1 dic 2014

El intendente y los enamorados afines



(De Fernando Sánchez Zinny)

Nadie se acuerda de los intendentes, lo que es comprensible dada la naturaleza en extremo aburrida de lo municipal, invariablemente vista como ocupación admisible sólo por parte de gente poco espiritual; aquello de Rubén Darío: “Un vulgo municipal y espeso”, ha quedado como definitiva marca divisoria entre quienes viven para cosas importantes y los que se interesan por minucias incluidas en reglamentos y  ordenanzas, traducidas, por ejemplo, en el barrido de las calles y en las periódicas podas de árboles.
Y, sin embargo, hubo una vez, en Buenos Aires, un intendente llamado Hernán Giralt a quien vale la pena rescatar de la sombra, siquiera por una iniciativa –que nunca se cita–, perdida entre otras adoptadas por él que nada significan hoy, esfumadas las polémicas de aquel tiempo. Transcurría el mandato del presidente Frondizi y Giralt, aparte de intervenir profusamente en los festejos del Sesquicentenario, se anotó algunos porotos, como el haber instalado los primeros (y muy contados) semáforos, agilizado las obras del teatro “San Martín” y establecido un auditorio en el lago del Rosedal.
Es cierto: no alcanza eso para salvarlo del más absoluto olvido; en cambio hubo un aporte suyo que sí lo hace merecedor de mejor destino y que, no obstante, nadie se lo acredita, injusticia notoria aunque –como se verá– harto comprensible y tal vez inevitable.
Giralt fue el promotor y acaso el inventor de los pronto popularísimos “hoteles alojamiento”, iniciativa notable que habría de revolucionar arraigadas pautas de comportamiento social. Porque cuando aquí surgieron esos establecimientos se presentaron como una innovación totalmente inusitada; se decía –y yo lo creo, sin que me conste– que algo así no existía en ninguna otra parte del mundo. En cuanto a esto, quizá sí, quizá no; entretanto, a la sazón conocíamos lo que se denominaba “amueblada” –en  reo, “mueble”–, estructura estrechamente vinculada con la prostitución, y, para historias más decorosas, el hotel formal y con registro de pasajeros, que se pagaba por día aunque sólo se utilizase durante un par de horas, lo que de suyo reservaba la virtud exterior a las personas adineradas.
Un día apareció –primero en la calle Laprida  y después por todos lados, en floración súbita e impresionante– un nuevo tipo de posada, que se alquilaba por turnos y ofrecía una facilidad excepcional, según daba cuenta un “hit” de esos días: Hotel alojamiento, / por hora no se piden documentos. Y el mundo cambió abruptamente: ya no eran la ramera y su cliente ni tampoco la “querida” y el burgués ocultador, sino todos y todas, gente simple y hasta de barrio, enamorados anónimos, jovencitos asustados, damas inexpertas deseosas de no serlo. Mientras  el sucedáneo “Villa Cariño” se eclipsaba, en vano la alarma cundía en la ciudad en el clero, y también en la policía que, por bastante tiempo, estuvo vacilante entre los descomedidos operativos del comisario Margaride y la intimidatoria presencia de agentes “de facción”: las cosas nunca más volverían a ser como antes. El idioma respondió en consonancia y acuñó, enseguida, nuevos significados; surgió hacia esa época el término “pareja” para definir a los que  acudían a esos lugares, en tanto proliferaban elocuentes eufemismos, algunos vigentes hasta hoy, como es el caso de “salir”, que, en realidad, quiere decir entrar:  “Fulana sale con Mengano”, o “Perengana ya no sale con Zutano”. El mismo vocablo “novios”, con todo lo ilustre que es, pasó a tener un sentido muy diverso al originario, en tanto que “prometida” o “compromiso” vinieron a caer en total desuso.
Se dijo, entonces, que eso del hotel alojamiento constituía un invento argentino o, mejor, porteño. En efecto, contemporáneamente nada parecido había ni en las provincias ni en el Gran Buenos Aires; ni en Uruguay ni en Brasil, ni en la Europa asequible ni en los Estados Unidos. Visto el fenómeno en retrospectiva, seguramente no fue tan así, entre otras cosas porque todo tiene antecedentes y, sin ir más lejos, ya los yanquis tenían sus “moteles”, forma óptima de aunar aventura y automovilismo. Hoy día, en todos lados son conocidos los  “hoteles por hora”, con o sin adherencias sentimentales, pues muy bien puede ser que los frecuente quien en un viaje desea tomarse un descanso entre la llegada de un vuelo y la partida de otro. Pero, dicho de paso, esa aserción, con su pizca de alarde, entraña, asimismo, una actitud chistosa: asimilar hotel alojamiento a invento criollo, en paridad con el dulce de leche, la huella digital, la transfusión de sangre, la “Hesperidina” y el “Amargo Obrero”, no deja de sonar a ocurrencia picarona.
Por supuesto, la designación “hotel alojamiento” era por demás absurda y redundante, y se prestaba a numerosos equívocos; en rigor, es otra perla más inscripta en el extenso léxico del balbuceo municipal: un forastero no avisado veía el cartel e ingresaba acarreando sus valijas y bultos, trance que ya insinuaba el chiste y que ponía al conserje en el molesto caso de tener que dar una explicación. La municipalidad lo pensó  y se convenció de la necesidad de cambiar ese nombre, para lo que apeló al más solapado de “albergue transitorio”, sin perjuicio de que en el habla vulgar persista, cargado de expresividad, el sugerente “telo”.
No sé qué habrá sido del intente Giralt y tampoco si antes o después del “invento” tuvo conciencia de lo que hacía. Como este es un tema de esos de los que no se habla, nunca sabremos si se propuso cambiarnos la vida según los preceptos de Wilhelm Reich, o, meramente, conseguir aumentar en algo –vía cobro de licencias– los ingresos en las arcas de su jurisdicción, de manera que este punto quedará  en enigma.
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Imagen: Entrada de un albergue transitorio en la Capital Federal. (Foto tomada de la pág. alberguesonline.com.ar).