(De Fernando Sánchez Zinny)
Además, sabido es de sobra, esa abundancia de gente itálica, por lo común pobretona, daba ocasión a que los criollos la inmiscuyesen en toda clase de pullas, resumidas muchas en el trazo grueso del sainete, género acorde con un estado de ánimo vigente con seguridad ya antes de la mítica existencia de Antonio Cocoliche y de la probada del militar Baratieri; sin ir más lejos, lo acredita una narración de algo que se atribuye haber ocurrido de
Al rato, suenan nuevas descargas y era, esta vez, que un centinela se había asustado. Al tercer o cuarto alboroto, la jefatura despachó al lugar al coronel Julio Dantas, en la presunción infundada de que sabía italiano. Éste, desde lo alto de su cabalgadura, se dirige a la plana mayor legionaria con palabras que no por tener una introducción halagadora resultaban menos vejatorias: Bravi bersaglieri –les habría dicho–, non tirati tanti tiri al pedi!, traslación a un incipiente cocoliche de la formal orden de entrar en economías de munición y sofocones.
Ajustada la partitura a ese diapasón emocional, es comprensible que Baratieri fuera tomado por esos años en solfa, y que el eximio Paganini se convirtiera en santo patrono de todos los dispuestos a levantar muertos. El procedimiento es siempre igual: vale el comienzo del apellido; así “Locatelli”, “Solari”, “Finoli”, “Torterolo” (por tuerto), “Tettamanti”, siendo la atracción de la desinencia itálica tan grande que hasta se inventan apellidos que remedan los rasgos de ese origen para expresar ciertas afinidades, como “Fayutelli”, “Zurdeli”, “Morfoni”, “Figureti”, “Dureli”, “Arrugheti” y “Justeli”, este último (junto con Finoli) pasible de un manejo retórico sumamente peculiar: “justeli, justeli” se dice (o bien “finoli, finoli”) para precisar, mediante la reiteración, la exactitud del rasgo descripto. Mucho más próxima, prácticamente de ayer, ha sido la aparición de “Checonato”, por cheque, adaptación que constituye un homenaje lingüístico a Carlos Cecconato, memorable Nº 8 de Independiente allá por los años
Pero cuidado, que no todo ha venido de la bella Italia. La deformación hispano-criolla también tiene representación profusa lo que hace suponer que el fenómeno responde a costumbres culturales anteriores a la migración en masa de italianos hacia el crisol de razas local: “Anchorena” es un retacón; “Amigorena”, un amigazo; “Bejarano”, un jovato, y podríamos seguir con “Durañona”, “Cortina” y “Escasany”. Aunque más característico de lo que se vincula con la vertiente idiomática castiza es el muy frecuente uso de nombres de pila con idéntica finalidad caricaturesca, punto en el que venimos a confluir en la machacona tradición española, secularmente empeñada en tramar chascarrillos a costillas de quienes se llaman Casto, Cándido, Simplicio, Pío, Benigno, Inocencio, Robustiano, etc.
Pero hay un sesgo de acentuada picardía entre nosotros, al jugar –como en el caso de los apellidos– con la paranomastia, o sea la similitud fonética: “Cayetano” equivale a callado, “Valeriano” es un vale, “Cornelio”, un ídem. “Patricio”, pato, en el sentido de pobre, y “Paulino”, pavo, en el sentido humano, nombres sobre los que caben sendas reflexiones: la moderna difusión de Patricio y Patricia, ha derivado, en ambos géneros, en el sobrenombre “Pato”, al fin y al cabo curioso regreso a las fuentes. En lo que toca a “Paulino” como pavo, supone la persistencia de la originaria confusión entre la “u” y la “v”, lo que nos remonta a
Justiniano pide asimismo la reiteración, igual que en las cocolicheadas anteriores. “Diego”, por 10, seguramente ha sido proyección idiomática del esplendor maradoniano y “Emilio”, por e-mail, es cosa hispánica apenas aclimatada en el Plata.
El horizonte en el que se destacan estas deformaciones está definido por ese humor ácido e irreverente que prospera de antiguo en Buenos Aires, y que pugna por hacernos quedar bastante mal, aparte de entrañar un sinnúmero de vía crucis personales, como el que viven las personas que se apellidan Verga, problema al que se afronta con un gesto de sonriente elegancia. Variantes de este matiz hay muchas, en las que la discreción se contrapone a la socarronería, según ilustra aquello de la reunión en la que un señor, con insistencia de hipnotizado, no dejaba de observar cierto escote. Como la dama, con serlo, no era un dechado de delicadeza, optó, sin más, por tomar el toro por las astas.
–Perdón, creo que lo conozco: usted es de apellido Miranda.
El caballero, con serlo muy cumplido, no por eso era particularmente circunspecto y se apresuró a corregirla: –Señora, se confunde usted... No, no, mi apellido es Bertetas; de nombre Aquilino: Aquilino Bertetas…, servidor.
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Ilustración: Pochita Morfoni, personaje de historieta de Divito (Ilustración tomada de la página todohistorietas.com.ar)