(De Alberto Benchouam)
Cuando llegamos al bar “La Pura ” el tío me apretó la
mano. Era verdad, algo grave había sucedido enfrente. Desde que doblamos la
calle Vera, corrillos de mujeres hablando por lo bajo anunciaban alguna
desgracia; las viejas se iban sumando y reprendían a los chicos, seguramente
eran los del turno tarde, que jugaban a la pelota.
De la ambulancia estacionada en la puerta
del café “Victoria”, bajaban dos muchachos de uniforme blanco, portando una
camilla.
-Son practicantes de la asistencia
pública- dijo alguien atrás de mí-, los médicos se quedan en el hospital.
Costaba apartar a los curiosos que
impedían el paso. Las personas que salían, con cara de haber presenciado un
acontecimiento importante, daban su versión de los hechos. Bojor hablaba fuerte
y rápido:
-Estaba jugando al dominó y de repente se
agarró el pecho. Nos miró fijo y sin poder abrir la boca que babeaba, golpeó la
cabeza contra la mesa, desparramando las fichas.
Otros daban más detalles: cuando corrió
el estudiante de farmacia que siempre gana al billar, ya estaba muerto; seguro
un ataque al corazón.
La noticia se propagaba y el barrio
entero se movilizaba, no verían nunca más a Jubardá, Yaco Donoso no pondría más
la mano en su bolsillo.
Miré al tío que hizo una seña, como
apartando algo invisible que podía estar cerca nuestro:
-Leyos de mosotros (1), suplicó, y su voz
se mezcló con la de Bojor. -Esta mañana le pidieron al pobre tantas cosas que
le dio un infarto.
Logré asomar la cabeza dentro del bar, pero
sólo distinguí a un mozo, que en la penumbra brumosa, gesticulaba cerca del
mostrador de estaño. Sentí el tirón en el brazo y nos quedamos callados, junto
a un árbol al que el fin del invierno arrancaba algunos brotes.
¿Pero quién era Yaco Donoso? Creo que lo
poco que sé de él es lo escuchado ese día de finales de agosto, entre las nueve y las
doce, antes de prepararme para ir al colegio. Había llegado de Bursa, una
ciudad turca más pequeña que Esmirna, hacía unos veinte años, y vivía solo. No
se le conocían los vicios habituales en esa época: ni jugador, ni bebedor, ni
mujeriego pero, al decir de los viejos, algo negro tenía, no cerraba la mano lo
suficiente para hacer buenas parás (2) y salir de pobre, todo lo contrario, lo
que ganaba no le paraba mucho tiempo en la aldiquera (3), era tan loco, tan jubardá (4),
que parecía tener agujeros en las manos, y por no ahorrar nunca pudo traer a su
familia de Europa.
Y así le quedó el nombre; invitaba
generalmente con café, anís o algún mesé (5) también; regalaba nueces y pasas de uva a los niños y siempre ayudaba en
las colectas. “Ven Jubardá, siéntate”, lo llamaban de las mesas, y él terminaba
pagando.
Si por el contrario lo veían sentado, los
amigos se agregaban y pedían lo que gustaban.
Mano abierta, cuando lo invitaban a comer
la noche de shabat, les mandaba temprano de lo mucho y bueno, pues después no
se podían cargar bultos.
Cuando yo iba al café “Victoria” a buscar
a mi padre, me hacía sentar y me convidaba con un yogurt; una vez se le acercó
un hombre que dijo estar juntando para comprarse un reloj de pulsera.
-Está duro y apretado-, le dijo a
Jubardá. Éste se sacó el suyo de la muñeca y se lo dió.
-Tomalo, porque como decimos nosotros,
hasta que al rico le viene la gana, al pobre se le sale el alma, y bebe algo
caliente.
