19 jul 2015

Refutación de la memoria por la memoria



 (De Silvio Funes)

Con sumo placer he leído el aporte hecho a la página de “Buenos-Ayres” por el señor Martín Felipe Sosa, titulado “Saga con viajeros”. Me adelanto a decir que aprecio y hasta envidio su buena memoria dedicada a rescatar historias que todos hemos conocido y hace mucho olvidado. Aunque al respecto de ese trabajo, me siento, a la vez, en la obligación de expresar  una reserva de índole limitativa que –bien lo comprendo– entraña una inevitable crítica, en realidad puesta en camino de llegar a ser censura, lo que en verdad lamento.
Me ha agradado lo que escribió el señor Sosa, al que, por otra parte, no conozco y mal haría en no considerar positivo un trabajo que contribuye a ampliar nuestros recuerdos relativos a la ciudad en la que vivimos y a la que amamos, sin contar con que esa censura, de algún modo lateral, no estaría dirigida a él en persona, sino a toda una escuela de memorialistas porteños que está muy pero muy extendida, no sólo en estas páginas sino, también, por todos los vericuetos.
Voy al grano: cita Sosa a una serie de importantes viajeros, a partir de la evocación de un personaje al que maltrata con razón, pero obviando el hecho de que lo único real en el recuerdo o el olvido de la gente es el pobrecito Fabiolo, pues todos los otros no son sino fantasmas que cada tanto reaparecen provenientes de libros, de periódicos amarillentos, de testimonios de tercera mano, ya que nadie conoció a Enrico Ferri o a Keyserling, y que, por lo contrario, es posible que alguien sí se haya cruzado en la calle con ese derrengado aristócrata español. Poniendo esto en lenguaje pedantesco cabría resumir que, para nuestra  generación, Jean Jaurès es la teoría y Fabiolo, la praxis.
Mencionado el paso de este último por Buenos Aires, apunta Sosa que “después vino la televisión”. Sin desdeñar en absoluto la profunda implicancia que en todo orden de cosas ha venido teniendo esa innovación a partir de haberse implantado, bueno es señalar que en todas partes y también en Buenos Aires, la generalizada extinción de los recuerdos inmediatos es anterior  a ese fenómeno. Prescindamos del resto del mundo, asunto que no es para tratar en este momento y restrinjámonos a lo local; de hecho citas, protagonistas, anécdotas, filiaciones sentimentales, lugares determinantes y adhesiones de todo tipo son, en apabullante grado, anteriores a 1940, poco más o menos. En nuestro caso, todo –amigos, individualidades, peñas, tangos, costumbres, compadritos, banderas políticas, usos y curiosidades– remite invariablemente a la época del chambergo. Es como si después de una etapa que habría terminado quién sabe cuándo (para  indicar referencias: la muerte de Gardel, o la guerra española, o la mundial, o la aparición del peronismo) de muy poco uno se hubiese enterado, muy poco ocurrió y poquísimo interesa.
En primer lugar, que eso nos coloca en una situación de orfandad realmente incómoda: resulta que nosotros –y ya somos viejos y hasta viejitos– no hemos existido o, al menos, nunca hicimos nada que mereciera preservarse: junté figuritas en las que aparecían Juan Armando Benavídez y Roberto Resquín; he atisbado a “petiteros” de pantalón estrecho y tajitos en el saco –en aquel tiempo se decía que eran para facilitar prácticas homosexuales–; recuerdo el estruendo lejano de un bombardeo, las bañaderas con querosén, los “rumores”, el Floridita, Jauretche en el Youngmen’s, el Di Tella, los boliches del rock, la feria de los hippies, la Corrientes de las librerías, los muchachos formando cadenas de brazos para que la columna no se disgregue, las capuchas, los Falcon verdes, los ensayos de oscurecimiento con motivo de Malvinas, pero parece que todo eso lo he soñado, pues mis contemporáneos no lo recuerdan. ¿O es que presentándose como campechanos memoriosos, son, en realidad, investigadores de archivo, arqueólogos vocacionales? Dicho quizá brutalmente: conozco una Asociación de Amigos del Tranvía; no, en cambio, una de amigos del trolebús.
Segunda cosa: sospecho que en esa amnesia hay ideología pasada de contrabando, tal vez de manera inconsciente. Esa ideología refleja, para mí,  una actitud que hasta juzgo valiosa, en cuanto entresaco de su argumentación algunas verdades incuestionables, pero que mi índole de “librepensador” rehúsa aceptar como absolutas. Porque, en efecto, hay una línea conceptual que tiende a ver a la Argentina –y a Buenos Aires, sobre todo– como algo del pasado, cuyo esplendor fue y dejó de ser. Habría sido ése un mundo de esperanzas y proyectos, y, asimismo, de lacras y podredumbres, pero vital y creativo, con escritores, con polémicas, con inmigrantes y palacetes, con estadistas y pensadores, con luchadores y apóstoles, con trabajo y ganancias, con “linaje y multitud”, como diría Francisco García Jiménez, con el pulso de  la vida circulando por las venas.
¿Cuándo terminó ese caos que era, a la vez, una promesa de Jauja? Difieren los exégetas aunque barajan años cercanos entre sí: Juan Archibaldo Lanús hace coincidir el final de Aquel apogeo –así se llama su libro– con el relevo de Carlos Saavedra Lamas en el cargo de ministro de Relaciones Exteriores, o sea en 1938; otro volumen de no me acuerdo quién alega en la tapa cierta grandeza y entre paréntesis encierra los años 1889-1939. Por su parte, Escudé y Cisneros llaman “Argentina sometida” a la que se estableció a partir de 1942, con la asunción definitiva de Ramón Castillo como presidente de la Nación; Carlos Ibarguren no duda en atribuir a 1943 el carácter de hito, pero José Luis Torres lo lleva al año siguiente dado el peso que concede a la deposición de Ramírez, y supongo que, desde su empíreo, Juan Pablo Feimann optaría por el 45. Ludovico Vita sostenía, en charlas, que todo concluyó en 1947, cuando el Congreso aprobó las Actas de Chapultepec  “y nos sacamos la careta”.       
Está bien que esas personas piensen de esa manera; con variantes, son la derecha y la derecha genuina no es sino una arquitecturización de la nostalgia. De acuerdo, pero igual no me convencen mucho. Razono y razono y no acabo de ver por qué la ciudad de los conventillos habría de ser mejor, o más sugerente o más incitativa, que la ciudad de los departamentos. Claro, ya sé, para esos días se había hecho presente “el monstruo grande (que) pisa fuerte” vulgarmente llamado peronismo, y en el enchastre que hizo con sus patas elefantiásicas todo lo confundió: los oligarcas se hicieron mediáticos; los gremialistas derivaron en lumpen, los socialistas en “humanistas”, y los comunistas en “pequeños y medianos empresarios”. El desorden, el desorden que aborrecen en especial los intelectuales porque les dificulta pensar en abstracciones. Pero yo no soy intelectual sino un simple vecino que alguna vez ha hecho versos; sin embargo, también estoy en la confusión. Y me siento mal, incomprendido y desechado: pido perdón por ello.
¡Vemos que lo del amigo Sosa para nada se me hace baladí; por lo pronto me ha servido para hacer estas reflexiones!
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Imagen: El conde  Hermann Graf  Keyserling.