Enfundados en un largo
guardapolvo y gorra gris, anunciaban su llegada haciendo sonar un triángulo de
metal, para atraer la atención de la clientela menuda. No hacía falta, por
cierto. Su presencia era detectada sin necesidad de aviso de ninguna índole.
El barquillero -tal era
su apelativo y su oficio- portaba ceremoniosamente un recipiente de metal, de
aproximadamente un metro de alto, cilíndrico, muy parecido a los rojos buzones
de la esquinas, que colocaba en el suelo mientras era rodeado por los chicos,
que pugnaban por ser atendidos.
Pero digamos primero,
para quienes no saben, que era el barquillo. Consistía en una masa de harina de
maíz tostada, sin levadura, confeccionada con miel y huevo. Es la misma, a muy
parecida, a la de los cucuruchos de los helados. En aquellos años, de placeres
infantiles más modestos, esta golosina, superada hoy infinitamente por toda
clase de combinaciones del consumismo, constituía una verdadera y codiciada
atracción.
Según parece, el nombre
de barquillero y barquillo, proviene del hecho que los primeros productos-
imaginamos que en España- tenían una forma curvada similar a la de un bote, y
de ahí devino el característico nombre, y, lógicamente, quien vendía barquillos
no podía ser otra cosa que barquillero.
En Buenos Aires, aún
cuando persistía la denominación original, el diseño había sufrido
modificaciones importantes, ignoramos si por afán de modernidad, o por simples
cuestiones utilitarias. En efecto, el mítico barquillo original se había
convertido en una redonda plancha de masa replegada sobre si misma, casi como
un cartón doblado, y su superficie estaba marcada por una cuadrícula en
relieve, sin duda producto del molde sobre el cual se cocinaba.
Lamentablemente, la historia, tantas veces ingrata con los precursores, no ha
registrado el nombre del innovador que introdujo esta nueva técnica, como
tampoco el de quien imaginó la novedosa estratagema que impulsó
considerablemente las ventas.
En efecto, la astucia de
este ignorado talento de las finanzas, seguramente inspirado en la vieja máxima
que nos aconseja unir lo útil con lo agradable, lo hizo avanzar un paso más
allá, y en un rapto de genio, entrevió la clave del éxito: vinculó la nutrición
con el juego.
El negocio funcionaba
así. El niño pagaba un único precio, digamos 10 centavos, y con este sencillo
requisito ya estaba en condiciones de participar. Como hemos dicho, y esta es
la clave, el recipiente era cilíndrico, de un diámetro que podríamos calcular
en unos cuarenta centímetros, y en la tapa tenía instalada una especie de
ruleta.
Creemos recordar que en
el borde seccionado del artilugio, en vez de los números de las ruletas
verdaderas, tenía espacios alternados numerados del 1 al 3. El reglamento de la
casa era muy simple: el consumidor o jugador, como se prefiera, debía accionar
el eje central que giraba adosado a una lengüeta larga, que finalmente se
detenía en alguno de los casilleros mencionados.
Quien lograba el número 3
tenía, además de los tres barquillos, la satisfacción inenarrable del
triunfador, seguramente similar a la de los legendarios jugadores que alguna
vez lograron desbancar al Casino de Montecarlo; algo menos para quienes
embocaban el 2 y el que sacaba el 1 quedaba conforme, porque al fin y al cabo,
era el precio básico del barquillo. En suma, en última instancia nadie perdía,
y todos se retiraban contentos a saborear el inefable barquillo y siempre se
podía volver a tentar fortuna, si se contaba con el capital necesario. Algún
moralista podría objetar que se estaba iniciando a la niñez en los escabrosos
senderos del vicio al vincularlos a tan temprana edad con la compulsión del
juego, pero no creemos que la desaparición de este personaje de las plazas
porteñas se deba a una denuncia de esta índole. Simplemente se ha extinguido
por el cambio de las costumbres, de los gustos, de la vida, en definitiva.
En algunas plazas existen
ahora kioscos o carritos con venta de bebidas y panchos que, desde luego, no
tienen nada que ver con nuestro injustamente olvidado barquillero y la
precursora e inocente ruleta sin bolilla, que deleitó a varias generaciones de
chicos porteños.
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Imagen: Barquillero.
Nota tomada de la página Fervor x Buenos Aires.