Se contaban muchas historias: Que a veces
ayudaba a algún paisano a completar el pago del alquiler, que colaboraba para el
ajuar de alguna muchacha sin mazal (6),
hasta compraba los remedios de los desvalidos, pero ¿cómo podía aquel
hombrecito que recorría los negocios para revender zapatos, solucionar los
problemas económicos, cubrir las necesidades de la colectividad?, ¿que
beneficio podía sacar de su escasa mercadería?
Con sus cajas de zapatos, unas ocho en
cada brazo atadas con piolines, recorría las avenidas con andar cansino y a veces se
paraba, con palabras de consuelo y esperanza.
-No te tomes sejorá (7), mañana lo veremos, decía palmeando las espaldas.
En
realidad, en ese Villa Crespo de los cincuenta, donde el chisme, las alabanzas
y el agrandar y empequeñecer eran
instituciones, no se podía saber qué parte era verdad, y además sabemos lo
necesarias que son las proezas de los héroes.
¿Alguien
deseaba un vestido?... Va, pídele a Jubardá.... ¿No conoces Mar del Plata?... Que
te pague el viaje Jubardá... Hasta se le decía a un jugador empedernido o a un
obrero desocupado: que te ayude el Dio (8)...y Jubardá.
Pero hay algo más. Esa triste mañana de
jueves había que ir hasta su casa para avisar a la encargada y a los vecinos.
Unas diez personas nos internamos por Gurruchaga hacia Warnes. La gente se fue
agregando, hacía frío, la escarcha aceraba las veredas y a veces tropezábamos
con trozos de pan mojado, alimentos de los gorriones y palomas que bajaban del
campanario de la Iglesia
de San Bernardo.
Llegamos hasta una puerta oscura, a medio
abrir. Tres personas entraron a hablar; oímos un llanto cortado y después unos
gritos.
-Somos los primos-, escuchamos los de
afuera-, y tenemos que entrar a la pieza para buscar los documentos y preparar
todo para el velorio.
Pasó un buen rato. Por fin atravesamos el
zaguán, cruzamos el patio de baldosas, me escabullí hasta una pieza y otra vez
durante ese día asomé la cabeza donde no debía.
Vi papeles desparramados por el suelo, el
aparador revuelto, la cama deshecha y trozos de lana de colchón, hasta que una
mujer entró con una escoba y bajó la cortina de juncos.
Regresábamos hacia Corrientes, en silencio, hasta
que por fin un hombre dijo:
-Lo que nos costó encontrar el nifus (9), sabíamos que era un alma de
Dios, que se gastaba todo lo ganado en el día. Su alma
habrá volado ya a Ganeden (10).
Esa noche soñé con una lluvia blanca de
copos de nieve y con un yogurt al que le echaba azúcar que se sumergía hasta el
fondo, y que el líquido se cerraba, dejando la superficie lisa, que prefería no
revolver.
¿Qué edad tenía Jubardá?
…Ya no existe ni el bar “La Pura ”, ni el café “Victoria”,
ni la casa donde vivió, pero quizás alguien haya seguido pagando las leches
merengadas y los capuchinos.
Además, ya que no se escuchan más los
dichos populares, es una suerte que los hayan recopilado en antologías. Y cuando leo en
un libro o revista: Hasta que al rico le viene la gana..., pienso que nuestra lengua se fue formando desde hace más de
mil años, el refrán no sabemos cuándo alguien lo pensó, otros lo transmitieron
y el pueblo lo hizo suyo..., pero sí sabemos, el Dio tenga cargo, que no ha
perdido vigencia.
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Notas:
(1) Lejos de nosotros.
(2) Moneda pequeña¸dinero.
(3) Bolsillo.
(4) Persona generosa; se emplea como
antónimo de miserable o avaro.
(5) Picada que acompaña a una bebida.
(6) Suerte.
7) Preocupación
(8) Dios.
(9) Documento migratorio, pasaporte.
(10) El paraíso.
Imagen: Café “Izmir”, en Gurruchaga al
400 -ya desaparecido- lugar habitual de reunión de los sefardíes
villacrespenses.
Crónica tomada de SEFARAires Nº41 / Año 2005.