(De Manuel H. Santos)
Escribía los otros día sobre aviones y
eso me trajo a la memoria una anécdota referida a los desfiles magnos que se
realizaban en ocasión de las fiestas cívicas: ya verán ustedes por qué.
Recordemos un poco, primero, eso de los
desfiles, circunstancia infantil importante en una época en que todavía no
existía la televisión y en la que aun nuestra ingenua imaginación tendía a ver
con un considerable lastre del patriotismo las manifestaciones militares
criollas que se nos ofrecían.
Los desfiles constituían, en verdad, una
fiesta, con aglomeraciones, cuerdas que impedían la invasión al espacio de la
marcha y la venta de periscopios de cartón, para que los más pequeños pudiesen
contemplarla. Era esto en la recién designada Avenida del Libertador, o acaso
antes: Perón sonriente, al trotecito en su caballo pinto, hacía la revista
previa, la banda estaba junto al palco y ante él se agolpaban las imágenes: la
formación de cadetes haciendo paso de ganso, las filas de conscriptos con el
viejo casco suizo y la mochila con el platito, el escuadrón de caballería con
lanzas que llevaban banderines, la artillería de montaña repartidas las partes
de sus cañones en lomos de mula, los andinistas con sus esquíes en cruz, los
granaderos con su fanfarria, la marinería yendo a paso sosegado y un poco
bamboleante como si quisiera compensar sobre cubierta la oscilación del buque,
los infantes de marina con sus vehículos anfibios, los grandes camiones con
puentes extensibles, los carriers, que eran tanques abiertos, y los tanques
verdaderos –los Sherman– que nos parecían inmensos. Todo muy bien, pero a
alguien le tocaba figurar menos que los demás y ese papel correspondía siempre
a la aviación; porque un desfile aéreo es en sí una pavada, o un imposible: hay
un ronroneo que crece, después unas figuritas negruzcas que pasan zumbando, y
ahí termina la historia.
Muchos años más tarde, aventuras
profesionales me llevaron a frecuentar a capitostes aeronáuticos. Y en alguna
conversación ocasional tuve la ocurrencia de contar esa impresión antigua. Se
apesadumbró el rostro de mi interlocutor y compungido confesó que ése era un
tema que mucho preocupaba a él y a sus compañeros. “Cierto –me decía– ellos (el
Ejército y la Armada )
se lucen y a nosotros nos toca el papel de Cenicienta… La gente no nos conoce;
somos el último orejón del tarro”.
Apenas por charlar avancé la idea de que
eso se remediaría creando una unidad histórica, como los Granaderos o los
Patricios.
¿Cómo, me respondió, si no tenemos historia,
si somos de ayer?
Repuse que bien podían contar con una
sección de globos en los que flameasen grandes banderas sujetas en las cuerdas
que sostienen la barquilla. Podrían ser globos cautivos y permanecer durante
toda la ceremonia sobre el eje del desfile, despertando el consiguiente
entusiasmo patriótico en los asistentes.
Rechazó con displicencia la propuesta,
“pues nunca tuvimos globos ni dirigibles ni nada por el estilo”; luego la
conversación siguió otros rumbos. Primero, que ese aviador estaba en un error,
corroboración del paradójico desinterés que experimentan los uniformados acerca
del conocimiento histórico, pues ya en la Guerra del Paraguay hubo globos de observación,
pero, además sucede que esa charla me volvió muy a la cabeza al descubrir una
foto que mostraba que en el desfile del 9 de julio de 1926 sí había estado presente –y muy orondo– un
dirigible. ¿Y esto? ¿De dónde salió? Hecha la averiguación supe que era verdad
lo que me había dicho: no, no había sido de la Aviación , sino de la Aviación Naval.
Se trata de una cuestión bastante perdida
en la nebulosa: en 1920 el denodado deportista barón Antonio De Marchi adquirió
en Italia un dirigible que se hallaba en condición de “rezago de guerra”. Su
intención era explotarlo en una Compañía de Excursiones Aéreas que, al parecer,
nunca funcionó. El mamotreto fue vendido al año siguiente a la Armada , la que
simultáneamente compró otro idéntico. De manera que hubo dos, ambos con una
enorme escarapela en la proa y un ancla pintada en negro al lado. Se los
destinó a patrullar el Río de la
Plata y tuvieron base en Punta Indio, hasta 1929 cuando
fueron radiados de servicio.
Estos dos dirigibles se avistaban a
menudo en Buenos Aires y constituían una perpetua sensación, lo que se explica
pues son artefactos mucho más llamativos que los aviones, por su tamaño y por
volar más bajo y más lento, y todavía cabe encontrar en los barrios viejos
bares que no en balde se llaman “El Dirigible”. Claro que la fama de esa dupla
inicial quedó totalmente opacada con la aparición del gran dirigible, del
arquetípico dirigible de Buenos Aires, que fue el "Graf Zeppelin", con motivo de
su viaje en 1934, cuando desató una especie de locura colectiva, con multitudes
que iban a Morón a verlo de cerca y a aplaudirlo, descomunal cigarro cuya
imagen en proximidades de la cúpula del Barolo ha sobrevivido hasta hoy como
una dimensión clásica de la ciudad esplendorosa y cosmopolita, y germanófila,
que Buenos Aires supo ser, o creyó ser. O cree haber sido. Y hubo unos años en
que todo se llamó “Zeppelin”, hasta el oscuro “pan radical”, que es pan de
centeno. Daniel Giribaldi dice: “La pelota es grande como el 'Zeppelin': ¡y vos no
la ves!”
Ya con éste tenemos tres dirigibles que
anduvieron sobre Buenos Aires. Y hubo un cuarto, más pequeño y con finalidades
explícitamente lucrativas, en muy exacta correspondencia con las tendencias del
presidente Menem, del que fue coetáneo. Se lo veía allá por 1994, 1995,
silencioso guardián de las terrazas porteñas; portaba la inscripción “La Serenísima ” y era una
mera publicidad.
______
Imagen: Dirigible publicitario de la empresa láctea "La Serenísima" ( Foto tomada de la página vueloaventura.com.ar).