(De Rodolfo Jorge Rossi)
La historia comienza en 1884 al entrar en vigencia la Ley
1420, de enseñanza gratuita, pública y laica. Esa norma sancionada por el
gobierno del General Julio A. Roca,
provocó una feroz crisis nerviosa en monseñor Luigi Matera, Nuncio
Apostólico en Buenos Aires y por ende embajador del Papa.
La ley, considerada diabólica por la Iglesia, dejaba la religión fuera de los colegios
públicos; además hacían su aparición las temidas maestras normales, contratadas
por el Poder Ejecutivo en los Estados Unidos.
El susodicho Matera, con toda la rabia junta, conspira para
que la norma se derogue. Informado el Presidente Roca de que el curita
aúlla en los conventos, lo invita a
retirarse. Le da veinticuatro horas para dejar el país. Además, la Argentina
rompe relaciones diplomáticas con el Vaticano.
El Nuncio despechado fue compañero de seminario de un tal
Giuseppe Sarto; al regresar a Roma, Matera
transmite toda su inquina a su viejo amigo, para terminar la triste
historia de su vida en un sórdido sanatorio para enfermos mentales.
Sarto no perdonó jamás el deterioro emocional de su
camarada; culpaba a la Argentina por su muerte. En 1903 es elegido Papa; se
convierte en Su Santidad Pío X. Lo primero que hace cuando es ungido vicario de
Cristo es lamentar que su antecesor,
León XIII, haya reanudado relaciones diplomáticas con nuestro país.
Es así que durante una reunión cardenalicia se entera
que el Káiser Guillermo ha prohibido que
sus tropas bailen una danza procaz originada en el Río de la Plata.
La figura de Matera, loco y solo en un hospicio mugriento
aparece en los sueños del Papa; entonces
éste inquiere sobre la danza prohibida
en Alemania.
-Es el tango, contesta un secretario, y agrega: su origen se
remonta a las casas de mala vida en Buenos Aires.
Pío X dicta de inmediato una pastoral dirigida a los
párrocos de Italia donde alerta acerca de una forma de bailar venida de
Argentina que representa un gravísimo ultraje al pudor. Ordena que los curas desde el púlpito
informen a los fieles sobre las características diabólicas de la danza; sin
duda fue creada en el infierno. No sabía
el Santo Padre que el tango ya había entrado fuerte en Italia; era el
entretenimiento preferido de la nobleza. Cuando los grandes burgueses se enteran de la prohibición ponen el grito
en el cielo. Comienzan a presionar a la Santa Sede para que revea la medida de
manera inmediata.
En primera instancia el Papa trata de resistir. Dice que
ceder ante el tango es someterse ante el mismísimo Mandinga. Pero no soporta la
presión ejercida por los poderosos, que además son su sostén económico;
entonces busca una salida elegante ante el problema. La solución es brindada
por el secretario: convoque a una pareja a bailar en su presencia y juzgue con
sus propios ojos. El papado invita a unos milongueros que en ese momento hacen
furor en Europa. Se trata de Casimiro Aín, apodado “el vasquito” y su pareja.
La noche anterior a la prueba el vasquito reflexiona y cambia de compañera.
Para bailar ante el Papa lleva a su hermana. Más inocente imposible, piensa. En
la mañana de un lluvioso abril de 1913 se presentan ante Su Santidad en la
Biblioteca Vaticana. El secretario pone en un gramófono acústico el tango “Ave
María” de Francisco Canaro.
El Papa mira con atención el baile de la pareja. Cuando
terminan dice: procaz no me pareció, pero me gustaría que prueben con una danza folclórica de mis
pagos venecianos llamada “La Furlana”.
Con lo expresado, Su Santidad demostró su total incapacidad para leer la
realidad. Tal sutileza no estaba en la inteligencia del Sumo Pontífice, que era
sin duda un cartonazo total.
Un hecho ridículo como la prohibición del tango tendría
graves consecuencias en nuestro país. Si bien se comenzó ironizando con coplas
criollas: “el tango tiene una gran languidez, por eso lo prohibió el Papa Pío
X”, terminó con un gran resentimiento contra la Iglesia Católica. Éste
tendría su punto culminante años más tarde.
La relación entre el Estado Argentino y el Estado Vaticano
se normalizó. Durante mucho tiempo la rutina caracterizó el vínculo. Hubo
tranquilidad hasta que se celebró en Buenos Aires el Congreso Eucarístico
Internacional de 1934, donde monseñor Pacelli, futuro Pío XII, tuvo un papel
destacado. Pacelli aprovechó este acercamiento para reiniciar el fuego. Pidió que se devuelva la
enseñanza católica a las escuelas públicas y se prohíba el tango.
Ante tamaño disparate la reacción no se hizo esperar. Los
tangueros se unieron de inmediato en
defensa de la tanguidad. Al grito de: “curas a la horca”, comenzaron a trabajar
para la consagración total de nuestra música. En 1935 se inicia la gloriosa
“década del cuarenta”, que durará casi veinte
años. Culminará trágicamente en 1955. Las palabras del futuro Papa Pío
XII causaron un efecto contrario al buscado.
Para colmo de males en 1943 el tango se consolida aún más a
través de un personaje que comienza a
destacarse en una oscura oficina de gobierno, desde la cual, como Secretario de
Trabajo y Previsión, emprende la tarea de ganarse a la masa obrera con la
sanción del aguinaldo y las vacaciones pagas.
