( De Martín Felipe Sosa)
Noticia:
murió Fabiola, reina viuda de Bélgica, personaje difundido hasta el hartazgo
por las revistas con motivo de su boda, hace de esto taitantos años, y de la
que no tuve otros datos desde entonces. No recuerdo muy bien cómo era su
historia, pero sí que se trataba de una española no perteneciente a una
dinastía real. Aprovechando la momentánea notoriedad de esa señora apareció por Buenos Aires
un hermano suyo que, entre nosotros, medró bastante tiempo en función de ese
parentesco. Se llamaba Jaime de Mora y Aragón, sujeto payasesco que intervenía
en espectáculos y en fraguados incidentes que tenían por ámbito lugares de
jarana. Comúnmente se le decía “Fabiolo”, solía vestir frac blanco, usaba
monóculo, y un buen día trepó de pantaloncitos al ring del “Luna Park” para
enfrentar a Martín Karadajián.
Vale la
pena –o
no, quién sabe – hacer memoria de ese ser absurdo y ridículo por haber
sido el último y degradado representante de una especie aquí extinguida a
partir de él. Me refiero a la de los viajeros, esos capitostes ya previamente
famosos que venían a instalarse por unos meses entre nosotros, a lucirse, a
pontificar, a ser seguidos, admirados y padecidos. Fabiolo fue el postrero;
después todo cayó bajo el imperio de la televisión y no hubo ya que ocuparse de
quien pasa por la calle, sino de quien lo hace por la pantalla, que, por
supuesto, puede estar muy distante, digamos, océano de por medio.
Tal
cambio, provocado por la innovación tecnológica, alteró, a su vez, un estado de
cosas impuesto por otra anterior del mismo carácter. Porque en origen no se
viajaba sino por guerras o por comercio, por aventura, por desventura o por
vocación. Los viajeros eran guerreros, mercaderes, descubridores, exploradores,
misioneros, científicos, o bien fugitivos o desarraigados, hambrientos o
esclavos. Pero se inventó la navegación a vapor y junto con ella el telégrafo y
las cosas se modificaron radicalmente. Los primeros que se largaron a viajar
sin motivo definido y sin tomar más recaudo que el de pagar el pasaje, fueron
periodistas, o cosa parecida. A Buenos Aires quienes primero vinieron en esa
condición fueron dos italianos: Edmundo D’Amicis y Paolo Mantegazza, anticipos,
sin saberlo, del francés Albert Londres, el que vino de incógnito siguiendo el
hilo de la “Zwi Migdal”.
Pero ya la
posta había pasado al gremio entonces próspero de los conferencistas, tan
floreciente que hasta surgió un rubro de empresarios encargados de organizarles
giras, merced a los cuales el traslado, la oratoria y la permanencia tenían
compensación fenicia. Fue así como, en 1908, a
favor de la gran proliferación de socialistas, se lo trajo a Enrico Ferri,
socialista de campanillas y criminólogo y sociólogo de relieve mundial, con
quien comienza, en modo estricto, la etapa de la historia porteña en que se
instaura una relación estrecha y acuciante entre nosotros y los viajeros.
Anunciado Ferri, los socialistas, encantados, concurrieron en multitud, previa
adquisición de entradas, al teatro “Odeón”, encabezados por su plana mayor.
Arranca la perorata y al minuto, no más, ya el disertante lanza su sentencia
descalificadora: “En un país excéntrico como éste, inmerso en una economía
primaria –dijo–, el socialismo es imposible”. Continúa, en medio del estupor de
la concurrencia, y no tiene empacho en definir al “socialismo colonial” como
mero esnobismo, como desvelo provinciano empeñado “en copiar o parodiar lo que
ocurre en las metrópolis”, en tanto por las caras sudorosas de Juan B. Justo,
Nicolás Repetto y Enrique del Valle Iberlucea pasaban, intermitentes, los
cuatro colores.
El
italiano era tajante, no se arredraba y no había forma de interrumpirlo. La
exposición terminó sin aplausos y con la mitad de las butacas vacías; Ferri
saluda y se retira del escenario. Apechugando rabia, Justo sube a él e
improvisa un muy decoroso y, en verdad, juicioso alegato en contra de lo
escuchado, pero la espina les quedó clavada hondo a los hombres del “viejo y
glorioso” y tal fue el motivo por el cual, para el Centenario, hicieran venir a
otro socialista eminente a restañar la herida causada por el detractor:
apelaron a Jean Jaurès y, en efecto, el autor de la Historia
sincera de la
Revolución Francesa se mostró mucho más comedido hacia
sus correligionarios “indianos”, si bien no dejó de escandalizar y, a veces,
poner ruboroso al ascético grupo, debido a sus gustos de bon vivant y su debilidad por las faldas.
