(De Orlando Rígoli)
La aparición de un pequeño adminículo, el
transistor, modificó los hábitos de toda una generación, que lejos estaba de
suponer lo que sus ojos alcanzarían a ver en materia de cibernética.
Pero junto con él o mejor, merced a él,
llegó a nuestras manos la radio portátil y el símbolo por excelencia de esa
revolución se llamó Spika, la contracara exacta del burrito Platero, que
"era tan suave y blanco como el algodón". La Spika en cambio, era
retacona y morocha, venía abrigada por una funda de cuero y con el tiempo
demostró ser más aguantadora que un laburante de Singapur.
Hasta su arribo, escuchar radio implicaba
una compleja negociación familiar para lograr la mejor ubicación frente al
voluminoso aparato. Pero a partir de la introducción de la Spika se hizo posible hasta
escuchar el programa favorito mientras se sellaban facturas proforma en la Aduana -lo que dio origen a
contrabandos en escala mayorista- y aún llevarse la pequeña a la cama.
Los fanas futboleros que otrora estaban
obligados a permanecer paralizados en la cocina comprimiendo la vejiga hasta
que terminara el primer tiempo para no perder detalle de los avatares de su
equipo relatados por Fioravanti, podían satisfacer sus necesidades fisiológicas
sabedores de que si ganaban uno a cero y tenían un corner en contra a los 44
minutos nada les impedía irse al baño con todos los defensores juntos.
Nuestra heroína fue también la
responsable de la desaparición en las canchas del famoso tablero de la revista
Alumni, que informaba de los resultados que se registraban en los demás
estadios. Así, el propietario de la portátil pasó a ser el referente obligado a
la hora de las consultas. "Che negro, cómo van los bosteros" o
"ya terminó Lanús", se conviertieron en requisitorias habituales. Los
más perjudicados fueron los comentaristas, quienes dejaron de gozar impunidad.
Si alguno se animaba, por ejemplo, a decir que el triunfo visitante por 6 a 0 había sido justo, los
plateístas locales se amontonaban frente a la cabina y Spika en mano lo miraban
con el mismo cariño que un militante del IRA al primer ministro inglés.
El aparatejo incrementó además el nivel
de puteadas contra los relatores deportivos, ya que permitía comparar lo que se
escuchaba con lo que se veía. Se advertía entonces que la velocidad de la
transmisión no condecía con el ritmo de siesta santiagueña que tenía el
partido. A su modesta manera se constituyó en la antecesora del telebeam -al
alcahuete futbolístico de los 90- con la ventaja de que cada uno la manejaba a
su antojo.
Luego se fueron agregando nuevos
servicios: fue accesorio obligado del 2CV -que venía más desnudo que la Maja de Goya- amenizó la hora
de química en la secundaria y permitió que prestigiosos profesionales que
asistían a la función de abono del Colón con su legítima esposa para deleitarse
con la Quinta
de Beethoven, pudieran enterarse -audífono mediante y con cara de
circunstancias- de cómo le iba a Estudiantes en la Libertadores.
Sin embargo no faltaron los escépticos,
aquellos que ateniéndose a una lógica inobjetable descreían de su seriedad.
¿Cómo se puede confiar -pensaban- en la información que pueda proporcionar un
artefacto tan pequeño e inexperto?
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Ilustración: La radio portátil "Spica."
Material tomado de la revista “Los ‘70”,
número 4.