(De Negro Hernández)
El café es un lugar de contadores de
cuentos o mejor dicho de cuentadores, tal vez porque allí son escuchados por un
auditorio atento que entiende los códigos masculinos. Sus protagonistas suelen
relatar infinidad de historias, algunas inverosímiles, otras trágicas, pero
todas dignas de ser narradas por cualquier escritor, como la del flaco Páez que
escuché con los muchachos una noche calurosa de verano. Ese mismo día el
Gallego había contratado con la cervecería Quilmes el servicio de barriles para
vender bebida suelta. Dicha empresa había enviado unas mesitas redondas con su
sombrilla en el centro y las sillas de lona haciendo juego con todo el piripipí
de la marca de la cerveza.
Estábamos allí tomando un balón cuando se
aparece Páez y sin mediar ningún permiso, así de parado, se puso a contar una
historia melodramática con lujos de detalle.
El flaco siempre quiso parecerse a
Gardel, pero no tenía la pinta, ni la voz, ni siquiera el oído como para
imitarlo. Una mañana se levantó temprano de la cama para ir al trabajo, entró
al baño de la pensión y preparó la máquina de afeitar, la brocha y abrió las
canillas del agua caliente de la ducha y del lavado. Luego se mojó la cara con
las dos manos, desparramó un poco de crema jabonosa y mientras giraba la brocha
sobre sus mejillas vio el rostro de Gardel en el espejo que se iba empañando
con el vapor del agua. Al principio se asustó, no lo podía creer. Es un sueño,
pensó, y cerró las canillas. Limpió el espejo turbio y lo vio al Zorzal del
otro lado, hizo una mueca y la imagen le respondió, se tocó la nariz, y lo
mismo, le entró a dar con la gillette y el Maestro se afeitó.
Todavía sin creerlo, se bañó apurado con
la esperanza de poder reconocerse después de secarse con el toallón desteñido.
Salió del baño, evitando mirarse, y volvió a la pieza. Se vistió con la ropa
del trabajo, y ahora más tranquilo buscó el ropero en cuya
puerta central pendía un espejo grande. Carlitos lo miró con un pantalón
vaquero y una camisa color caqui que decía sobre el bolsillo derecho Mudanzas
Veloz. “¡Se me hizo!”, dijo. “¡Gracias Señor, después de tantos ruegos!... ¡Si
me viera la vieja!”.
Salió al pasillo agrandado el hombre y se
cruzó con doña Emilia, buenos días. En la calle saludó al canilla sacando
pecho, pasó por el Café, tomó un cortado en la barra y caminó las tres cuadras
que lo llevaban al laburo. En el trayecto se dio cuenta que nadie lo había
reconocido como Gardel. Se detuvo en la esquina de la farmacia para mirarse en el reflejo de la
vidriera, y sonrió con una sonrisa inigualable.
Nunca se sintió mejor. El patrón estaba
en cama con gripe y él tenía un viaje para retirar unos canastos y por la tarde
otro para entregarlos por allí cerca. Se pasó las horas en la oficina hablando
con Rosita, la chica del teléfono que le gustaba tanto, y buscándose cada tanto
en el espejo colgado detrás del escritorio pintado con el nombre de la empresa.
Entre mate y mate se animó y la invitó a comer una pizza a la salida. Ella
aceptó de muy buena gana. Caminaron hasta la avenida y en el boliche de la
esquina pidieron una grande, mitad de muzzarela y mitad de anchoas. Entonces,
después de inclinar los labios de costado, le tomó las dos manos y le dijo: “R.r.r.r.osita.a…
quiero que seas mi novia”. Ella asintió con alegría bajando su mirada con
vergüenza. Después fueron a la plaza del barrio iluminada por una enorme luna
llena, y en el banco de la plaza la apretó entre sus brazos para cantarle al oído “El día que me quieras”.
Más tarde, venciendo su pudor, la invitó a la pieza de la pensión y pasaron la
noche juntos.
Cuando el flaco se despertó a la mañana
siguiente estaba solo en la cama arrugada. Co-rrió hacia el espejo del ropero y
se vio a sí mismo. Desconsolado por tanta realidad sintió que el mundo se le
derrumbaba, sin embargo sobre la almohada había un papelito escrito con lápiz
de labios que era su única prueba: "Gracias Carlos, por una noche
inolvidable. Rosita Quiroga".
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Imagen: Dibujo de Carlos Gardel por Hermenegildo Sábat.