Se trata del coronel Juan Domingo Perón.
Sobre el discutido Coronel las opiniones están divididas.
Algunos destacan sus estudios en Italia con
manifiesta simpatía hacia el fascismo, la falsa sonrisa gardeliana, su
penoso agnosticismo moral y el uso demagógico de una densa megalomanía
autoritaria. Otros resaltan el amor sincero por los obreros desprotegidos,
parias, descamisados, escupidos, humillados y ofendidos. Lo que todos rescatan
en el líder es su pasión ciega por el tango.
Para Juan Domingo sólo contaban los tangueros. Discépolo,
Manzi, Troilo, Cátulo Castillo, fueron sus amigos más queridos. Además era un
milonguero consumado del nivel del Cachafaz o del Tarila. En febrero de 1946 es
elegido Presidente de la Nación; con el
General Perón el tango llega a su punto más alto. El país vive al ritmo
del dos por cuatro. Los sábados los clubes rebalsan de parejas que bailan con
sus orquestas preferidas; las hinchadas de tangueros no dan abasto. Los devotos
de Osvaldo Pugliese se identifican con una curita en la mejilla izquierda, los
de Troilo con un pañuelo blanco en el bolsillo superior del saco. A la
salida cruzan alguna trompada, pero la
cosa no pasa de ahí.
La Iglesia mira azorada la felicidad argentina. El Papa Pío
XII, gran odiador de nuestro ser nacional, no tiene mejor idea que canonizar al
ínfimo Pío X, el que encendió la mecha. Es el 3 de septiembre de 1954 Perón se
da cuenta de inmediato de la provocación. Decide contestar con el rigor que lo
caracteriza.
En los primeros meses de ese año había aparecido en Buenos
Aires un pastor evangelista llamado Theodore Hicks que decía hacer milagros
mediante oraciones religiosas. Atendía en el estadio del Club Atlanta, en Villa
Crespo; diariamente era visitado por miles de fieles que buscaban consuelo y
paz interior. El Episcopado pide al gobierno que prohíba las funciones del
pastor. Como respuesta Perón lo invita a conocer la quinta de Olivos para que
vea a las chicas de la Unión de Estudiantes Secundarios. Luego, en motoneta,
pasean juntos por Palermo.
Entonces, en una reacción desmesurada, la Iglesia apoya la
fundación del Partido Demócrata Cristiano para oponerse al Justicialismo. Como
contrapartida, el 17 de Octubre, en el tradicional acto de Plaza de Mayo, Perón
se refiere a la Iglesia como “enemigo embozado, que como caca de paloma, no
tiene olor”. La Curia contesta objetando moralmente a la mencionada Unión de
Estudiantes Secundarios, especialmente
su rama femenina.
Los acontecimientos se precipitan. Perón sanciona la ley de
profilaxis y aprueba el divorcio vincular. La Iglesia brama. Los
estudiantes -junto a los decrépitos
sirvientes de Stalin del vetusto Partido Comunista Argentino- hacen causa común
con los curas. Llegamos así al sábado 11 de junio de 1955 cuando se realiza la
procesión de Corpus Christi. Ésta reúne una multitud. Todo el anti-tango sale
a la calle. La suerte está echada.
El 16 de junio, en una mañana fría y nublada, aviones de la
Marina bombardean la casa de Gobierno y
la Plaza de Mayo con la intención de matar a Perón.
El saldo arroja casi cuatrocientos muertos y miles de heridos. Ciudadanos que
concurrían tranquilamente a sus trabajos en una ciudad abierta son masacrados.
Perón se escapa y se refugia en el Ministerio de Guerra,
sabe que sólo le queda una salida, comunicarse
con sus amigos del tango. Les dice que se junten en un café de la
cortada San Ignacio, en el barrio de Boedo, y esperen su llamado con
instrucciones.
A las diez de la noche suena el teléfono. El gran bandoneonista
escucha la voz áspera del Presidente: ¡Milongueros del mundo unidos hagan
tronar el escarmiento!
Al grito de ¡tango si, frailes no!, marchan desde San Juan y
Boedo hasta la Curia; le prenden fuego. Luego saquean la Catedral; se hacen
fotos en la calle vestidos con hábitos, casullas y sotanas. Algunos sostienen
un cáliz; otros, crucifijos gigantescos, también imágenes de madera arrancadas
minutos antes. Se ponen los atavíos del obispo para formar una orquesta de
tango; en la vereda interpretan “La
Cumparsita”. Al rato, con más tranquilidad, sonrientes, comienzan a quemar
iglesias. La primera es la de Santo Domingo, en Belgrano y Defensa. Después San
Francisco, en Defensa y Alsina. Siguen La Piedad y San Nicolás de Bari. Más
tarde San Miguel, La Merced, San Juan y Nuestra Señora del Socorro. Cuando se
retiran, sigilosos, eufóricos, felices, mascullan: fue una jornada de gloria
infinita para nuestro tango celestial.
Sesenta años después del gran incendio, sabihondos y suicidas afirman que esa noche los tangueros durmieron
en paz; con la conciencia limpia y tranquila. Como angelitos.
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Imagen: La orquesta típica, óleo de Antonio Berni.