(De Alba Gandolfi)
Arístides
Gandolfi Herrero, Alvaro Yunque para las letras y el pueblo. Su hija Alba
recuerda, en emotivas pinceladas, algunas de las vivencias que compartió con su
padre, donde las penurias de la censura y el exilio se atemperan con el amor
filial y los tiempos de resonante difusión de su obra.
Intento separar la imagen de Yunque-padre
de la de Yunque-escritor: pero en mi memoria aparece el padre-escritor, sentado
frente a su mesa, leyendo o escribiendo, desde la mañana hasta la noche.
Lo visitaban escritores jóvenes: Alfredo
Varela y Raúl Larra, entre otros, con quienes mantenía sustanciosas charlas
literarias y políticas. En verano muchas veces dejaba su escritorio para
llevarnos a mi hermano y a mí al río, montados los tres en su bicicleta, “su
pingo del asfalto”, como él la llamaba. Eso ocurría allá por los años 40.
Vivíamos en Vicente López, 25 de Mayo 626, y nos llevaba a sus playas hoy
desaparecidas donde nos enseñó a nadar, ya que fue un excelente nadador que
además salvó varias vidas. De esos “salvatajes” le quedaron dos grandes amigos
con cuyos hijos hoy me sigo tratando.
Después de unos años nos mudamos al
barrio de Colegiales, Conesa 600 de la ciudad de Buenos Aires. Era una antigua
casa “chorizo” que fue demolida hace muchos años, en cuanto nos mudamos.
Mi hermano Adalbo y yo, ya adolescentes,
lo seguíamos acompañando en algunos de sus paseos en bicicleta, cada uno con su
propio “pingo”. Visitábamos a sus amigos con afinidades intelectuales y/o
ideológicas: a Córdova Iturburu en Belgrano, a Roberto Giusti en Olivos, a
Emilio Biagosch, abogado, quien había sido activo participante de la Reforma Universitaria
de Córdoba en 1918, al escultor Agustín Riganelli en la calle Bulnes, al pintor
Carlos Giambiaggi en la calle Zapiola de nuestro barrio, a Miguel Sintes Amaya
y a Juan Marengo, dos amigos muy queridos cuyas muertes tempranas lo llenaron
de tristeza. En estas andanzas, mi padre cargaba una bolsa con sus libros
recientemente editados para dedicárselos y regalarlos a los amigos.
Siendo muy chicos, a veces resultaba
difícil tener un padre que no respondía a los cánones de aquella época
(1940/50), ya que muchas de sus respuestas no eran bien recibidas por los
maestros de entonces. Durante el primer gobierno de Perón, por ejemplo, en la
escuela nos exigieron abrir una libreta de ahorro. Esa libreta se abría con un
peso que no era aportado por el escolar, sino por el Estado. Mi padre no estaba
de acuerdo con esa enseñanza; por el contrario, nos decía siempre: por ahora
gasten, no ahorren; nunca tuvimos una alcancía. En esa oportunidad, a
continuación de la nota de la maestra, escribió en el cuaderno: El ahorro es la avaricia en pañales, mis
hijos no ahorran. Las libretas de ahorro se iniciaron porque eran
obligatorias, pero nunca depositamos nada.
Cuando se implantó la enseñanza religiosa
en las escuelas, escribió en mi cuaderno:
La religión es el opio de los pueblos, no quiero que mis hijos aprendan
religión en la escuela pública. Era nuestra madre quien intercedía siempre
entre ese padre diferente y los sorprendidos maestros. Ella, su gran admiradora
y compañera, era quien explicaba que éramos agnósticos, no forzosamente judíos
o católicos, como pretendían que nos definiéramos.
Yunque nos educó, supongo, como todo
anarquista hubiera educado a sus hijos: apostó a la libertad individual como
objetivo último del hombre y siempre nos demostró coherencia entre su
pensamiento y su acción. Pero el aprendizaje que brinda la experiencia de la
vida y su necesidad de sentirse al lado de los desposeídos, de los que sufren,
lo condujeron definitivamente al marxismo.
Sufrió censura durante los distintos
gobiernos militares que padecimos: en 1944 publicó dos libros con el nombre de
Enrique Herrero, seudónimo que respondía a su segundo nombre y a su apellido
materno. Preso en Villa Devoto durante la dictadura de Edelmiro J. Farrell
(1945) y luego exiliado en Montevideo durante varios meses. Al asumir Perón
otorgó una amnistía general para los exiliados y presos políticos, lo que le
permitió a Yunque volver a su querida Buenos Aires. Igualmente siguió censurado
y una vez más utilizó su segundo seudónimo para poder publicar, en 1944, el Diario de Jules Renard y el prólogo a Echeverría por Ernesto Morales. En 1950
publicó Prosas del autor de Martín
Fierro. Selección, prólogo y notas de Enrique Herrero.
Pasaron los años; recuerdo el 11 de
setiembre de 1973, cuando mataron a Salvador Allende. La tristeza lo hundió en
una profunda depresión de la que le costó mucho salir. Con Salvador Allende
mataron también sus ilusiones y la esperanza de ver una América Latina libre de
opresores. Nos dijo entonces: Cuando se
gana en experiencia, se pierde en ilusiones.
La peor censura la sufrió durante la
última dictadura: Tenía 87 años muy lúcidos cuando prohibieron su participación
en la Feria del
Libro de 1977 y en todas las subsiguientes. Decretos firmados por Videla y
Harguindeguy ordenaron la quema y destrucción de sus libros, que fueron
retirados de escuelas, editoriales y librerías.
En 1977 se fracturó la cadera. Tenía 88
años. En la ambulancia, para aliviar mi mal disimulada angustia, me dijo: No te pongas triste, la muerte es sólo una
transmigración. Surgían en ese momento sus lecturas de filosofía yoga, que
desde la juventud lo acompañaron a lo largo de su vida.
Son varios los escritores que confesaron
haber descubierto su vocación literaria y su sensibilidad social al leer a
Álvaro Yunque, entre ellos Pedro Orgambide y Humberto Costantini. También es
posible que hoy, después de medio siglo, haya otros chicos que, como ellos,
repitan esa historia y vivan la misma emoción de aquellos, que lo leían
habitualmente.
Han cambiado algunos escenarios, pero lo
que permanece más allá del discurso globalizado de la aldea total son las
injusticias que sufren miles de chicos como los que pintó Yunque en sus
cuentos, durante su larga vida de escritor prolífico y sensible.
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Imagen: Álvaro Yunque, dibujo del poeta Luis Alposta.