(De Marcos Silber)
¡Ya somos grandes, Rulo!
Por algo venimos a esta milonga. Mirá el paisaje: todos veteranos. Y ellas…
mejor no hablar. Todas abuelas. Arregladitas, pintadas como indias guerreras.
Bueno, es lo que hay. ¡Ya somos grandes, Rulo! Aquí me siento bien; hasta me
veo más joven. ¿Me preguntaste qué pasa conmigo? Ya sabés: soy un analfabeto
tecnológico, un discapacitado. No concuerdo con esos artefactos. Computadoras,
celulares. Llegaron para humillarme. Y no puedo con ellos. La historia que estoy viviendo lo
confirma. Vos sos testigo, Rulo. La viste. Una verdadera reina azteca la
mexicanita. Cuando apareció sentí que se corrió el telón del cielo. Y vino a
sentarse justo frente a mí. Justo. Acusé como una turbulencia, un tornado que me
tomaba y… No sé. Diosa de esa noche, lo eclipsó todo. La luz la eligió para
estallarse. La belleza se convocó para ostentarse; espléndida ella. Turista la
mexicanita. De Chiapas. Frente a mí.
Nos preguntamos.¿Cómo te
llamás? Alejandra. ¿Cómo te llamas? Marcos,
soy el comandante Marcos. Y reímos. Su boca, un desafío de rosa ardiente en la
estepa de la noche.
Los ojos, bueno, con
brillo de misterio; de insoportable atracción. Y me dije -yo-: Amor a primera
vista me dije -para mí, me dije- por el sacudón, el estallido. Y me dije: ¡qué
vulgar!.. Pero juro que fue así; repentino, estremecedor. Y sentí que algo tan
extraño como bello comenzaba a crecerme; mágico, de ensueño. La mexicanita
llegaba a mí por mandato de Dios, del que siempre descreí y que se proponía
obligarme al arrepentimiento…¡Una aparición, Rulo! Un fantasma de maravilla que
me mordía dulcemente el corazón.
Un hechizo que se propuso
atormentarme el corazón. No sé. Tenías que ver. Nos tomamos las manos y un
océano de fuego me anegó. Me dije: este arrebato, esta colisión es amor. A
primera vista, segunda y todas las vistas habidas y por haber. ¡Aluvional,
Rulo, aluvional! Ella no adivinó por qué yo sonreí cuando, sin palabra de ser
oída me dije: me la llevo, la encadeno y tiro las llaves. La mandó el diablo.
Sí, nada puede provocar tamaño descalabro en mis sentidos; nada descargar
tanto vendaval. Te cuento. La invité a bailar; bueno, a lo
que puedo, lo mío es un tanto pobrecito, nunca voy a lograr diploma de
milonguero. Dios sabe qué le dije al oído. Se sonrojó. Se estremeció, la sentí.
Tembló como un recién nacido en la intemperie. Entonces descubrí el poder
erótico y seductor de la palabra. Me dije -para mí-: las palabras, algunas
palabras pueden derrotar la habilidad tanguera del mejor.¡Así fue, Rulo! Así.
Cuando regresamos a la mesa todo había desaparecido, esfumado. Nada más quedó.
Nada, tampoco de “El Nacional”. Solo, los dos. En una realidad de un mundo que
partió hacia la nada y otro que nacía para contenernos. A nosotros, los dos.
Entonces sucedió, como te decía, que la tecnología, ese aparataje miserable de
la comunicación aterrizó en la tierra para frustrarme, para recordarme que soy
un perdedor. Sonó su celular. ¿Para qué si no para quebrar el encanto? ¿Fue
demasiado espejismo? ¿Una enormidad, la ilusión? ¿Mucho para mi humanidad?
Maldita tecnología. Mi
ruina. Sonó su celular y la cara suya se salió de la escena. Se mudó hacia la
inquietud. Inoportuna, cruel, perversa la llamada. Se levantó como arrancada
por una invisible y maligna fuerza. ¡Brutal desgarro. Rulo! Se alejó como rayo,
dolida. La condenada llamada, mi enemiga, la raptó. Debo irme, no dejes de
llamarme, me decía. Despojado, arrebatado me sentí. El cuadro de los dos,
quitado de la luz, mudado por una nada crepuscular. Antes, me había dado su
número de celular. No sé dónde está residiendo. La única posibilidad de dar con
ella, llamarla.
Y no me da. ¿Por qué?
Descubrí, maldito aparato, que son diez los dígitos y yo apunté nueve. El que me falta tiene la
cara del diablo, de la maldad. Aquí me tenés ahora, Rulo, en el lugar, el
templo que nos cobijaba a los dos. ¿Qué hacer ahora, huérfano de ella? Sabés,
no voy a salir de aquí, donde resucité, y me sentí renacido y pleno. No sé,
esos temblores, esos redobles en el pecho, de asombro y dicha, no sé. No me
salgo de aquí. Ella espera mi llamada imposible. ¿Sabés? Hubo un poeta, un tal
Dylan Thomas, que
-desesperado- se tomó dieciocho whiskys seguidos hasta que
se le ahogó el corazón. Y se murió. Yo no me salgo, Rulo: pedime el primero.
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Imagen: “Tango”, dibujo
de Juan Manuel Sánchez.