(De Silvio Funes)
Con sumo placer he leído el aporte hecho
a la página de “Buenos-Ayres” por el señor Martín Felipe Sosa, titulado “Saga
con viajeros”. Me adelanto a decir que aprecio y hasta envidio su buena memoria
dedicada a rescatar historias que todos hemos conocido y hace mucho olvidado.
Aunque al respecto de ese trabajo, me siento, a la vez, en la obligación de
expresar una reserva de índole
limitativa que –bien lo comprendo– entraña una inevitable crítica, en realidad
puesta en camino de llegar a ser censura, lo que en verdad lamento.
Me ha agradado lo que escribió el señor
Sosa, al que, por otra parte, no conozco y mal haría en no considerar positivo
un trabajo que contribuye a ampliar nuestros recuerdos relativos a la ciudad en
la que vivimos y a la que amamos, sin contar con que esa censura, de algún modo
lateral, no estaría dirigida a él en persona, sino a toda una escuela de
memorialistas porteños que está muy pero muy extendida, no sólo en estas páginas
sino, también, por todos los vericuetos.
Voy al grano: cita Sosa a una serie de
importantes viajeros, a partir de la evocación de un personaje al que maltrata
con razón, pero obviando el hecho de que lo único real en el recuerdo o el
olvido de la gente es el pobrecito Fabiolo, pues todos los otros no son sino
fantasmas que cada tanto reaparecen provenientes de libros, de periódicos
amarillentos, de testimonios de tercera mano, ya que nadie conoció a Enrico
Ferri o a Keyserling, y que, por lo contrario, es posible que alguien sí se
haya cruzado en la calle con ese derrengado aristócrata español. Poniendo esto
en lenguaje pedantesco cabría resumir que, para nuestra generación, Jean Jaurès es la teoría y Fabiolo,
la praxis.
Mencionado el paso de este último por
Buenos Aires, apunta Sosa que “después vino la televisión”. Sin desdeñar en
absoluto la profunda implicancia que en todo orden de cosas ha venido teniendo
esa innovación a partir de haberse implantado, bueno es señalar que en todas
partes y también en Buenos Aires, la generalizada extinción de los recuerdos
inmediatos es anterior a ese fenómeno.
Prescindamos del resto del mundo, asunto que no es para tratar en este momento
y restrinjámonos a lo local; de hecho citas, protagonistas, anécdotas,
filiaciones sentimentales, lugares determinantes y adhesiones de todo tipo son,
en apabullante grado, anteriores a 1940, poco más o menos. En nuestro caso,
todo –amigos, individualidades, peñas, tangos, costumbres, compadritos,
banderas políticas, usos y curiosidades– remite invariablemente a la época del
chambergo. Es como si después de una etapa que habría terminado quién sabe
cuándo (para indicar referencias: la
muerte de Gardel, o la guerra española, o la mundial, o la aparición del
peronismo) de muy poco uno se hubiese enterado, muy poco ocurrió y poquísimo
interesa.
En primer lugar, que eso nos coloca en
una situación de orfandad realmente incómoda: resulta que nosotros –y ya somos
viejos y hasta viejitos– no hemos existido o, al menos, nunca hicimos nada que
mereciera preservarse: junté figuritas en las que aparecían Juan Armando
Benavídez y Roberto Resquín; he atisbado a “petiteros” de pantalón estrecho y
tajitos en el saco –en aquel tiempo se decía que eran para facilitar prácticas
homosexuales–; recuerdo el estruendo lejano de un bombardeo, las bañaderas con
querosén, los “rumores”, el Floridita, Jauretche en el Youngmen’s, el Di Tella,
los boliches del rock, la feria de los hippies, la Corrientes de las librerías,
los muchachos formando cadenas de brazos para que la columna no se disgregue,
las capuchas, los Falcon verdes, los ensayos de oscurecimiento con motivo de
Malvinas, pero parece que todo eso lo he soñado, pues mis contemporáneos no lo
recuerdan. ¿O es que presentándose como campechanos memoriosos, son, en
realidad, investigadores de archivo, arqueólogos vocacionales? Dicho quizá
brutalmente: conozco una Asociación de Amigos del Tranvía; no, en cambio, una
de amigos del trolebús.
Segunda cosa: sospecho que en esa amnesia
hay ideología pasada de contrabando, tal vez de manera inconsciente. Esa
ideología refleja, para mí, una actitud
que hasta juzgo valiosa, en cuanto entresaco de su argumentación algunas verdades
incuestionables, pero que mi índole de “librepensador” rehúsa aceptar como
absolutas. Porque, en efecto, hay una línea conceptual que tiende a ver a la Argentina –y a Buenos
Aires, sobre todo– como algo del pasado, cuyo esplendor fue y dejó de ser.
Habría sido ése un mundo de esperanzas y proyectos, y, asimismo, de lacras y
podredumbres, pero vital y creativo, con escritores, con polémicas, con
inmigrantes y palacetes, con estadistas y pensadores, con luchadores y
apóstoles, con trabajo y ganancias, con “linaje y multitud”, como diría Francisco
García Jiménez, con el pulso de la vida
circulando por las venas.
¿Cuándo terminó ese caos que era, a la
vez, una promesa de Jauja? Difieren los exégetas aunque barajan años cercanos
entre sí: Juan Archibaldo Lanús hace coincidir el final de Aquel apogeo –así se llama su libro– con el relevo de Carlos
Saavedra Lamas en el cargo de ministro de Relaciones Exteriores, o sea en 1938;
otro volumen de no me acuerdo quién alega en la tapa cierta grandeza y entre
paréntesis encierra los años 1889-1939. Por su parte, Escudé y Cisneros llaman
“Argentina sometida” a la que se estableció a partir de 1942, con la asunción
definitiva de Ramón Castillo como presidente de la Nación ; Carlos Ibarguren no
duda en atribuir a 1943 el carácter de hito, pero José Luis Torres lo lleva al
año siguiente dado el peso que concede a la deposición de Ramírez, y supongo
que, desde su empíreo, Juan Pablo Feimann optaría por el 45. Ludovico Vita
sostenía, en charlas, que todo concluyó en 1947, cuando el Congreso aprobó las
Actas de Chapultepec “y nos sacamos la
careta”.
Está bien que esas personas piensen de
esa manera; con variantes, son la derecha y la derecha genuina no es sino una
arquitecturización de la nostalgia. De acuerdo, pero igual no me convencen
mucho. Razono y razono y no acabo de ver por qué la ciudad de los conventillos
habría de ser mejor, o más sugerente o más incitativa, que la ciudad de los
departamentos. Claro, ya sé, para esos días se había hecho presente “el
monstruo grande (que) pisa fuerte” vulgarmente llamado peronismo, y en el
enchastre que hizo con sus patas elefantiásicas todo lo confundió: los
oligarcas se hicieron mediáticos; los gremialistas derivaron en lumpen, los
socialistas en “humanistas”, y los comunistas en “pequeños y medianos empresarios”.
El desorden, el desorden que aborrecen en especial los intelectuales porque les
dificulta pensar en abstracciones. Pero yo no soy intelectual sino un simple
vecino que alguna vez ha hecho versos; sin embargo, también estoy en la confusión.
Y me siento mal, incomprendido y desechado: pido perdón por ello.
¡Vemos que lo del amigo Sosa para nada se
me hace baladí; por lo pronto me ha servido para hacer estas reflexiones!
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Imagen: El conde Hermann Graf Keyserling.