Los
viajeros empezaron discutiendo la
naturaleza del socialismo local y terminaron convirtiéndose en solemnes
definidores de lo argentino y de lo americano, a los que no pocos escuchaban
como oráculos, referencia que no apunta a negar los indudables méritos y
aciertos de varios de ellos, sino a expresar asombro porque se haya dado tanta
importancia –hasta en términos multitudinarios– a personas que estaban de paso
y que, en ocasiones, ni siquiera hablaban nuestro idioma. No era éste el caso
de José Ortega y Gasset y, en rigor, fue al único que se lo rebatió con agrura,
seguramente injustificada, por aquello de El
hombre a la defensiva y “argentinos, a las cosas”, que tanto molestó.
Aunque
peor lo pasó Waldo Frank, optimista visionario que postulaba una suerte de
redención espiritual americana, y que acabó trompeado y pateado malamente por
una patota nacionalista. Su contraparte pesimista, el pintoresco y papelonero
conde de Keyserling –quien, además era un filósofo notable y que tangueramente
subsiste en eso de “No te hagás el Keiserlín”– hablaba de lo telúrico, de lo
intuitivo, del horror y del “silencio genesíaco”, del “légamo en que se asienta
lo humano en el Nuevo Mundo”, y es seguro que el aporte de ambos ha inspirado e
inspira a buena parte de lo que ha venido escribiéndose sobre nuestra realidad
social.
Lo que se
cuenta de la estadía del conde en Buenos Aires se pierde en el abismo de lo
desopilante: sagaz conocedor de países exóticos, eximio orientalista, literato
reconocible hoy en libros que son joyas, como La vida íntima, tenía, empero, sus fallas, compañeras de una enorme
corpulencia y de una verborragia abrumadora, alternada con interpretaciones de
canto y otras pianísticas. Y comía pantagruélicamente y bebía en proporción,
con lo que solía finalizar ebrio cuanto agasajo que se le hacía: el gran
Alfonso Reyes ocupaba el cargo de embajador de México y le ofreció una
recepción. Si el alemán era un coloso, el mexicano era chiquito, esmirriado y
pelado. En un momento, poseído por el alcohol y tambaleante, el gigante, para
no caerse, apoyó su mano en la cabeza del aterrado anfitrión y utilizó a la
persona de éste como bastón por unos cuantos minutos, hasta que pudo
conseguirse acercarlo a un sillón y tirarlo a que durmiese la mona. En un ágape
con periodistas organizado por Victoria Ocampo, y presuntamente despechado por
haber ésta rechazado avances de su parte, la agredió en un crescendo insólito culminado con el sabrosísimo dicterio de “india
con flechas”, obvio y cruel resumen del tradicional desprecio con que suele
mirarnos la élite europea.
Hay,
todavía, un puñado más de transeúntes por nuestra ciudad que merece ser
recordado. Por ejemplo, Georges Clemenceau y James Bryce,
quienes posteriormente escribieron acotaciones llenas de inteligencia y
comprensión sobre Buenos Aires; Albert Einstein, quien vino a explicar “en
sencillo” su teoría, y que de regreso en Alemania se despachó con que –según
creía– en nuestra ciudad sólo dos personas lo habían comprendido: “Una
–puntualizó–, un general Dellepiane (Luis), que entiende de cálculos
balísticos; y la otra, un señor Lugones, escritor”, modesto espaldarazo que
bastó para animar al poeta a incursionar en la física deductiva, como lo hizo
en su curiosa obra El tamaño del universo,
y, sobre todo, Rabindranath Tagore, el
más raro de todos, tipo extraño de viajero mudo: no pronunció
conferencias, no recitó ni en bengalí ni en inglés y ni aun, siquiera, hizo
declaraciones a la prensa. Lo suyo era sólo estar de pie, estático dentro de su
túnica y tras de su barba, con la palma de la mano derecha recogida en
dirección a la muchedumbre como para bendecirla, sea en la barandilla del
barco, en la esquina de una avenida o en las barrancas de Punta Chica. Y la
gente –impresionantes aglomeraciones– lo
miraba embobada con aire de “he aquí que este profeta nos conducirá ahora hasta
las riberas del Ganges”. Un hombre enjuto, de sombrero rancho (al que llamaban
“De Bernardi”) se ponía, al parecer espontáneamente, ante los arrobados y les
dirigía exhortaciones, invocaciones, frases breves. Cada tanto volvía el brazo
hacia el ilustre santón lírico y
exclamaba a voz en cuello: “¡Vedlo al peregrino!”.
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Imagen: Jaime
de Mora y Aragón, más conocido por el sobrenombre de “Fabiolo”.