(De Manuel
H. Santos)
Doy fe:
hace mucho, pero mucho (¡como que era niño!) se me llevaba al Club Gimnasia y
Esgrima –vulgarmente GEBA, el de Figueroa Alcorta–, con el lógico y precoz resultado de aburrirme de lo lindo, sin
perjuicio de que, además, se aburrían quienes me llevaban. La consecuencia eran
caminatas por un callejón de tierra que, convenientemente acondicionado, es hoy
la Avenida de
los Ombúes, en el tramo que separa a ese club de la planta de Obras Sanitarias,
en la actualidad AYSA.
Esa
avenida hace un giro para empalmar con la Lugones , pero en aquel tiempo se prolongaba en
línea recta hasta otra calle de tierra, paralela a los fondos del club y de la
dependencia pública. Tras ella había una alambrada bien de campo, luego las
vías del ferrocarril y, al cabo, un pequeño murallón gris puesto para prevenir
las crecientes del río. Empinándose, uno veía más atrás malezas y terrenos
pantanosos que sustentaban, a la distancia, la plácida horizontalidad del
Plata. Pasaban, como ahora, barcos cada tanto, y también trenes, de habitual
formaciones diésel plateadas; asimismo, a veces –¡oh maravilla! –, convoyes de
carga, arrastrados por dos locomotoras resoplantes y que nunca llevaban más de
45 vagones, el furgón de cola incluido, dato que, como se ve, me ha quedado
fijo.
Por ahí, a
las cansadas, pasaba un avión, por lo común una avioneta. Es decir, que ya
existía el aeroparque, y esto sería hacia 1949 o 1950. Aunque existía apenas y
casi nadie lo sabía, aparte de tener una pista mucho más corta que la que
conocemos. Más tarde supe que para esa época no operaban desde ese lugar sino
los aparatos de LADE –otra antigualla ignota– y aviones militares de enlace que
llevaban y traían funcionarios con motivo de los vuelos con cabecera en Ezeiza.
Hacían
mínimo ruido o, al menos, así me parecía. Pero algo de ruido harían y es
probable que cada vez hicieran más, pues el Aeroparque se hizo repentinamente
notorio –habrá sido esto para el 53 o el 54– cuando su actividad motivó una
borrascosa protesta de las autoridades del teatro “Colón”, las que plantearon
que ese ruido impedía continuar con las temporadas de verano, al aire libre,
que se daban ante las tribunas de la
Rural , con entradas baratísimas. La Municipalidad
convino en que la queja era fundada y dispuso trasladar esas funciones
estivales al Parque Centenario, donde se construyó un auditorio al efecto, que, sin pena ni
gloria, fue utilizado por tres o cuatro años, hasta que aquel estimable empeño
cultural “al alcance del pueblo”, se extinguió por inanición.
Claro, se
manejaban con la ópera y con la música “de veras”, segmentos artísticos que
requieren alto grado de recogimiento para su gustación, totalmente negado por
el estruendo aeronáutico. Pero el algo posterior auditorio del Lago del
Rosedal, ámbito de recitales, de música menos exigente y hasta de poesía invocatoria,
se lo bancaba bastante más y pudo prosperar por un tiempo. Hasta que
aparecieron los aviones de reacción y,
literalmente, los artistas debieron “meter violín en bolsa” y esfumarse, espantados
por el rugido de los motores.
Esto de
que los aviones vuelen sobre plena ciudad y, para peor, en el momento en que
más ruido del que hacen nos llega, que es cuando están a altura relativamente
baja, sea porque acaban de despegar o porque van a aterrizar, siempre lo he
creído un soberano disparate, opinión coincidente con la de cuanto experto he
consultado, menester en el que se me explicó, de paso, el peligro que entraña
hacer esas operaciones sobre zonas densamente pobladas. Pero estos son ya temas
de entidad mayor, lo mismo que el múltiple e intenso deterioro que muchas
razones viene padeciendo el parque Tres de Febrero, que no es del caso tratar
aquí, siquiera para no ponernos demasiado serios.
Cabe, igualmente,
contraargüir con la aseveración de que siempre las cosas de la aviación fueron
en las ciudades y que es por ese factor multitudinario que captaron la
imaginación general con la fuerza con que lo han hecho. Y sí: entre nosotros
los primeros y fallidos intentos de elevar un globo aerostático se hicieron en
la plaza Lorea, y el primero exitoso en el Paseo de Julio. La partida del
infortunado globo “Pampero” fue desde una quinta de Belgrano y las del “Huracán”
–célebre en mi barrio, Parque Patricios–
lo eran desde el predio de la Sociedad Sportiva , ubicado donde ahora se
encuentra el campo de polo. Después los aviones intervinieron en desfiles y
trazaron con humo “Yerba Salus” o “Geniol”; ya el “Plus Ultra”, con Ramón
Franco y sus compañeros, había amarrado, modoso, junto al Espigón Municipal, y,
en una de las suyas, Carola Lorenzini efectuado un aterrizaje de emergencia en la Costanera , cerca del
puerto arenero.
La
popularidad de la actividad era grande en esa época y eso es lo único que
justifica dar crédito a la presunta veracidad de la poesía “anónima”,
pasmosamente admitida por Borges y Bioy: Quiero
tener una mina / pa’hacerle un hijo aviador, / que bata un día el “recor” / de
la aviación argentina.
Otra cosa
muy extraña –e ilustrativa– menciona el comodoro Juan José Güiraldes
–nuestro amigo, el “cadete Güiraldes”–, en una historia
de la Fuerza Aérea :
relata que entre los primeros aviones traídos al país se hallaba uno –un Voisin
o un Bleriot, no sé– que una vez armado nunca pudo levantar vuelo, al parecer
por haberse desequilibrado al ensamblárselo. Carreteaba y carreteaba pero no
conseguía despegar. Se lo utilizó entonces como elemento de instrucción, “dando
vueltas por la pista del hipódromo”. La gente se enteró y quiso ver ese
portento limitado, por lo que una vez circuló antes de una jornada de carreras,
“en medio del aplauso frenético del público”.
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Imagen: El hidroavión "Plus Ultra" en exhibición permanente en el Museo de Luján de la Provincia de Buenos Aires. (Fotografía tomada del sitio taringa.net).