tratar de rastrear consultando mapas, guías, tacheros y centros de información, sin que nadie pueda aclarar por dónde se lo encuentra en Buenos Aires, no dejando por ello, el “down-town” de ser un magnífico nombre para “discoteca” o restaurante finísimo en la zona bancaria; siendo mucho menos grave la importación de conceptos para estos frívolos fines que para la teoría de la ciudad. En segundo término, es notable la crítica de la arquitectura Dodero al Barrio Norte si se tiene en cuenta que Odilia Suárez ha sostenido últimamente (en la S.C.A. y en “Summa”) que ese barrio es una “excelente alternativa residencial”, lo que haría lamentable que fuera invadido por las oficinas del Área Central en expansión; proponiendo a cambio que ese crecimiento se oriente hacia el Barrio Sur, eliminando las regulaciones actuales. Y si, como es probable, la arquitectura Dodero piensa también en el Barrio Sur cuando nos habla acerca de “down-town” o de sectores “desjerarquizados y obsoletos” cercanos al Área Central, comprobaríamos que dicha parte de la ciudad se revela como una víctima predilecta del moderno orden universal, fuera por los argumentos que fueren (con Barrio Norte malo o Barrio Norte bueno): “Palos porque bogas, palos porque no bogas”. Víctima predilecta, el Barrio Sur,  que acelera día a día el apetito de los “ordenados” y sus topadoras, porque, precisamente, no calza bien en los moldes universales: no es históricamente homogéneo, produce una discontinuidad en aquella expansión central, y todo lo que se declara habitualmente mientas se guarda en la manga la última adaptación del  Plan Voisin.
No hay en Buenos Aires, como en ninguna otra parte, un “desorden”; no hay un orden específico, relativo a su gente y a su historia. Orden porteño que no deja de existir porque no lo comprendamos, ni tampoco porque tenga los innumerables defectos que todos reconocemos, pero que se podría intentar corregir sin abandona su esencia, su identidad. 
______
Imagen: Destrucción de Sodoma y Gomorra. (De un grabado medieval).
Nota tomada del libro: La ciudad y sus sitios, de Rafael Iglesias y Mario Sabugo; Bs. As, 1987.